martes, 2 de junio de 2009

LXIV. El bambú, al agitarse con el viento, hace ‘tttttppp’.



Hola, amigos y amigas. En episodios anteriores de ‘Miss Kalashnikov’:

(Música de suspense insostenible).

- ¡No hay manera de ir a Kolkata hasta el 10 de junio, que es cuando termina mi visado!
- Mi carácter es proclive a perder un tiempo precioso en pensamientos atormentados.
- Cuando pueda levantarme de la taza del váter, iré a Nepal.

Podría haberme quedado, muy a gusto, en la taza del váter, pero no era plan. Así que cogí el autobús a la frontera y empecé a codearme con nepalíes. Mi compañero de asiento me regaló una mascarilla para la polución, lo cual fue todo un detalle. Otro compañero, el de la fila de al lado, estaba empeñado en que yo fuera su hermano pequeño. Deshacerme de él me costó un huevo. En el camino, los militares nos pararon dos veces y me hicieron abrir la maleta para demostrarles que no llevaba conmigo drogas, ni explosivos, ni discos de Soraya Arnelas. Esta intrusión indignó a casi todo el autobús, pero de una forma discreta. A la noche, el conductor puso música a toda hostia, supongo que para no quedarse dormido, y yo viví las horas restantes de viaje en una especie de vigilia alucinatoria influida por el calor, las terribles caravanas de camiones y el aroma a musical psicotrópico que surgía del lector de CD. Menos mal que tenía mi nueva mascarilla conmigo.

Banbasa es uno de los pueblos fronterizos con Nepal, apenas una calle principal muy de western, con sus hoteles, saloons y catres de madera. Un carromato tirado por un caballo nos llevó hasta el otro lado, cruzando un bosque bastante atípico y sucio. Es curioso cómo esa sensación de que todo está invadido por las bolsas de plástico desaparece en Nepal. Mahendanagar, el primer pueblo con el que te topas una vez cruzada la serena y bellísima frontera (la hora del amanecer tuvo mucho que ver), es un núcleo urbano igual de destartalado, pero sorprendentemente limpio. Ni siquiera las heridas de la insurgencia maoísta parecían alterar una armonía desconocida para mí. Me aventuré en el interior de un hostal barato y vi por la tele la victoria del Barça en la Champions. Luego vi cinco minutos del show de Benny Hill en una cadena local y me quedé profundamente dormido.


Unas horas antes de Mahendanagar me había topado con un jovencito de mi quinta, dientes destrozados por el tabaco de mascar y gesto cansado, un chico que se movía por la caseta de inmigración como Pedro por su casa. Le pregunté, derrengado, ¿sería posible utilizar el cuarto de baño? (seguía cagándome, evidentemente), a lo que él contestó, claro que sí, es tu cuerpo, no el mío. Ese fue el comienzo de una coreografía de visitas al excusado y trámites de visado que terminó con el muchacho, Kesab, planificándome un alto en el camino en el pueblo de Bardia. Yo no estaba muy convencido, pero el caso es que necesitaba pasar unos días en un sitio tranquilo donde pudiese hacer mis lavativas a gusto, y poco puedo hacer en Katmandú hasta el once de junio, que es cuando debo renovar mi pasaporte a la India. Así que cogí otro autobús a la mañana siguiente y me dirigí a un incógnito y estimulante nuevo destino en la desconocida geografía nepalí. Kesab, que venía conmigo, apenas me dio conversación. El viaje se hizo, de esta forma, muy ameno, a pesar del increíble número de mujeres que se subían al autobús con los ojos inundados en lágrimas (Kesab decía que a las pobres les daba mucha pena despedirse de sus familiares, pero las tías se tiraban horas con la llantina). En una ocasión, los militares nos hicieron bajarnos del techo del autobús, algo completamente estúpido, pues todo el mundo viaja en el techo. Por alguna razón en especial, no soportaban ver a un blanquito ahí arriba, o tal vez querían demostrarme quién mandaba allí.

Estas chicas son de traka; te las topas en todas partes.

