miércoles, 16 de junio de 2010

145. El ascenso meteórico del pimiento rojo.


Hola amiguitos.

El pimiento rojo ha subido a la escandalosa cifra de dieciséis dólares con noventa. Todos en Garden Organics estamos indignados y encendidos de ira. ‘This is an outrage’, susurraba mi ama de casa favorita mientras contaba sus monedas. Pero la vida sigue, y con ella los globos propagandísticos que surcan el cielo de Melbourne a las siete de la mañana, las lápidas y obeliscos del cementerio, la parsimonia del tranvía bajo un cielo gris opaco, Matt, Snooze, Wayne, Karen, John…

La terriblemente divertida Penelope Anne Harris me llevó de excursión en el largo fin de semana del Queen’s Birthday. Tuve que pedir un día libre en el mercado, pero después de tres meses creo que ya me tocaba hacer algo de turismo. Y vaya si lo rentabilicé. No sólo nos las apañamos para hacer mil kilómetros de costa y montaña en tres días y sin la típica sensación de fatiga, sino que koalas, canguros, pingüinos y ballenas nos salieron al paso, recordándonos lo amplio y sorprendente que puede llegar a ser este país.

En el lector de CD sonaban Blondie, Sufjan Stevens y Don Bryant. A nuestra izquierda, una de las costas más espectaculares del planeta. La Great Ocean Road empieza a unos cien kilómetros al sur de Melbourne, pasada la ciudad provincial de Geelong y la famosa Bells Beach, donde se rodó la escena final de “Le llamaban Bodhi”, aquella película surfera tan en boca de todo el mundo a principios de los noventa. (Nota: Geelong cuenta con un equipo de fútbol muy resuelto, los gatos de Geelong; me he hecho tan fan que he cometido el sacrilegio de pasarme de Collingwood a Geelong en un abrir y cerrar de ojos; como todos me habían advertido en el mercado, uno nace en Collingwood, pero no se hace; Geelong es un buena opción, y aglutina las simpatías todos los forofos que no tienen a su equipo local en la primera división; por desgracia, el doctor Jeremy Moss me odia desde que traicioné a Collingwood, pero es el precio que paga el ignorante en cultura deportiva autóctona). Pasados los primeros pueblos costeros, con su razonable mezcla de chabacanería y encantos naturales, la GOR se mete en unas curvas imposibles que fueron asfaltadas tan solo a mediados de siglo, con la vista puesta en el turismo del futuro. El mar de Tasmania, en invierno, mezcla oleajes de verde coralino con un azul furioso que me recordaba al salvaje Cantábrico. Una espuma cegadora se negaba a abandonar los riscos y acantalidos más hermosos que he visto nunca.

Penny y yo paramos en Kenneth’s River para ver koalas. El éxito es casi asegurado. Uno tiene que conducir lentamente por una carreterilla de montaña bastante accesible y poner atención en cualquier círculo peludo y gris que vegete inamovible entre las ramas de un eucalipto. Vimos decenas de ellos. El más gracioso fue uno que descendía por un tronco muy próximo al camino, casi en la cuneta. Es difícil verlos bajarse del árbol porque los koalas están siempre colocados y apenas abandonan las alturas (la hoja de eucalipto tiene un efecto narcotizante; siendo como es su base alimenticia, uno puedo imaginarse cómo discurre la vida de un koala). El especímen, justo al posar sus pezuñas en el suelo, se puso a mear y a cagar al unísono. Diez interminables segundos después, su cabeza giró con lentitud para dedicarnos una mirada de desprecio antológica. Ese movimiento de cabeza rivalizó con el de Linda Blair en ‘El exorcista’. Desde que me enteré que un porcentaje muy elevado de koalas son portadores de la clamidia y que casi todos ellos contraen enfermedades venéreas, no es desaventurado considerarlos como una de las especias animales más viciosas y encantadoras que existen. Pero no tan encantadoras como los canguros, desde luego. Éstos se llevan la palma.

