viernes, 6 de mayo de 2011

217. Inti y la percepción auditiva de los burros.



La pantalla de mi computador se ha vuelto un rectángulo chiquito. Ahora está flanqueada por los cuatro lados por una superficie negra que parece reclamar la calma y la estabilidad que le debo a este instrumento de trabajo. Poca vida le quedará ya. Todo se acaba desvaneciendo en la oscuridad.

Bueno, ¿por dónde íbamos?

Silvia, la cuate con la que me estaba alojando en La Paz, estaba a punto de recibir unas visitas más íntimas y seguramente más percaleras que la mía, así que tuve que poner temporalmente tierra de por medio ya que todavía no había encontrado un sofá de repuesto o un alquiler barato en la ciudad. Aproveché, dada la circunstancia, para ir al lago Titicaca a oxigenarme, a caminar, a conocer uno de los centros de poder espiritual emblemáticos del planeta (si bien, como todo lo que presume de verse en el radar turístico, está ya muy devaluado por el comercio), a acampar antes de que el frío invernal se hiciera insoportable. Hice un poco de todo eso pero, sin embargo, no di un momento de respiro ni a mis piernas ni a mi espalda ni a mi cabeza. Huyendo de todas las cosas que no me gustaban (europeos regateando con locales por el precio de una barrita de chocolate, niños adiestrados para pedir caramelos y centavitos) acabé caminando por toda la Isla del Sol, el mítico lugar de nacimiento del dios inca Inti, en un ejercicio un tanto absurdo de no-aceptación.

Difícilmente podría haber encontrado un lugar mejor para poner la carpa. En la colina más elevada de la isla, a tres mil novecientos sesenta metros de altitud, una cruz de paja adornada con cuernos de toro gobernaba un espectáculo sereno y, lo mejor de todo, insonoro: las aguas ora plateadas ora turquesas del Titicaca en derredor; penínsulas de perfil ondulado amenazando con desprenderse, como brazos mutilados, del corazón de la isla; la costa marronácea de Perú, un desierto entre las nubes; frente a ella, la costa boliviana, subordinada al Huayna Potosí y a otras nieves perennes de la cordillera de los Andes; la luz haciendo círculos y recorridos lineales, como pasajes etéreos a lo incognoscible, sobre el agua y sobre la tierra.





De noche, la corriente cordillerana hacía trucos con mi imaginación. Oía lo que casi no me cabía duda que eran susurros humanos y pasos sobre la roca. Luego se difuminaban en la noche, como si nada, para luego volver a aparecer, camuflados en el respirar de algún pliegue de la carpa, azotado de cuando en cuando por el viento. Quieto y sin dejar de escuchar atentamente, me pasé al menos dos horas intentando aislar y explicar todos los sonidos de la noche. Por momentos, fue una experiencia aterradora. Al final, salí con mi linterna de la carpa y vi los contornos débiles de las cosas (y ningún espectro) bajo ese cielo ‘infectado’ de estrellas del que hablaba Tennessee Williams. La cruz del sur bailando con la Vía Láctea. El tres de noviembre se celebró, de acuerdo al calendario gregoriano de este hemisferio, la festividad en honor a la posición que adquiría esta constelación (fundamental para entender el nacimiento de todas las religiones). Paralelamente, el aymara celebra con música el día en que los oídos de la Pachamama se abren a los sonidos de la tierra.

Mientras en Copacabana (puerto oficial de la orilla boliviana del Titicaca) la gente chupaba y chupaba y lanzaba cohetes al aire y componía una parodia híbrida entre lo autóctono y lo colonial, yo me sentaba frente a una roca sagrada que designaba la creación, una roca que nadie visita porque no está señalizada correctamente y que duerme, sencilla y rotunda, entre un campo sembrado con habas y quinua. La cabeza de un guía turístico flotaba sobre uno de los caminos incas que surcan la isla de sur a norte. Algo explicó del modo de subsistencia de los isleños, aunque su público no empezó a interarse por sus palabras hasta que no habló de la Atlántida platónica, supuestamente enterrada bajo las aguas del lago. Luego se fueron todos. A falta de disponer de un ritual acorde para el momento, maceré mis hojitas de coca en honor a Inti y recobré el oxígeno para seguir rotando por acantalidos, ruinas, formas y colores.

Antes solía haber muchos cactus Huachuma en la isla (San Pedros) pero los que no le han sido arrebatados a la tierra han sido inyectados por funcionarios del gobierno para sacarles la mezcalina. Esto me parece una práctica atroz. El Huachuma es planta sagrada y una de las medicinas más benéficas que se conoce. Un cactus no puede responder de esa forma por el uso irresponsable de locales y turistas. (Nota: en una esquina del camino, un trío de alemanes señalaba uno de los pocos Huachumas que quedan encaramados a la costa, mientras reían por lo bajo, indecisos, incrédulos, socarrones, tentados).

Me recreé un poco más en las gloriosas hojas de las habas, en las terrazas de cultivo y hasta en la extraña presencia de eucaliptos desubicados bajando por las laderas. No podía ir a la isla de la Luna (Coati) porque nadie más quería compartir una barca conmigo y yo solo no podía pagar los doscientos bolivianos que costaba el viaje. Me conformé con ver su forma de pez sin cola desde el embarcadero de Yumani, y, por supuesto, con las habas y las terrazas y los eucaliptos.

Ya de vuelta en Copacabana sorteé las orquestas y las procesiones de cholas, todas enjoyadas y peripuestas para la ocasión, bailando monótonamente frente a la basílica de la Candelaria. En la orilla no edificada del lago había pequeños cultivos amenazados por los residuos plásticos y por la mierda y por la crecida tímida de las aguas. Vagué sin rumbo. Un hombre sentado sobre un erecto sillar de cemento me llamó desde la puerta de su choza. Cómo está usted, joven. Bien, paseando. Venga aquí y charlemos, nomás. Me acerqué, y anclado como siempre a mis estúpidos prejuicios de viajero solitario, temí que el señor fuera un ermitaño loco del que me iba a costar desembarazarme. Por suerte, me dio una lección de humildad. El gran hombre del que os estoy hablando se llama Don Felipe Germán (para servirle), se quita el sombrero al saludar y ofrece su asiento al visitante mientras él posa sus setenta años sobre el pasto maltrecho que circunda su casa. Hablamos. Me contó lo que estaba cosechando ahora, mostrándome un canasto con quinua negra, que crece como yuyo y era la base de la alimentación inca. Con bien poco se auto-abastecía, y no necesitaba mucho más. Un chancho era toda la compañía que requería a estas alturas de la vida. Sé educado con los animales, joven, son mucho más listos que nosotros. Eso creo yo también, dije, los chanchitos en especial. No sólo los chanchitos, joven, también los burros. Dice la gente que eres un burro cuando haces alguna tontería, pero, ¿de dónde viene eso? Si supieran lo desarrollados que están los sentidos del burro… Yo, de pequeño, acompañaba a mi padre a llevar tabaco de contrabando al Perú, y el burro era el que nos avisaba de cuándo iban a aparecer los gendarmes. Se paraba, estiraba las orejas hacia arriba, y se negaba a caminar por ahí. Qué hubiera sido de nosotros sin los burritos, madre. Qué oído tienen. Por eso no hay que gritarles ni que pegarles. Con un hábito amable poco hay que decir y poco hay que hacer. Asentí y masqué la coquita que me ofreció. Muy rica. Hojitas pequeñas de las yungas, no como la hoja de coca peruana, repetía Don Felipe Germán por lo bajo, que parecen laureles y saben peor. Por cierto, ¿qué lee usted, joven? Fukuoka. Es un agricultor y filósofo japonés. Dice que no hay que hacer gran cosa para regenerar la naturaleza y obtener abundancia de alimentos. Sólo hay que dejarla hacer. A la naturaleza, digo. Cierto, respondió él. Hay ciclos, cada uno distinto del anterior. ¿Qué se puede hacer, más que adaptarse? Así estuvimos un rato, hasta que me despedí de mi anfitrión con el nudo en la garganta de los momentos que por sí solos justifican un viaje entero.

He vuelto a La Paz y empiezo a percibir algunos cambios que relataré en otro momento afortunado de conexión a Internet. Me está resultando difícil encontrar un hogar para pasar el próximo mes, pero creo que tengo la respuesta frente a mis narices. Para no adelantar acontecimientos, lo dejo aquí.

Gracias, Lucina, por tus palabras. Gracias a todos y a todas.

2 comentarios:

dashinsach dijo...

hola sergio :)
its me sachin from delhi )
how are you ???

Sergio / Ismael dijo...

Hola Sachin.

Estoy bien, viviendo un tiempo en Sudamérica ahora mismo. Quiero volver pronto a India. ¡Qué bueno recibir unas palabras tuyas! Si sigues teniendo mi email, escríbeme y cuéntame que estás haciendo. Un abrazo.

Sergio.