miércoles, 17 de junio de 2009

LXVII. ¡Cuidado! Este post apesta a cine.


Hace algunos años solía hacer crítica privada de todas las películas y series de televisión que veía. Cuando empecé a poner algo más que estrellas (contagiado por la seducción facilona de las críticas que leía en Fotogramas o en la prensa) me aburría a mí mismo con párrafos horribles y con expresiones copiadas de otros. Todo eso se perdió cuando mi ordenador ardió por dentro y dijo ‘hasta aquí hemos llegado’. Diez años después de mis primeras estrellitas anotadas en un anuario del Círculo de Lectores, me veo en la necesidad de escribir sobre el maratón de cine que me he pegado en Kathmandu. Vamos, que hacía tiempo que no recordaba con tanta viveza esos veranos de tres películas al día. La culpa la tiene un tendero muy amable con una colección de películas sorprendente. Me hice una provisión rigurosa, regateé, compré una garrafa de agua, y me encerré en la habitación del casi perfecto Hotel ‘X’. Este es el resultado.

- Películas contemporáneas.

a) Frozen River. Lo que me gusta de la ópera prima de Courtney Hunt, (una mujer a la que no conozco de nada), es que podría haber sido una obra de género social, de ésas tan en boga, tan parecidas las unas a las otras, tan traicioneramente intelectuales (el mejor ejemplo español lo tenemos en el cine de Gerardo Herrero) y, sin embargo, es un thriller que quiere ser un thriller. Esa es la primera sorpresa. La segunda es que tanto el escenario como el desarrollo de los acontecimientos es inhóspito para el espectador y, por tanto, muy poco predecible. Las heroínas, especialmente la interpretada por Misty Upham, son tan poco convencionales como creíbles. No todo está resuelto con brillantez, pero sí casi todo. Melissa Leo ejerce un poder de atracción y de empatía a la altura de las expectativas (era ella el principal reclamo de una película tan susceptible de pasar por un telefilme; de hecho, Frozen River no oculta una extraña voluntad de parecerse a un telefilme). En tanto que resulta emocionante con un material muy difícil, áspero y poco seductor, me he hecho fan. De Melissa Leo ya lo era antes, pero eso es porque se trata de una tía con arrugas y dientes amarillos, una actriz sin complejos, espléndida.

Melissa Leo, desconcertada.


b) Revolutionary Road. De todas las (pocas) películas que he visto este año, ésta es la más irritante. Casi detestable. No me interesa nada de lo que dicen o hacen unos personajes antipáticos (todos, hasta los secundarios). Compararla con la novela de Richard Yates sería un ejercicio interesante, si no fuera porque no tengo mucho interés en leerla. Kate Winslet y Leonardo Dicaprio tienen sus momentos buenos entre una confusa sucesión de gritos e histeria mal proporcionada y poco inspirada. Tampoco entiendo muy bien los parabienes que ha recibido Michael Shannon por interpretar, con bastante poca imaginación, un personaje totalmente prescindible y en absoluto creíble. La música de Thomas Newman le pega a ‘American Beauty’, a ‘Six feet under’… no a la época del swing y de Nat King Cole. El conjunto (la historia de dos pijos que se creen superiores al resto y que no paran de procrear y pelear y llorar y correr por el bosque mientras se sienten incapaces de abrir un libro por el mero hecho de vivir en Connecticut) es desesperante. Tampoco es fácil ser Ingmar Bergman y narrar los infiernos de la vida en pareja sin que resulte todo lo tedioso que es en la vida real. Con eso no quiero decir que ‘Revolutionary Road’ se parezca a la vida real. Sólo la última (y genial) secuencia lo consigue. Por lo menos, el final no es tan agridulce.

c) Hunger. Esto ya es otra cosa. Posiblemente una de las mejores películas del año pasado, si no la mejor, la primera película de un artista desconocido para mí, llamado (graciosamente) Steve Mcqueen, es asombrosa de principio a fin. ‘Hunger’ habla de la huelga de hambre protagonizada, entre otros, por Bobby Sands, a principios de los años ochenta en la conflictiva Belfast de la era Thatcher. En buena medida es un drama carcelario, pero su estructura no se compromete con nada que hayamos visto anteriormente. El protagonista no se nos presenta hasta bastante avanzada la trama, y mientras tanto asistimos al ritual cotidiano de un funcionario de la prisión y de un par de reclusos. A mitad de película, el director nos ofrece a bocajarro un diálogo de veinticinco minutos (quince de los cuales están presentados en un solo plano general de poderosa sencillez) y que, a la postre, resultan ser los únicos diálogos de todo el metraje. Eso sí, vaya diálogos. Después de este alto en el camino, una impresionante recta final de la que más vale no hablar mucho. Cada secuencia de ‘Hunger’ está bien pensada, es pertinente, contiene una emoción verdadera y accesible. Una de ellas resulta tan escalofriante que, cuando veáis la película, si no la habéis visto ya, sabréis a cuál me refiero. Es física, impactante, a menudo intolerable, hipnótica. Puede que, a veces, el preciosismo no le siente demasiado bien. Pero lo que importa es que Hunger es el mejor cine político que se puede encontrar, siendo muchas otras cosas al mismo tiempo, y de su realización y guión (sobre todo de éste último) se puede aprender muchísimo. No en vano, me la tragué varias veces.

