viernes, 26 de junio de 2009

LXX. El fin del mundo.



Nuestra civilización, de acuerdo al calendario maya, terminará el 21 de diciembre de 2012, al finalizar el decimotercer y último ciclo de 144.000 días que la han compuesto. De todas las predicciones famosas, la de los mayas es la menos estúpida y la más apasionante. La saco a colación debido a la consternación nepalí a tenor del cambio climático. Las lluvias no llegan cuando deberían, lo cual es una tragedia para una población que depende económicamente de un monzón en condiciones. Una humedad pegajosa e irrespirable (aunque nada comparada con la india) se prolonga indefinidamente, agotando muchas paciencias y expectativas de futuro. ¿Qué alimento tendrán más de la mitad de las familias nepalís si la lluvia dura, pongamos, un mes, y no cuatro? ¿Qué agua potable, si viene toda de las nieves cada vez más escasas del Himalaya? Un jaleo. Y ahí los tienes, tan majos, con ese optimismo radical que les caracteriza, silbando el último hit popular mientras sus casas se caen a pedazos y los perros que las vigilan tiemblan y babean en el suelo con la rabia azotando sus entrañas.

Cuesta verle el lado mágico a Kathmandu. Hay que hurgar demasiado dentro, tolerar demasiado ruido, respirar demasiada inmundicia… Una vez superas eso y te acostumbrar a salir regularmente de tu guarida, puedes encontrar cosas sorprendentes. La mayor parte de las viviendas se agrupan alrededor de patios interiores, normalmente reducidos, en los que no falta el altar hindú y el stupa budista, y en ocasiones también la fuente, aunque lo más normal es que haya que ir a buscar el agua a los lavaderos públicos. Apenas llegan ruidos e intromisiones de las calles principales, con lo que el patio se convierte en el núcleo ideal para el cotarro vecinal, la confesión amorosa entre quinceañeras, el juego infantil exento de peligro de atropello, la exclamación tranquila de la vida comunal. Entregarse a hacer un top ten de patios por la ciudad vieja de Kathmandu es apasionante. A veces hay que cruzar negras galerías para llegar a ellos, pero el asombro puede ser mayúsculo, porque hay templos, fachadas y ventanas que permanecen completamente vírgenes y sumidas en el abandono, a pesar de su belleza admirable.

Típica entrada a un patio 'newari'.


Patan, en cuanto a patios, se lleva la palma. Se trata de otra ciudad, separada de Kathmandu por el río Bagmati (tan nauseabundo que nadie diría que es sagrado, el agua es del color del petróleo), tan solo dos kilómetros al sur de la capital. Patan era un antiguo rival antes de la unificación del valle de Kathmandu, como también lo era Bhaktapur, y ambas tienen su Durbar Square o plaza real alrededor de la cual se arremolinan los templos y palacios. La de Patan es impresionante, pródiga también en esculturas eróticas, y alberga un museo en el que merece la pena pasarse un día entero, por lo menos si eres como yo y te quedas veinte minutos sentado delante de cada pieza, mirando todos los recovecos y amortizando tu entrada. El resto de visitas al aire libre se pagan, teóricamente. Yo no tenía ninguna intención de hacerlo, como es natural, no tanto por la oposición hipócrita de los hippies a aportar dinero a la corruptela nepalí, sino porque soy un rata, y punto. Hay un par de lugares estratégicos por los que colarte. El lado malo es que si eres un buen turista y has abonado tu consumición de cultura, te ponen una pegatina en la solapa para identificarte. Yo no encontré ninguna de esas pegatinas en el suelo, así que me escabullí entre los viejos locales para pasar desapercibido. Nada muy arriesgado, allí nadie se entera de nada.

Soy poco receptivo al misticismo budista. Por supuesto que gocé mi visita a la colina de Swayambhunath, donde los stupas y los monasterios se multiplican prodigiosamente bajo las banderas oratorias. Pero me quedé más pendiente de los monos que de otra cosa. Los monos son fascinantes. Los monjes también, a su manera. La religión, de tan hinchada y grotesca, puede llegar a saber como un Nescafé.


Hay muchas cosas que no he visto del valle de Kathmandu y ya me tengo que ir. Muchas. La culpa la tuvo una diarrea, mucho menos apoteósica que las anteriores, pero igual de cansina. La citada Bhaktapur, Bodhnath o el famosísimo (aunque no dejen entrar a los no-hindúes) templo de Pashupatinath, es decir, Siva en una de sus encarnaciones pacíficas. Grandes pérdidas. Pero la más grande, sin duda, es Sagarmatha, el hogar de esos bárbaros sherpas que se comen la carne con piel y todo… y cómo no, el hogar del Everest. Para todo ello hace falta tiempo (mucho más del que se piensa), dinero, actitud ociosa y tranquila. No dispongo de todas esas cosas, a pesar de haber previsto unas semanas más en Nepal. Y es que me han escrito desde Delhi, y al menor indicio de trabajo bien remunerado he de movilizarme.

