domingo, 21 de marzo de 2010

130. Ya es otoño en el Corte Inglés (y en Melbourne).



La noche esconde su cabeza sobre el ladrillo rojo de esta cocina. Desde el sofá-cama, pienso en infancias imposibles en una campiña inglesa que nunca visité. El fuego de la chimenea también es de mentira. Me han dejado solo en una casa que no es mía, y sólo me falta un muñeco de trapo (mi Mimosín de la Selección Española). Estoy en Melbourne. Faltan dos o tres días para que entre el otoño.

Una vez en Darwin, esa cosa del color del hojaldre donde muchos aborígenes mueren alcoholizados y algún turista también, me dije, “Oye, chatín, ¿y por qué no te vas a una ciudad de verdad y acabas con todo esto? ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que se te acabe el dinero y te deporten del país como única forma de abandonarlo? Pues mira, con tino y ardil, cualquier casa es de chocolate.” Era domingo por la tarde, y ningún agente quería venderme un billete de avión para la mañana siguiente. Rogué con una voz trémula que no me costaba nada fingir porque estaba, realmente, muy excitado. El hombre gordo del mostrador me cobró una sustanciosa comisión que he preferido meter en el saco de las cosas sin importancia, y justo cuando me iba con mi resguardo en la mano, me dijo, “Don’t worry, dude. I hope things are going to be better for you”. Debí darle mucha pena, pero no sé muy bien por qué. Estaba nervioso, no disgustado.

¿Por qué Melbourne?

¿Y por qué no?

Hace catorce meses que conocí a Penny Harris, una chica australiana con un nombre que, como podéis comprobar, no tiene rival a la hora de transportarte a clichés pulp del tipo “ésta es una misión para Penny Harris”. Juntos vimos algunos theyyam y nos perdimos por la campiña en busca de un ciber-café. Me sorprendió tener tantos gustos en común con ella, sobre todo en lo referente a películas (y a un grupo musical que nos obsesiona, Neutral Milk Hotel). A menudo me entretenía en la observación de su cabellera pelirroja, pero como la conversación es uno de su talentos, Penny no da demasiado pie a la distracción. Fue la única persona con la que mantuve contacto por mail, ya que hacerlo me resultaba extrañamente sencillo y, de algún modo, inevitable. Ahora estoy en su casa, en Melbourne. El tiempo podría haber distorsionado los recuerdos que teníamos el uno del otro, convirtiendo este reencuentro improbable en una desilusión, pero no ha sido así. Recién llegado al centro de la ciudad, oliendo a culo y con una dieta de dátiles y zanahorias en el estómago, vi llegar a Penny con un vestido negro muy elegante. Es abogada, cosa que no sabía. Se dedica a la propiedad intelectual, pero no tuvo ningún reparo en que le regalase cuatro discos ilegales con las dos últimas temporadas de ‘The Wire’. Me llevó a comer una tosta bajo uno de los muchos rascacielos del downtown, y con la boca llena le conté mis últimos meses en este país tan bestia. Penny se sorprendió de que hubiera hecho autostop, algo muy mal visto desde que un asesino en serie se puso a cargarse a mochileros en el New South Wales (se hizo una película inspirada en este caso, ‘Wolf creek’; no la veré, evidentemente). La tranquilicé hablándole de mis gratas experiencias con chulazos de las fuerzas aéreas y políticos inspirados, pero Penny seguía empeñada en que estaba muy delgado, así que me invitó a dormir en su casa, al menos hasta que me amoldase a este nuevo contexto sureño. La invitación se ha prolongado algo más de lo que pensaba, y de Penny sólo puedo decir que es lo más grande, y que me hace maravillosos planos de la ciudad en los que las carreteras se llaman CARS y el cementerio, DEAD PEOPLE.

Comparte una casa antigua, de regusto británico y relieves verde pistacho en los techos, con un hombre tremendamente atractivo que responde a un nombre de cine negro, Michael Hart (Hart & Harris podría ser una gran agencia de espionaje). Michael cocina siempre que puede y se hace su propio pan. Comer algo preparado por sus manos o las de Penny es un privilegio. Cómo no, hice lo que pude por preparar la mejor tortilla española que un australiano se pudiera llevar a la boca. Nunca repetiré una hazaña semejante. Estaba cojonuda.


Tortilla, Penny, cotarro.


