domingo, 17 de abril de 2011

210. No hay poronga que nos venga bien.



Un par de horas en Humahuaca fueron suficientes para decidirme a cruzar la frontera argentino-boliviana al día siguiente. Ningún incidente en particular, sólo una sensación.

Durante esa última noche pasaron varias cosas. Como me alojaba en el lugar más barato de la zona, el número de porteños apelotonados en los dormitorios compartidos era notable. Todos parecían querer iniciar una nueva etapa de sus vidas en un lugar más auténtico y menos estresante que la capital. A todos les gustaba Manu Chao. Alguno incluso hacía malabares y se lucía delanta de una niña que no entendía por qué alguien iba a querer practicar malabares tres horas al día. Una jovencita llamaba a su madre por teléfono para que ésta le enviase por correo todas las cosas que no podía conseguir en Humahuaca, como, por ejemplo, medicinas orientales, libros de poesía y una depiladora eléctrica. Otro chico, amigo del hermano de la primera chica, le confesaba a éste último que él “quería enamorarse en este viaje”. En mi cuarto una pareja se puso a follar desde la una hasta las tres de la madrugada, y luego se encendieron un cigarrito cada uno, y ella le decía a él, ¿le habremos despertado?, y él, re-contento tras haber eyaculado unas cuantas veces, contestó, no sé, no creo, pero a mí si fuera él no me importaría, además, es un chico grande, de mente abierta, y vivió con una comunidad en el sur… Otra pareja más haría acto de presencia después de tomar vino en el patio y también debieron darle al folleteo, pero para esa hora yo ya había conciliado, por fin, el sueño. Un sueño mecánico y ligeramente insípido.

En el trayecto entre Humahuaca y La Quiaca te encuentras con un cerro (a mano derecha si vas a la frontera; a mano izquierda si vienes de ella) que te habla de dimensiones desconocidas y de pesados enigmas penduleando entre el cielo y la tierra. A lo largo de este post hablaré mucho de montañas y de rocas, pero éstas… gobernando la puna antes de la llegada al tristísimo puesto militar de Tres Cruces… éstas son las mejores. Sólo la naturaleza podría esculpir un mural así.

La Quiaca es tranquilo y sórdido y está a cinco mil cien kilómetros al norte de Ushuaia, donde, por así decirlo, y tras una crisis de identidad como trotamundos, comencé de verdad mi periplo sudamericano. Compré mi último mate a precios argentinos, del que espero guardar un poco para mi vuelta a España, y caminé rumbo a la frontera, que no es más que una caseta en un puente muy precario sobre un río maloliente en el que se bañan perros hambrientos. La oficina de inmigración boliviana, ya en el pueblo de Villazón (al otro lado del puente), lucía un enorme retrato de Evo Morales con montones de collares y pedruscos colgándole del cuello. Otros letreros informativos te aconsejaban no comprar ni vender niños, porque un niño no es un objeto de consumo. Me sellaron el pasaporte, a estas alturas ya un poco deshecho, y me introduje poco a poco en esa nueva experiencia que está siendo Bolivia.

Todos sabéis que Bolivia es el país más pobre de Sudamérica. No entraré en tópicos ni haré descripciones morbosas sobre ese tema. Sí, es lamentable. A la espera de tener información contrastada sobre esto y otros temas que afectan y conforman el país que nos ocupa, hoy lo dejaremos así.

Tupiza fue mi primera parada en este nuevo camino que se me antoja difícil en cuanto a oportunidades, no ya de empleo remunerado (aspirar a eso sería un despropósito), sino de trabajo voluntario en algún proyecto interesante. Tupiza no me mostraría gran cosa a ese respecto porque es una ciudad muy pequeña volcada al turismo y a la minería y al monocultivo de maíz y en el único invernadero orgánico que hay ya está todo el pescado vendido. Sin embargo, había razones de peso para quedarse allí por tres días. Las razones son éstas.







Es difícil describir la grandiosidad del paisaje de western que despliega no sólo Tupiza, sino casi toda la provincia de Potosí, incluido el enclave extraterrestre de Uyuni. Te adentras por quebradas secas donde el único sonido es el de tus pasos sobre las piedras filosas. Arquitecturas de sueño te llevan por un segundo al Monument Valley de tu educación cinéfila (con John Wayne o Richard Widmark o Kirk Douglas a caballo en un desierto de arena y perfiles rocosos) y luego te devuelven a una sombría sensación de ser observado por esos cañones imposibles de imaginar, esos colmillos de piedra estirándose hacia el cielo y esas imponentes colinas violetas con sus múltipes superficies como cartones escenográficos de un montaje teatral para titanes. Pocas veces he caminado por lugares que me sobrecogieran tanto.