Penny se enfureció al ser incapaz de mostrarme erizos autóctonos o, en su defecto, su animal preferido, el wombat. Nunca había oído hablar de él, pero es tan ridículo que tengo que recurrir al buscador de imágenes para convertiros en incondicionales de esta “cosa”.





Varios koalas, canguros y ramalazos de bosque tropical después, Penny y yo llegamos a los Doce Apóstoles, el enclave más famoso de todo el Great Ocean Road. Justamente famoso. A lo largo de cincuenta kilómetros de litoral costero, la erosión verticaliza y pule una cadena de acantalidos naranjas de trazado imposible. Aunque nos tocaron días nublados, eso no restó un ápice de espectacularidad. Los apóstoles son rocas, unas más fálicas que otras, que fueron separadas de la costa hace ya miles de años y todavía surgen del mar como sueños inestables. A eso de las seis de la tarde, cuando ya es casi de noche en este invierno austral, un par de familias de pingüinos surgen como sombras de entre las olas y se apretujan a pocos metros de la orilla para pasar la noche. Sí, pingüinos. En Australia. El mismo país que tiene millares de cocodrilos en su extremo norte.

Los Doce Apóstoles (bueno, ahora sólo quedan seis en pie).


Los Doce Apóstoles presume de corrientes marítimas y por ello tiene un historial infame de naufragios. Penny, que es una gran contadora de historias además de una caminante incansable (bajamos mil veces a pequeñas calas donde, en temporada alta, se producen montajes de ‘La tempestad’, esa obra shakesperiana a la que ‘Lost’ tanto le debe), me puso al corriente de un naufragio especialmente terrible con sólo dos supervivientes, los jóvenes Eve (de clase noble) y John (de clase obrera). La sociedad de finales del siglo diecinueve se enamoró de esta historia y esperaba que los dos afortunados que surgieron de las aguas contrajesen matrimonio. Pero Eve, que había perdido a toda su familia en el hundimiento, sólo quería volver a su Irlanda natal. Penny y yo jugamos a ser John e Eve y corrimos absurdamente sobre la arena, pretendiendo que nuestro pelo estaba lleno de algas y salitre. Penny insistía en ser John, y como es abogada no me deja mucha opción y tengo que acabar cediendo. Con ella siempre me toca ser la mujer.

Una historia más reciente es la del London Bridge, una roca que, cuando estaba unida a la costa, se asemejaba al aburrido monumento británico. El día de 1990 en el que esta roca cedió a la gravedad, una pareja de australianos estaba justo en uno de los lados del “puente”, quedando inmediatamente atrapados en una recién formada isla. Nada que un helicóptero no pudiera solucionar. Sin embargo, en uno de esos giros irónicos del destino, la prensa y la televisión nacionales decidieron darle una cobertura exagerada al suceso, con lo que se descubrió que el hombre y la mujer atrapados en la isla eran amantes, no marido y mujer. No sólo sus familias sino todo el país se enteró de su infidelidad, y estoy seguro que a día de hoy todavía maldicen esa puta roca.

Y por si no hubiéramos tenido suficientes encantos antárticos a lo largo de la Great Ocean Road, la traca final vino con un par de ballenas que acababan, seguramente, de llegar de su migración desde las costas argentinas. No suelen aparecer hasta el mes de agosto, pero ya sabemos que el mundo, sus estaciones y el clima que las condiciona han cambiado irreversiblemente. Estas ballenitas tan majas hacían bfffffff y pffffffffff y shhhhhhhhhhh. Penny y yo las perseguimos hasta donde la vista nos alcanzaba y, acto seguido, gritamos ‘whale!’ como gilipollas durante las siguientes dos horas de carretera con dirección al parque nacional de Grampians (o Garidwer). Allí dormimos en una caravana muy setentera donde el frío esculpía bellas figuras con nuestro aliento. Poco había que hacer, ya que el radiador eléctrico no desfiguraba mucho la temperatura ambiente, así que nos metimos en sendas camas (por llamarlo de alguna forma), completamente abrigados, y leímos el periódico y las noticias del Mundial de Fútbol como dos abuelillas mientras los sonidos del bosque nos recordaban que la noche sería larga e incómoda.