Nepal es ligeramente caluroso durante el día (al menos en las llanuras del sur, el llamado Terai) y bastante frío por la noche. En general, es un lugar de clima soportable, casi benigno, y el paisaje es radicalmente distinto al de la inmensidad desértica del norte de India. Arrozales del color de la lima y un suelo fértil se extienden a ambos lados de la autopista, que no es más que una carreterilla mal asfaltada. Por su parte, los nepalíes son unos seres risueños de piel morena y ojos rasgados. De todos los que he conocido hasta el momento, un tal Jack me ha llamado la atención de forma poderosa. Se trata de un jovencito con un altísimo concepto de sí mismo, tan alto que ni siquiera resulta arrogante. Empezó limpiando letrinas a los diez años, y con veinticuatro ya mantiene a gran parte de su familia y paga la educación secundaria de algunos vecinos de la zona, lo que no quiere decir que le sobre dinero para comer. Sabe muy bien cuáles son los vicios de su país, entre los que él condena, especialmente, a una clase media psicológica y peligrosamente anclada en un pasado glorioso. Le enerva, claramente, que sólo los funcionarios del estado reciban pensiones en Nepal. El resto se entregan a los créditos bancarios durante toda su vida. ‘¿Y qué tenemos cuando llegamos a viejos? Deudas. ¿Y qué hacemos entonces? ¿Suicidarnos?’. Este comentario me trajo a la memoria el suicidio del hermano mayor de Irumban, y la multitud de sogas escondidas entre las ramas de los árboles de Kerala.

Bardia es un regalo que te da la vida, y es difícil experimentarlo de otra forma. La sensualidad de este pueblo remoto y salvaje no tiene siquiera comparación con mis días en Kerala. En una aldea muy parecida a la de ‘El libro de la selva’, los tharu viven plácida y miserablemente en sus resistentes chozas de adobe, con sus búfalos, sus cerditos y una generosa naturaleza que les asiste y les destruye. El nuevo turismo enfocado al Parque Nacional colindante ha traído un mínimo de prosperidad y muchas rencillas económicas entre los vecinos. Esto no es visible, pues la impresión general es la de estar flotando en un paraíso demasiado exuberante como para ser real, donde la gente apenas susurra un ‘Namaste’ y los caminos son engullidos por el indescifrable diálogo de los pájaros y los rugidos lejanos de los elefantes. A la noche, las luciérnagas extienden el brillo del firmamento por toda la tierra. No hay un solo momento que no sea mágico.


Fui la única persona en una delicada línea de cinco chozas enfocadas al turismo. Regateé un poquito y mis días allí resultaron económicos a la par que silenciosos, si bien nadie perdió la oportunidad de ofrecerme mil visitas guiadas para ganarse algún dinero. Es lógico. No obstante, cuando llegué tenía otros intereses en mente. El primero era recomponer mi estómago. El segundo era retomar la escritura después de un mes algo rancio. Esto último me ha traído nuevas alegrías, ya que la impresión de vivir en un western nepalí me ha hecho enfocar mi historia en unos cánones narrativos más clásicos. Es divertido, es posible, pero todavía me siento muy inseguro al respecto. Por otro lado, la chavalería de la zona me subyugó desde el primer momento. Juntos compondrían un gran formato televisivo, ‘Sexo en Nepal’, en el que las confidencias picantes de un grupo de voraces muchachos harían chillar de espanto a Carrie Bradshaw. Comparados con éstos, mis amigos del Teto’s Brothers Club parecen monjas ursulinas, aunque la vivencia nepalí del sexo sea muy medieval. Los tharu follan como descosidos, a poder ser dos o tres veces por noche, con quien sea (joven, casada, vieja) y en todo tipo de circunstancias oscuras. Las discusiones giran en torno a qué nuevo prostíbulo han abierto en las cercanías. La religión no parece ser algo tan coercitivo, aunque la proximidad de la jungla es una influencia evidente. Todos hablamos como los pájaros que viven a nuestro lado. Es lamentable que yo no tuviera chistes verdes que compartir con ellos, aunque intenté corresponder su simpatía con alguna mentira absurda. Me encantaría vivir en Bardia, si no fuera porque Kesab y compañía son peores bebedores que Kiran y compañía y acabarían forzándome a alternar en un ‘massage house’, algo a lo que casi ningún varón nepalí, me temo, es ajeno.

