jueves, 4 de marzo de 2010

124. Guía del autoestopista empapado.


“You cannot lose, if you do not play”.

Marla Daniels. “The Wire”.


Ésta es la historia de mi odisea autoestopística desde el corazón de Queensland hasta la ciudad de Darwin, y también la historia de la gente con la que me encontré por el camino.

Como bien sabéis, queridos lectores ávidos de nuevos episodios, me subí a un coche con Matt y Ruth, rumbo al Northern Territory, un estado monstruosamente grande y plano en el que vive menos gente que en toda la ciudad de Gijón. La parejita se quedó sin dinero en su cuenta corriente y tuvo que quedarse a trabajar en una estación de servicio, la Burke and Wills Roadhouse (llamada así por el nombre de los dos exploradores blancos que se adentraron en el salvaje norte a mediados del siglo XIX). Ambos intentaron convencerme de que ésa era una buena idea para mí también, aunque de los tres, sólo Ruth entraría a trabajar con un horario fijo y unas condiciones aceptables. A Matt le convenía estar con su novia, como es natural. Pero a mí no. Ruth es una persona muy manipuladora, como yo, y dos manipuladores en una misma habitación van a acabar mirándose con una distancia terrible.

Me tiré en la estación de servicio unos cinco días, haciendo trabajillos diversos y averiguando hasta qué punto podría soportar ese aislamiento. Los australianos de la zona, enganchados a ese local como la res a su abrevadero, tenían un acento indescifrable y gorro de ala ancha, y se sorprendían de que hablase tan poco, hasta el punto de dudar que entendiera el inglés, algo que yo también he empezado a dudar desde que llegué a este país. Matt era bastante bueno arreglando pomos de puertas, cortando el césped, moviendo coches, asustando sapos… No es que yo fuera malo, pero tenía menos soltura a la hora de seguir las instrucciones, y finalmente acabé aceptando que ya nadie se dirigiese a mí para encomendarme algún tipo de responsabilidad. Y como yo quiero ganarme mi alojamiento y mi comida, y no aparentar que hago algo, me fui. Creo que Ruth se alivió al saberse de nuevo con la sartén por el mango. Yo me alivié de finalizar el tedio que me había supuesto su compañía y la parada obligatoria en aquel lugar precioso, perfecta localización para el asesinato de Laura Palmer. El último detalle de Matt, que se sentía un poco culpable al verme partir solo, fue venderme su tienda de campaña por cincuenta pavos, algo que agradecí enormemente. Bueno, mi espalda no lo agradece, sobre todo desde que viajo con una caja de comida enlatada como bulto añadido, pero esta tienda es muy grande (tres o cuatro plazas) y va a darme más de una alegría en el futuro. Sería perfecta para una pareja enamorada. Yo me pierdo en su interior.

Matt me dejó en Cloncurry, uno de los muchos pueblos de trescientos habitantes que se esparcen por la inmensidad de Oz. El primero que se apiadó de mi lamentable aspecto de autoestopista fue un camionero rubio con un tatuaje de un oso polar en el brazo izquierdo. Me encantó su cabina de mandos, llena de botones y colorines. “¿Has parado a muchos?”. “No, tú eres mi primer camionero”, le dije, sin atender a las graciosas connotaciones. El buen señor me dejó en la gasolinera de Mount Isa para que siguiese desde allí con mi travesía. Mount Isa es una ciudad minera del noroeste de Queensland. Linda Chamberlain nació aquí, aunque fue juzgada en Darwin (ya sabéis, la famosísima madre que, al grito de “A dingo’s got my baby!”, puso en jaque a la opinión pública y al poder judicial, aunque no se tomarían medidas reales contra los dingos hasta la muerte de otro niño en la isla de Fraser). En mi primera noche al aire libre hubo una tormenta apoteósica. El viento se llevó la lona protectora de mi tienda, permitiendo que la lluvia cayese sobre mí cuando soñaba con una geografía imaginaria muy estimulante, a eso de la medianoche. No podía armar mucho escándalo, porque había acampado ilegalmente y no quería que nadie me viera persiguiendo lonas. Así es que aproveché el tercio de la tienda que no estaba mojado y esperé hasta las cinco de la mañana. Fue una noche maravillosa. Al final encontré la dichosa lona. Estaba embarrada y algún bicho se había meado encima. El motor de los camiones puso música a este momento mágico.