De Garidwer, una de las atracciones estrella del estado de Victoria, vi más bien poco. Por suerte, una panorámica muy afortunada me dio la idea general de este impresionante lugar del mundo: montañas salidas de la nada en inclinaciones sorprendentes, regalando al mundo unos perfiles rocosos que uno podría mirar sin descanso hasta el final de sus días. Australia y sus rocas. Cuántas veces os he hablado de ello y qué poco he conseguido decir. Muchas veces el paisaje es mortecino, de atmósfera inerte (reducto de los incendios que sufrió el sur del país durante la última década), y el elemento natural más vivo de todos es, paradójicamente, la roca, con una sinuosidad y una textura humanas capaces de crear la ilusión de ciudades con sus habitantes, sus dirigentes, sus defensores y sus víctimas.

Entre roca y roca, eucalipto y eucalipto, Penny y yo discutíamos y mi inglés se veía nuevamente forzado a ser más preciso, algo que no siempre es posible y que me impide hacerme entender de la forma en que me gustaría. El tema de la controversia era el arte rupestre aborígen. Le conté a Penny que había visto pinturas en Kakadu que no estaban señalizadas o que no venían indicadas como parte de la muestra turística que se ofrece al hombre blanco. Ella dijo que no debería haberlas visto. Creo que no entendió bien que, a menudo, no era cuestión de verlas o no verlas; uno intenta atrapar en su memoria toda la belleza que tiene en derredor, y no puede impedir toparse con aquello a lo que su curiosidad o su atención le guían. Si hubiera tenido una conversación previa con un aborígen, mediante la cual me hubiese explicado que por motivos religiosos y culturales yo no estaba preparado para ver esas pinturas, tal vez no hubiese hecho lo que hice. No lo sé ni lo sabré. Lo que Penny intentaba decirme es que el respeto de unos valores culturales no puede ser tomado a la ligera, y que no siempre podemos verlo todo. Y tiene razón. La muy cabrona tiene razón casi siempre. Los aborígenes australianos preservan el sistema cultural más antiguo del planeta (más antiguo que los de las civilizaciones mesopotámicas y egipcias), un legado de ritos y expresiones artísticas y concepciones filosóficas que sobrevivió ni más ni menos que a la Edad de Hielo y, más recientemente, a la mortífera invasión británica (aunque ésta última ha hecho todo lo posible por destruirla y casi lo ha conseguido). Muchos aborígenes no llegan a estar nunca preparados para entender todos los misterios de su cultura, ocasionalmente cristalizados en la pintura que persiste bajo las rocas de Australia. Mucho menos el hombre y la mujer que lo observan todo desde la periferia, que no pertenecen ni pertenecerán nunca a ese universo tan necesariamente hermético. Mi énfasis siempre se ha volcado en acceder a lo más escondido y lo más remoto, sin pararme a pensar no ya en las consecuencias, sino en la oportunidad. Carácter imprudente de conquistador. “No podemos verlo todo”.

Penny y yo volvimos de nuestro viaje con los deberos hechos, la sonrisa puesta, la música de Gillian Welch y un atardecer rosa sobre los campos, las ovejas, las granjas, los pinos de Victoria. Recuerdo una sucesión de imágenes que me seducían por su extraña perfección. Dentro del coche hacía un calor falso y reconfortante. Al día siguiente volvería al mercado, volcaría varias cajas de manzanas al suelo y me rascaría la cabeza preocupadamente como en mis mejores épocas. El pimiento rojo volvería a subir. El miedo a equivocarme y a no gustar a la gente a la que quiero serían una triste constante, poco a poco disipada por el efecto balsámico del viaje, del camino. Pero en ese coche, recogido por la generosidad de Penelope, abrazado por la luz que moría en gritos de color a nuestras espaldas, estuve todo lo presente que puedo llegar a estar, y fui muy feliz. Salud, amigos.





Sergio. 16/6/10.

1 comentario:

Maestrando dijo...

"..y fui muy feliz"
..y que lo sigas siendo..!