El famoso plano de 'Hunger'.


Películas clásicas.

a) I Vitelloni. Me resulta difícil hablar de una película de Fellini que me vuelva tan loco como ésta y no agotar esos adjetivos que tanto me gustan y que tanto les gustaba a los tertulianos de ¡Qué grande es el cine! (‘maravilloso’, ‘portentoso’, ‘un blanco y negro prodigioso’). En el mejor Fellini, todo es tan real y tan excesivo como la vida misma. Hay material abundante para sentirse identificado con todos los personajes de esta crónica, desde el más crápula al más circunspecto. El más odioso, cómo no, es Alberto Sordi, aunque protagoniza una escena de travestismo y ebriedad muy ridícula con la que es imposible no comprender la tremenda fragilidad de su personaje. El cine italiano solía regalarnos a esos padres que pegan con el cinturón a sus hijos de treinta años, esa separación tan estricta y encantadora entre la ingenua y la puta, ese milagroso retrato hiper-realista de la juventud y, como sólo podían haber ideado Fellini o Rosellini, un inesperado apunte sobre el submundo (en este caso, el submundo homosexual, representado por un viejo actor de provincias que intenta llevarse al dramaturgo Leopoldo a lo oscuro). Corona la película un final tan impagable y tan cercano a mi realidad actual que no pude evitar uno de esos patéticos temblores de boca.

b) Leave her to heaven. Este es el primer melodrama de John M. Stahl que veo, y no podía haberme divertido más. La madre del ochenta por ciento de los telefilmes actuales, Leave her to heaven o ¡Que el cielo la juzgque! es la historia de una psicópata ejemplar que no puede controlar el peligroso caudal de su amor. Hay dos escenas de villanía que, lamentablemente, ya conocía de antemano. Pero una cosa es conocerlas y otra muy distinta es ver a una ultra-maquillada Gene Tierney poniendo caras. La película salta de una mansión lujosa a otra, ahorrándonos con bellas tarjetitas explicativas los trastornos del desplazamiento. En cada uno de estos escenarios se llevan a cabo unas cuantas fechorías veladas. Yo prefiero, sin duda, el primero de ellos, por ser una introducción de personajes y de conflictos muy taimada, perfectamente expuesta, y tan saturada de color como una macedonia de frutas. La (inagotable) galería de vestidos e interiorismo tronchante ha convertido a esta película en una favorita del cine de sensibilidad homosexual, el destino de casi cualquier melodrama de la época. Es una pena, porque el espectador viril también puede hallar mucho disfrute en esta obra de arte sobre la maldad en su estado más frívolo.

La malvada Gene Tierney se esconde tras literatura barata.


c) The Ox-Box incident. Amo el western en blanco y negro de los años cuarenta, especialmente el que está escrito por Lamar Trotti y dirigido por William A. Wellman. El resultado de esta colaboración se puede rastrear en ‘Yellow sky’, una película expresionista de alto e indisimulado contenido sexual, y en ésta que nos ocupa, más ocupada en servir de telón de fondo a la Segunda Guerra Mundial. The Ox-Bow incident es la historia sencillísima de un linchamiento. Un par de forasteros llega al saloon de rigor, piden whisky, se enteran de los cotarros y se pelean un poco. Entre medias, un chiste a costa de un cuadro erótico que cuelga sobre la barra (la seña de identidad de Trotti). En la siguiente secuencia, todo se precipita ya hacia el nudo, que es la persecución y acoso de tres inocentes que resultarán víctimas de un fanatismo pocas veces visto en el cine. La subtrama amorosa apenas importa y podría haber sido eliminada del montaje final. De hecho, son los errores en la edición los que perturban uno de los clímax más importantes de la película. Ignorado eso, The Ox-Bow incident es la perfección en setenta minutos, la gloria narrativa del western en su vertiente más humana, con un impresionante Henry Fonda, al que da gusto verle beber whisky, y un sorprendente Anthony Quinn, rezando el Padre Nuestro más desastroso de la historia. Como regalito, unas cuantas perlas de ironía homosexual. Puede parecer que me lo invento, porque no hago más que hablar de homosexualidad latente, pero os invito a que me lo rebatáis. Toda explosión de hombría viene acompañada de su contrario.

Un plano sobrecogedor en 'The Ox-Bow incident'.


También he vuelto a ver dos películas de Dreyer, pero yo de Dreyer no sé hablar. Dudo que todo este desvarío tenga algún interés, pero como responde a una necesidad personal, me da igual. Harto decir que fui muy feliz en la compañía de estas películas y de mi garrafa de agua. No hay prácticamente nada en el mundo que me haga tan feliz.

Sergio. 17/06/09.

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