La Meryl fue Linda Chamberlain en "A cry in the dark" (1988).


Mi segundo anfitrión en la carretera fue un alemán que venía conduciendo desde Cairns con dirección a ¡Albany! (miradlo en el mapa). Es la segunda ruta más larga que se puede hacer en Oz. Elevó el asiento en el que había estado dormitando la noche en que yo luché contra los elementos, y acomodé mis trastos mojados donde pude. Sí, seguía lloviendo. Y aun así, nadie me recogía. ¿Cómo es la gente de Mount Isa, cari?

La carretera que se desliza desde ese poblacho hasta el corazón del Territory es larga y recta e inmutable. Como no tengas un buen arsenal de conversación te vas a aburrir un huevo, y no es educado dormirse, más que nada porque corres el peligro de contagiar al conductor. Obviamente, los planes de viaje, el tiempo, los canguros muertos en los arcenes, la situación económica internacional y el fin del mundo son temas que apenas dan para cien kilómetros. ¿Qué hacer durante los quinientos restantes? Puedes asombrarte con el panorama celeste durante un rato, y si encuentras las palabras, incluso comentarlo. El cielo australiano es tan vasto que agrupa distintos estados meteorológicos en un mismo horizonte: lluvias al norte, claros al oeste y extrañísimas formaciones nubosas, como tubos de un órgano, al sur.

El alemán me convidó a gominolas antes de dejarme en Three Ways, una estación de servicio quince kilómetros al norte de Tennant’s Creek. Es un cruce importantísimo en la Stuart Highway, que divide la isla en dos y por la que acaban transitando todos los autos del Territory en su traslado a alguna parte, o a ninguna. Después de un avance tan considerable, decidí hacer noche en Three Ways, a pesar de los malos modos de la regenta, una rubia de acero que no paraba de echarle la peta a su empleada extranjera. Me hice fan suyo en poco tiempo. Es el prototipo de mujer dura del outback australiano, fibrosa como una heroinómana, permanentemente bajada del caballo, aguileña y segura de sí misma, enrollada, al fin y al cabo. Su marido andaba en muletas y lo único que hacía era esquivar a un dálmata que nadie sabía qué hacía allí. Como la lluvia no me permitía acampar en césped seco, tuve que pasar la noche en una cabina especialmente diseñada para las necesidades del mochilero (que no son muchas), donde sequé las partes húmedas de mi tienda y cené unas conservas nauseabundas. Al día siguiente, domingo y lento y dormilón como pocos, me costaría un triunfo conseguir un viaje hacia el norte. A punto estuve de subirme con un vasco muy majo (valga la redundancia) y su ¿novio?, pero ya se habían comprometido con un coreano que se me adelantó. Putos coreanos. Como la idea de quedarme allí una noche más no me convenía (bolsas de patatas a cinco dólares, agua amarillenta y sin tratar), intenté aparcar la vergüenza que me da el contacto con los camioneros, y aburrí al personal. “If you are going in that direction, would you give me a lift?”. Las respuestas van desde la disculpa efusiva, honesta y encantadora, hasta el desprecio, el corte de mangas e incluso el insulto. Un viejo del New South Wales me observaba y ayudaba cuanto podía, pero el camionero típico no se va a arriesgar con un tirado como yo, por cosas del seguro y políticas de empresa. Finalmente, atraje la compasión de un chulazo de las fuerzas aéreas llamado Darren. Juntos viajamos a Katherine, vimos serpientes en la carretera, cruzamos ríos inundados y hablamos del humor australiano, que yo no he sabido comprender todavía. Darren me hizo jurar que me compraría el mejor repelente de mosquitos del mercado, Bushman. Con ese hoyuelo, no podía decirle que no. Estoy indefenso frente a los hoyuelos.

El Northern Territory, la nada vertical, y un
lugar famoso para el avistamiento de OVNIS.


Lo bueno de que llueva tanto es que la aridez habitual del Territory se vuelve fértil y benigna. No hay pueblos como tales entre Tennant’s Creek y Katherine, sino apeaderos, estaciones de servicio y un par de casas anexas cada ciento cincuenta o doscientos kilómetros. Recuerdo haber visto el apartamento desastroso de un aborígen en mitad del vacío más sobrecogedor. No veo cómo alguien puede escapar de la locura en un lugar así.