Fui a la graciosa embajada india de Kathmandu sin saber muy bien qué esperarme de aquella burocracia escondida en un callejón. Madrugé mucho y me convertí en el primero de la cola durante los dos días, no sin verme obligado a defender mi puesto delante de un puñado de indecorosos occidentales. Desde las cinco a las diez de la mañana hay tiempo de sobra para hacer un análisis pormenorizado de todos los tipos de hippies. En el lado de las mujeres, están las madres, ésas que se sacan la calceta del bolso, comparten su fruta contigo y parecen movidas por una bondad a la que es difícil encontrarle el truco. Casi siempre tienen un novio, el Jesucristo, macho nórdico de barba amarilla y mirada angélica tras la cual se esconde un tirano. Las madres no andan solas por ahí. Luego están las zorras, de las que hay muchas, pero no tan variadas. Se las ve venir de lejos. Tienen un discurso siempre en la punta de la lengua y un atributo femenino a la vista. Son las típicas que te piden un bolígrafo e intentan quedárselo porque son guapas y guays. No hace falta ser hippie para eso, pero las zorras son ultra-mega-solidarias a la par que turbias, piden taxi para ir a los sitios, sólo beben café orgánico, cenan filete con patatas y piden porros a las víctimas masculinas que son lo suficientemente bobos como para creerse que su memoria afectiva funcionará a largo plazo. En el punto intermedio, están las enfadadas y los enfadados. Éstos pueden no hacer gala de su nombre a simple vista, puesto que son unos escuchas magníficos y explayan una amabilidad que bordea el ridículo… pero si les tocas los cojones verás el ejecutivo que llevan dentro. Está claro que los enfadad@s querían ser una madre, una zorra y un Jesucristo y se quedaron a las puertas. No siempre se puede ser el discípulo amado.



El señor de la ventanilla de inmigración llevaba una mascarilla que le tapaba todo el rostro, dejando entrever unos ojos tan malignos como pequeños. El primer día no me hizo preguntas. El segundo, me dijo ‘acabas de venir de India’, ‘Sí’, ‘Y ahora te vuelves’, ‘Sí’, ‘Solicitas entrada múltiple’, ‘That’s right’, ‘That’s not right’, ‘Oh’, ‘India es muy grande, no tienes por qué salirte de allí, te doy una única entrada, y punto’. Yo tenía miedo de que no me dieran ni tres meses, pero me han vuelto a dar seis. ¿Qué más me da que no me den entrada múltiple? Ya habrá tiempo para Nepal en los tres años y medio que quedan antes de que se termine el mundo.

Así pues, hoy dejaré el magnífico Hotel X donde vacié mis intestinos, vi la CNN (y una serie de pseudo-filmes de bajo presupuesto tronchantes; en una de ellas, un negro inmenso cogía un teléfono y decía ‘Hello mafia? Yes, mafia. Very well, mafia’), y charlé de banalidades con el borrachuzo escritor suizo. Mención aparte merece el dueño, del que ya os hablé, y que el otro día me contó cómo un dios intentó matarle por no ir a entregarle flores. Os dejo un par de clásicos horripilantes de la propaganda que me han hecho reir a más no poder. Abandono Nepal con mucho optimismo, y espero que mis próximas noticias desde Delhi tengan tino y sepan a estabilidad. Salud.




(Nota: ¿habéis saltado la hoguera por San Juan? Obviamente, dejé a mi querido Manu sin celebrar el fuego a golpe de queimada. Descubrí la magia del solsticio de verano al leer, como buen escolar, ‘La dama del alba’ del señor Alejandro Casona. No recuerdo mucho de la historia; sólo sé que me inspiró a la hora de escribir la que yo, en mi ignorancia, califiqué como ‘mi primera obra de teatro seria’. Se llamaba ‘Cuervos de invierno’ y sólo mi hermana la leyó. Evidentemente, no pudo obviar el hecho de que aquello era ‘La dama del alba’ trasladado a una fecha navideña, pero con el espíritu intacto de San Juan. Qué mala era. La obra, no mi hermana. Pobrecilla. Qué paliza de texto tuvo que leer).

Sergio. 26/06/09.

No hay comentarios: