viernes, 6 de mayo de 2011

216. Existen derechos humanos para tener derechos sobre los humanos.



Osama ha matado a Obama. Hoy el mundo es un lugar más seguro. Hillary Clinton se lleva las manos a la boca. No se lo puede creer. Nosotros tampoco. Hay que ser muy ingenuo para creerse, en primer lugar, que Osama Bin Laden existió realmente. Pero, ¿qué sucede? La gente brinda por la muerte del moro y toca el claxon. Oh. Se supone que debemos creérnoslo. Se supone que debemos creernos la búsqueda infructuosa de diez años (una fantasía pésimamente orquestada para venir de una super-potencia). Se supone que debemos ignorar el acero derretido y los puntos de ignición de mil cien grados centígrados en los sótanos de las Torres Gemelas y las muestras verificables del explosivo Thermite, porque los estados no asesinan con impunidad, no, qué va, sólo los terroristas barbados que se rebelan contra los estados, aunque, bien pensado, ni ‘estado’ ni ‘terrorismo’ son palabras que designen aspectos concretos de la realidad, más bien sendos agujeros para ser llenados con ideas oportunistas y perezosas.

Vaya. Cuántas cosas hay que creerse y cuántas cosas hay que ignorar para llegar al punto en el que el mundo es un lugar más seguro, y más reaccionario, y más imbécil. En un mundo de ficción donde sólo tiene sentido escuchar los diálogos novelescos entre Guardiola y Mourinho (los de sus vasallos no son tan interesantes, ellos son puro músculo para el circo), el asesinato a sangre fría de Osama Bin Laden es el devenir lógico de los acontecimientos, el ABC del guionista de cine, y lo más difícil es pararse a pensar que todo es mentira, todos son actores leyendo su papel, las muertes nunca existieron, las guerras tampoco (y si hubo algo parecido a millones de pérdidas humanas, no importa, porque han sido convertidas en imágenes, y con ello en la más simple inexistencia), y tú y yo apenas trascendemos el contenedor de basura que vemos y tragamos y respiramos de continuo.

Asumamos que seguir participando en este gran teatro del mundo dice muy poco de nuestra inteligencia.

Sigamos por el sendero en el que uno siempre está a punto de perder la fe. Hoy Sudamérica recoge gloriosamente la antorcha revolucionaria. Tenemos a Cristina y a Dilma, que seguro se ceban mate mutuamente, y que a costa de degradar la tierra ya de por sí degradada que han heredado van por el camino de ser las potencias económicas y ‘socialmente responsables’ que desean ser (tiembla, Europa). ¿Quién le va a decir que no a la sombra de Perón, a la sombra de Lula? Además, son dos señoras simpatiquísimas. Y Evo no es menos encantador. Ha encandilado a la gente con reclamaciones de acceso al océano que sabe bien que no van a llegar a ninguna parte, mientras comercia en la sombra con el escaso patrimonio que todavía les queda a los bolivianos. Cuánta sombra. ¿No es el mismo Chávez una sombra patética de los líderes cubanos de antaño, ésos que hicieron cantar y soñar a Víctor Jara mientras colaboraba en la única revolución “comunitaria” que iba por el camino de la autenticidad (la chilena)? ¿No es la máscara progresista de Sudamérica la enésima traición a ese pedazo de tierra vapuleado y culturalmente ninguneado? (No quiero con esto caer en el tópico horrible de la victimización; si destaco Sudamérica es porque ahora la tengo presente, pero no me parece menos terrible lo que sucede en Europa, donde no nos consideramos colonizados por nada ni por nadie y, sin embargo, somos probablemente la gente más triste, mediatizada e incapaz que existe).

Igual que vivimos en un mundo bello donde la música andina y los frescos en las capillas ortodoxas y los relieves de algunas montañas son posibles, también vivimos en un mundo de mierda donde la televisión ya no puede contener la risa que le da verse a sí misma y donde el estado de somnolencia y ceguera de la inmensa mayoría de la población, crónicamente preocupada por el saldo de su celular y por el tiempo ganado o perdido y por las fotos que alguno o alguna ha colgado en Facebook, hace prácticamente imposible pensar en que algún día dejaremos de comprar lo que nos venden y hacerlo todo por nuestra cuenta, recuperando así nuestras vidas (no ya nuestra dignidad, otro concepto vacío y peligrosísimo que nos hace creernos que tenemos algún valor, que algo de lo que existe tiene valor en sí mismo).

Existen derechos humanos para tener derechos sobre los humanos. Qué consigna tan certera (lema de la muestra ‘Principio Potosí’, organizada por Silvia Rivera Cusicanqui y por los cuates del Colectivo con el que he estado trabajando en La Paz).

Lo habitual es que la estupefacción te deje quieto, y que así, quieto, te vayas muriendo lentamente. La sola contemplación de este robo, de esta salvaje vejación que lo impregna absolutamente todo, helaría a cualquiera, lo suficiente como para enloquecerlo (de luminarias están los manicomios llenos) o como para inmovilizarlo en un estado permanente de enfermedad, paranoia, melancolía, alcoholismo, drogadicción, jornada completa, jornada partida, voluntariado social, vejez prematura. Y si uno quiere salirse de los senderos habituales, también encontrará degradados los ‘senderos luminosos’.

Pero hay una acción alternativa que, tachada de cobarde por la plana mayor de la insurgencia, podría ser contagiosa, y podría ser letal para el sistema. Los traductores orientalistas llamarían a eso la ‘no-acción’, pero si ‘no-acción’ nos conduce a un concepto, incluso a una práctica concreta, entonces mal vamos. Consiste más bien en descartar objetivos, no matarse por ellos, no pensar que la vida nos va a dar una respuesta acorde a nuestras acciones y a nuestros esfuerzos porque la vida no es una buena película o una mala película, no es nada que podamos ni queramos comprender, y la simple vivencia, el simple ciclo de obtención de alimentos y cobijo en un mundo al margen del valor monetario, puede llegar a eliminar los conflictos, y las ideas que sustentan los conflictos, y la necesidad de algo más que de subsistir.

Ninguno de nosotros vivimos, incluso si pensamos que lo hacemos. Piénsenlo bien.

En ‘Queimada’, una de las obras maestras de Gillo Pontecorvo, Marlon Brando analiza la conveniencia de tener una esposa o tener una puta. La conclusión lógica es que tener una esposa no es un negocio rentable, porque tienes que mantenerla de continuo e incluso pagar por su funeral cuando ésta ya no esté, mientras que tener una puta es sólo una relación mercantil en la que pagas por horas los servicios prestados, sin necesidad de contaminar la pureza de la transacción con despilfarros materiales y morales.

Ahora, ¿NO SOMOS TODOS UNAS PUTAS?

Piénsenlo bien. Y si están de acuerdo, grítenlo en calles, oficinas, bibliotecas, reuniones familiares y transporte público. Aunque con que lo griten para sí mismos es bastante, por ahora… Es un comienzo. No malogremos los comienzos. Olvidémonos, en cambio, de que existen los finales.

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