Darren se portó muy bien. No quiso que compartiésemos los gastos de la gasolina (por otra parte, tenía pasta, así que lo comprendí y lo agradecí) y me dejó a la puerta del albergue de Katherine, justo en medio de una tormenta torrencial. Bravo, Darren. Aquella noche me sentí muy satisfecho con mi avance. Todavía no sabía lo mucho que me costaría salir de allí. Coco, el hippie arrugado que regentaba el ‘Coco’s backpackers’, fue un anfitrión muy divertido durante las dos noches que deambulé por su casa y su jardín. Le encanta ver telefilmes y girar la cabeza para comentar los avances de la trama con una caída de ojos. Por mi parte, aproveché el tamaño y la utilidad de Katherine para ir al supermercado (¡por fin, un supermercado!), mirar los anuncios por palabras del periódico local y averiguar qué se cocía por las granjas de los alrededores. Con esta lluvia, poca cosa. Alguien me dijo que había cotarro con las uvas, pero a pesar de dejar mi número de teléfono por ahí, todavía no he tenido respuesta. Con lo mal que se trata a los trabajadores por estos lares, casi lo agradezco.

Mi peor jornada como autoestopista llegaría pronto. Los últimos trescientos kilómetros hasta Darwin se me resistían poderosamente. El primer error fue ubicarme frente a la sede de los Rangers, con lo que ningún auto se pararía a recogerme. Unos cuantos metros más allá, con el primer sol de justicia en semanas sobre mi cabeza, esperé y esperé y los coches circulaban y circulaban y me dio tiempo a hacer una teoría sobre la vida y la muerte basándome en el estado de movimiento y detenimiento en la relación autoestopista-conductor. Algo que ya he olvidado. Cosas de la insolación. A las cuatro de la tarde me di por vencido y arrastré mis cosas hasta que vi un letrero, “Springvale Homestead”. ¡Un camping legal! Pensé que estaría a la vuelta de la esquina, pero no era así. Tuve un momento crítico con mi equipaje, en el que me di cuenta de que tendría que deshacerme de cosas si quería caminar con mi casa a cuestas. El ordenador es básico. La comida también. La tienda es difícil de descartar. Con la ropa siempre se puede hacer un reajuste, así como con los utensilios de higiene personal. Todavía no he encontrado una solución satisfactoria, pero hay que tomar medidas si quiero seguir caminando. Y está claro que necesito caminar, durante kilómetros si hace falta. Esta dependencia de los coches ajenos es algo inevitable, pero podría ser un pelín menos dramática.

Un granjero, reventado de la risa ante mi estupidez, me llevó al oasis de pavos y canguros que es el Springvale Homestead, pequeño regalo que me dio la vida después de uno de los peores días que yo recuerde. Allí he conocido a la gente más divertida y entrañable de este viaje, entre las que se encuentran unas cuantas mujeres llamadas Cindy y una vieja memorable, Caroline, mochilera a sus setenta tacos, con un par de ovarios. La jefa de todo aquello, una Cindy más, me dijo que no acampara demasiado cerca del río porque había cocodrilos. ‘¿Cómo?’, ‘Son cocodrilos de agua dulce, no hacen nada’, ‘Oh’, ‘Si les alumbras con la linterna, de noche, puedes ver sus ojos rojos’, ‘Creo que puedo pasar sin hacerlo’, ‘No hacen nada’… Hubiera esperado a que me lo repitiera otras tres veces, pero me limité a acampar muy cerca de la cocina comunal, centro de peregrinaje de todos los canguritos de la zona. Nunca los tuve tan cerca de mí, y me apasiona verlos moverse y boxear entre ellos. Otro aspecto interesante de estos sitios, además de lo bien gestionados que están y de su convivencia responsable con una naturaleza hermosísima, son las hogareñas tiendas de campaña en las que alguna gente vive de forma estable. Como me diría otra Cindy más, “la gente se gasta mucho dinero en tener una casa, cuando lo único que se necesita es un pequeño refugio… yo tengo una casa (señalando su magnífica tienda), ella tiene una casa, tú tienes una casa…” Mi iglú, aunque muy mono, dista mucho de ser una casa todavía. Pero entendí lo que quiso decirme. Muchas familias australinas viven como nómadas en sitios como éste que, por suerte, abundan. Trabajan un par de semanas en Katherine, luego viven como dioses durante los próximos días, acampando en alguno de los parques naturales de la zona, y a continuación se desplazan a Kununurra o a Wyndham o a donde sea, para repetir la jugada. He conocido a padres y a hijos que viajan y trabajan juntos de esta forma, mientras la mamma les conduce y les limpia la tienda. Son gente feliz con muy poco miedo al futuro, porque no tienen nada que perder con él.