En las últimas noches hubo fiesta en otro de los albergues circundantes, una de estas ocasiones en las que un hostelero avispado invita a los juglares ebrios de la zona para entretener y estimular la condescendencia de los turistas. Allí conocí a dos playboys franceses, mortalmente aburridos, bellos, traicionados por sus pretensiones. Ambos estaban muy interesados en dos chicas chilenas. A mí me dejaban hablar con la fea, pero sólo un poquito. Qué asco de gente. Cuando me refugié con los nepalíes (agazapados con sus cervezas en una sombra del jardín), éstos no paraban de hablar de lo detestables que son los occidentales cuando vienen y alardean de lo mucho que saben de la jungla. Ciertamente, es muy patético. Este tipo de experiencias me hacen todavía más insensible al trato con los turistas. Si me encontrase con algún ser medianamente humilde, no con trovadores-intelectuales-deportistas ostentosos-sociatas de palo, otro gallo cantaría. Por ello y por otras cosas, creo que estoy perdiendo la facilidad de palabra. Últimamente sólo pienso en lo que podría escribir y ya no hablo nunca. Creo que ya no sé hablar. Aunque tampoco ando muy fino con lo de escribir. La triste verdad es que no tengo nada que decir.

Eso le dije a mi guía, Hukum, cuando caminábamos por la selva. ‘Lo siento, debo ser muy aburrido’.Esto es la selva, aquí no se habla’ me respondió. Avistar animales es algo mucho más sobrio de lo que pensaba, en tanto que no vale con caminar por la jungla hasta que algo te salga al paso, sino que hay que sentarse y esperar durante horas. Hukum me hizo memorizar todas las cosas que debía hacer si me topaba con un tigre, elefante o rinoceronte. Me pareció bastante sencillo, aunque no me veía yo muy ducho a la hora de escalar árboles. La selva de Bardia es insultantemente verde y violeta a primera hora de la mañana, y el sol del mediodía hace dulces estragos de luz y sombra hasta el apogeo de la hora rosa. Subidos a uno de los muchos árboles imponentes de la zona, esperamos el baño del tigre bengalí, ocultos entre las ramas. No hubo suerte. El rey de la jungla asiática es esquivo y altamente peligroso (en Sunderbans, en la frontera con Blangadesh, hay una víctima anual por cada tigre). Incluso los que trabajan aquí no han estado a menos de diez metros de un ejemplar, salvo Hukum, que sí se las tuvo que ver con uno (típica historia de fogata; cuánto hay de verdad y cuánto de invención es irrelevante). Lo que sí vi fueron unos cuantos rinocerontes, un animal que los nepalíes no se cansan de definir como ‘estúpido’. A mí me fascinan, lo que no es no de extrañar, ya que me fascina casi todo. También vi monos langures, elefantes y cientos de cervatillos quejumbrosos. Entre medias, me eché una siesta maravillosa a la vera del río, tirado en el polvoriento suelo, todavía digiriendo el plátano más enorme del mundo.


Este post me ha salido muy largo, pero es que aquí no hay coberturas, ni Internet, y había cotarros que exponer. En mi recorrido a la capital, he llegado a Tansen, un pueblecito muy medieval en las ¡por fin! faldas del Himalaya. Llegar aquí fue un tanto infernal. Cuando coges un autobús en Nepal, no sabes a qué hora vas a salir (porque el trasto tiene que llenarse hasta la bandera; de lo contrario, no sale) ni a qué hora vas a llegar (hay muchas paradas temáticas: la de fumar, la de conversar, la de comer, la del té, la de cagar, la de porque me da la gana). Menos mal que viajar en el techo es una experiencia única, tal vez demasiado estridente como para asimilarla en poco tiempo.

Salud y cañitas frescas.

Sergio. 03/06/09.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué curioso! La semana pasada tuve un remember en Youtube con Beni Hill, pero claro en este caso voluntario :P
Chiste malo (estoy de examenes)
Si el bambu hace ttttpppp al agitarse con el viento ¿Qué hace cuando sale por la tele?
Tttttpppp ddddeee ooooroooo.

Me merezco una patada en el culo, lo se.
Besos y disfruta de tu estancia en Nepal, qué envidia, pero sigue contando cositas de los nepalis, que tengo curiosidad.

Anónimo dijo...

Ela, eres más grande que la más grande. Acabo de conocer a un inglés que dice que los indios sólo pueden compararse a los animales. Quise hacerle comer el cenicero..

He ido a correos dos veces, pero como no sé en qué día vivo fui las dos de sábado.

Me gusta tu humor, incluso cuando no lo entiendo, que ahí está la gracia, por otra parte.

Un besazo.

Sergio.

Sergio.