Si digo que Melbourne es maravillosa, estaré utilizando nuevamente el adjetivo con el que tanta gente me identifica y que tan poco dice de mi originalidad. Pero lo es. El centro es un juego de espejos donde los edificios se derriten en el cristal de sus vecinos. Iglesias de color ocre se asoman a un tráfico sorprendentemente habitable. Indios, vietnamitas, indonesios y gente, por lo general, bastante guapa, come mucho y bebe aún más y sonríen de lo multiculturales y cosmopolitas que son y del magnífico mundo de sofisticación que legarán a sus hijos. Hay museos y cines y Chinatowns y saunas. Por si esta oferta fuera poco, Melbourne se parece un poco al Camden londinense sin ser tan postizo y, por momentos, también tiene ecos de Berlín. Pero la extensión de parques y gum trees te recuerdan que estás en Australia. Y siempre habrá algún local rubio-pelirrojo de carnes encendidas y mandíbula hinchada de saliva que te traerá ese sabor inconfundible al Oz profundo. Creo que éste va a ser un buen lugar para vivir.

Mi búsqueda de trabajo sigue siendo infructuosa. Las academias de idiomas no empezarán sus nuevos cursos hasta el mes que viene, y los albergues de mochileros no tienen por costumbre alojar a gorrones que les limpien la cocina a cambio de una cama. Maldición. Me he paseado por los mercados de fruta orgánica por recomendación de Penny, y algo se cuece por allí, pero todavía es pronto para decir nada. He dejado varios curriculums en esa industria mía a la que tengo tan olvidada, aparentemente. Veo muy poco probable que me cojan para el rodaje de alguna película, pero cosas más extrañas se han visto (la desaparición de los niños Beaumont es mucho más extraña, id a la Wikipedia y comprobadlo). Los restaurantes me miran con una mezcla de interés y descrédito, posiblemente la misma mirada que ensayaría yo si me viera a mí mismo entrar por una puerta con mi careto tímido. La jardinería sigue siendo un mundo lleno de posibilidades. Y en las próximas semanas puedo acabar haciendo cualquier cosa.

Yo me preguntaba, ¿dónde están los Hugh Jackman y los Eric Bana? Pues aquí están todos. Viven juntitos en Melbourne.

La generosidad de Penny no tiene límites. Ha puesto a todo el que conoce al tanto de mi situación, y la verdad es que tengo varios frentes abiertos. Es probable que pase de vivir en su casa a cuidar del hogar de un filósofo amigo suyo que se va al extranjero. Sólo tendría que regar sus plantas y cosas así. Aun si tengo mala suerte con el trabajo y no consigo más que unas miserables horas a la semana, esto me permitiría escribir con relativa tranquilidad hasta el mes de mayo.

Cuando termina el día, Penny y Michael y yo cenamos algo delicioso y hablamos casi hasta la medianoche. No suelo hablar tanto cuando viajo de la forma en que lo hago, y si me cuesta encontrar las palabras no es por lo mucho que perdí de mi inglés en la indómita India, sino porque no sé expresarme. No encuentro explicación para muchas de las cosas que me pasan, cuanto menos las palabras. Penny tiene paciencia y no parece aburrirse demasiado conmigo. Se lo agradezco mucho.

En una entrevista de compañeros de piso, recibí el siguiente cuestionario:

a) ¿Cómo definirías la convivencia en un espacio común?
b) ¿Cuál es tu peor cualidad?
c) ¿Qué estás dispuesto a hacer por los demás?

El grupo en cuestión eran tres jóvenes de onda muy relajada que vivían en una casa con hamacas desplegadas por la cocina y gatos negros adorables. Aprobé el test con nota, pero no pude comprometerme a vivir con ellos sin un trabajo estable. Seguro que, en una vida alternativa, sería muy feliz en esa casa (dentro del sectarismo que esconde su rollo ecológico raruno), y pasaría horas en la franja iluminada del jardín trasero. Pero en esta vida, la que nos ocupa, el deslizar del tranvía y el leve desarraigo de los comercios que nunca me contratarán son las tónicas de un día a día hermoso, increíblemente apacible. Circulo por los parques de Melbourne atrapando los movimientos sedantes de los transeúntes. Descubro sabores y gente nueva todos los días, y me enamoro doscientas veces por segundo. Mi vida no tienen ningún rumbo y, sin embargo, está lejos de estar estancada.


¿Cómo son los de Melbourne, cari?


Pronto os hablaré de cine australiano, y podréis dormiros o pasar a otra página web o descargaros porno o, por el contrario, insultarme con un bonito comentario a pie de post, de ésos que tanta ilusión me hace leer.

El otoño siempre ha sido la mejor época del año para pensar. Ahí me dejo.




Sergio. 22/03/10.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hey me alegro de que seas feliz en Melbourne! Soy super fan de Hart % Harris. Haz un post de cine australiano cuando quieras, pero a ver para cuando uno erótico-festivo, que ya sabes que somos unas morbosas.

Me iba a meter con tu música de modernito, pero luego me di cuenta de que yo tampoco soy ajeno a Fever Ray, así que nada...

Barbie F.