- Ten cuidado con los escorpiones. Se quedan pegados a la ropa cuando la pones a secar.
- Y con las serpientes.
- Y con los negros
(los aborígenes). No salgas a la calle de noche. Te apuñalarán.

Bob es el gran personaje de esta etapa del viaje. Tiene cincuenta y siete años, pero aparenta muchísimos más. Un cáncer de páncreas está amenazando su vida y ya ha teñido su piel con un color dorado y mortecino. No se cansa de enseñar su cicatriz quirúrgica a todo el mundo, como una forma de disculparse por la poca energía de la que dispone. Esta enfermedad es un castigo lamentable para cualquiera, pero la gente activa y trabajadora la sufre de una forma extraordinaria. Bob se aferró a mí y yo, de una forma un poco circunstancial, a él. Le ayudé a coser dos lonas entre sí para que no entrase lluvia en su casa, aunque no sabía muy bien cómo iba a hacerlo (a lo tonto, estoy aprendiendo un montón de cosas). Pude observar pequeños fragmentos, destellos melancólicos de lo que ha sido su trayectoria hasta este desafortunado epílogo. El pobre hombre camina con la idea del adiós, y ésta ha transformado su rostro, sus brazos, su mirada bizca. Se lo están llevando, a pesar de que todavía queda mucha vida en él.

Bob tenía que ir al hospital de Darwin para una revisión médica, y a mí me convenía tomar esa misma dirección, así que me aceptó como copiloto porque yo no le echaría la peta cuando se fumase un cigarro, y con su sordera no iría muy lejos en caso de que algo sucediera en la carretera. Y sucedió. Noventa kilómetros más al norte, Bob y yo decidimos hacer una parada en Pine Creek para tomar un té y encender el reproductor de música. Su trasto es muy antiguo y hay que hacer las cosas muy despacito. Desgraciadamente, el reproductor calentó una parte del coche que desconozco, y salió mucho humo, y yo paré el motor y llamé a Bob, que en ese momento estaba intentando cagar con mucho dolor. Su Ford de veintiséis años se había ido a la mierda. Corrí por todo el pueblo con mis pantalones de puta sueca para encontrar un mecánico, pero todos se encontraban fuera del pueblo. El único que se quedó en Pine Creek había cerrado su establecimiento, pero como le vi en el garaje a través de la verja de la entrada, le grité que me ayudase, diciéndole que me había quedado tirado y que viajaba con un hombre que tenía que ir al hospital. El mecánico me contestó con un amable “Fuck off!”, y yo tuve que tragarme mi impotencia y gestionar una situación muy extraña, porque Bob no atinaba a hacer nada y ni siquiera podía escuchar lo que le decía la telefonista de Atención en la carretera. Las pasamos un poco putas.

Una grúa se llevó de vuelta a Bob y al coche de Bob. Espero que las cosas empiecen a ser más fáciles para él. Yo, por mi parte, he tenido que bajarme los pantalones y pagar un billete de autobús carísimo para completar los restantes doscientos kilómetros. ¿Qué espero hacer en Darwin? No lo sé. Ni siquiera tengo muy claro que vaya a encontrar un trabajo decente. Pero sé que tengo que pasar por allí.

Esto está siendo un desafío. Por un lado me digo, cuando pillo un espejo o algo que sirva para lo mismo, que lo que está sucediendo responde a un motivo que desconozco, pero que está ahí. Es lo que hay que pensar cuando tienes un suelo tan movedizo bajo los pies. Por el otro, no paro de acumular experiencias que me ponen contra las cuerdas, tal vez un síntoma de que debo cambiar mi hoja de ruta. En esas estamos. En el trópico. Con el calor. Y la vida sigue.



Sergio. 04/03/10.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Serge, qué huevos le echas a la vida tío, pero lo que estás viviendo es único. Ignoraba que en Australia había tantos backpackers y consecuentemente tanta explotación de backpackers. Los australianos, por lo demás, tienen fama de racistas y desconfiados... pero bueno, quién no...

Un beso desde la France, niño!

Barbie Francisquita

PS: Para cuándo una escena de sexo en un camión al borde de una larga carretera recta mientras suena Patsy Cline?