(Nota: parece que he seguido, sin quererlo, los pasos de Butch Cassidy y Sundance Kid en mi viaje por la cordillera. Ya en Cholila (pocos kilómetros al sur de El Bolsón) pasé por la cabaña que les brindó un retiro más o menos tranquilo tras el exilio de Estados Unidos. Ahora estoy en el lugar donde cometieron su último atraco antes de morir sitiados por las fuerzas del “orden”. El atraco fue en Huaca Huañasca, al norte de Tupiza, y pensando que así despistarían a sus perseguidores, hicieron ademán de volverse a Argentina cuando en realidad dieron un rodeo por los cañones que tanto les debían recordar a su país. Creo que pretendían pasar a Chile. El caso es que se quedaron en San Vicente, uno de los cientos de pueblecitos mineros de la provincia, y la leyenda dice que se mataron entre sí antes de ser baleados por los gendarmes. En fin. La leyenda).

En un lugar que llaman ‘El sillar’, y que requiere una caminata extenuante entre cactus y algarrobos, me adentré por uno de los cañones en cuesta hasta que no pude ascender más. Por encima de mi cabeza veía los dedos índices de roca anaranjada. Parecían susurrarse algo los unos a los otros, bien dándome la bienvenida o bien ignorando olímpicamente mi llegada. Una sensación muy intensa de no estar en este mundo, sino en otros mundos que colisionan en armonía y en silencio. A medida que descendía, con respigos en la espalda y palabras de asombro pronunciadas en voz baja, me topé con un rebaño de cabras que huyó despavorido de mi presencia. Unos minutos más tarde, el pastor adolescente que las tenía a su cuidado me gritó, desde lo alto del cerro, ¡asustaste a mis chivas!, y yo le grité, ¡lo siento, no pensé que iban a pasar por aquí! (lo cual era cierto, había escogido la quebrada en la que no parecían estar pastando), y el pastor adolescente se rió con el deje de locura o de sabiduría que debe tener el vivir en un lugar sin agua y con pura roca sobrenatural llamándote a confundirte con la unidad del todo, y añadió, a gritos también, ¿¡hiciste muchas fotos?!, y yo contesé, ¡no tengo cámara!, y el pastor adolescente gruñó algo parecido a un ‘chao’ y se fue a buscar a las cabras que yo había asustado con mi paso y ánimo ultraterrenos.

En varias fachadas de Tupiza aparecen escritas las palabras “CLAUDIA BURGOS ES UNA PERRA APLAZADA”. Pensé detenidamente qué significaría eso de ‘perra aplazada’. No llegué a ninguna conclusión.

Es famosa la ruta entre Villazón y Tupiza, gracias a algunos pueblos de casas de adobe, semi-abandonados, en valles de sorprendente fertilidad cercados, a su vez, por parajes de aridez innombrable. Pero mucho más imponente es la ruta entre Tupiza y Uyuni, que circula ya por pueblos abandonados, sin el semi, por cañones y valles que se asemejan a templos indios en un paraíso perdido, por desiertos que deben ser muy parecidos a los de la región vecina de Atacama, por desfiladeros entre cumbres altísimas, con los picos nevados de los volcanes de la Cordillera como telón de fondo. Esta ruta está casi a la altura del paso a motor que une Manali con Leh, al norte de India. No puedes dejar de mirar a todas partes, a pesar del calor, del traqueteo o del sueño (sobre todo si no has pegado ojo la noche anterior por culpa de las juergas de mate que te pegas a las ocho de la noche).

La roca estrella de esta ruta es una a la que llaman ‘La Poronga’ (ver encabezamiento del post). No sé lo que significará ‘poronga’ en Bolivia, pero al menos en Argentina es ‘el pene’, y se utiliza para todo, tanto para referirse a alguien como para expresiones adorables del tipo ‘a vos no hay poronga que te venga bien’, utilizado cuando alguien no se conforma con nada. Bueno, esta roca se merece el nombre que le han puesto porque es, simple y llanamente, una poronga, con sus venas, sus arrugas, sus dobleces, su prepucio, su uretra… Vamos, que la naturaleza sabía a lo que estaba rindiendo homenaje cuando erosionó esta obra maestra.

A Uyuni fui sólo a cambiar mis pesos chilenos por bolivianos sin que me dejasen tiritando con el tipo de cambio. Es famosa su superficie mastodóntica de sal, donde crían flamencos y lucen géiseres y lagos alcalinos (y donde puede que circule el próximo rally Dakar), pero yo no hago tours turísticos, por plata y por el coraje que me dan, y por tanto hay cosas que no voy a poder conocer a menos que tenga un todoterreno y las habilidades adecuadas para conducirlo. Tampoco se puede conocer todo. No está mal pasar por Uyuni, no obstante, para ver cómo el desierto de arena se convierte en desierto de bolsas de plástico y luego en cadavérico centro turístico y luego en sal y en desierto de arena y polvo otra vez. Es bastante grotesco, desolador y rotundamente interesante.

Escribo esto desde Potosí, de la que espero hablaros harto porque me está dejando perplejo. Me hubiera gustado llegar hasta acá haciendo dedo, pero hay pocos autos particulares en estas rutas y todavía no le tengo agarrado el truco a los bolivianos y a las bolivianas. Con calma. Ya me doy cuenta de que esto no es Argentina, ni en materia autoestopística ni en casi ninguna otra. Lo cual me estimula enormemente.

Salud.

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