miércoles, 16 de marzo de 2011

200. El pequeño saltamontes: una forma de despedirse de Federico Elías Lugrin.



Que las ideas son volátiles, cambian fácilmente en otra cosa (generalmente en una idea opuesta) y apenas alcanzan a abrazar nada es una verdad o media verdad que no alcancé a comprender del todo hasta que no me encontré con Lugrin. Que un homosexual puede llegar a hacer cosas, y sobre todo a querer hacerlas, fuera del ghetto homosexual (uno de los más fascistas que existen) es algo que tal vez Lugrin comprendió tras encontrarse conmigo, aunque a él las obviedades no le pasan desapercibidas, no como a la mayoría de los mortales. No voy a hacer una alabanza de mi amigo, ni siquiera seducido por la tristeza de haberme separado de él. Es precisamente el recuento de sus contradicciones e imperfecciones el que ha desvelado, finalmente, al gran Federico como mi maestro.

No sé si uno va siempre buscando a un maestro que le enseñe un par de cosas básicas sobre la vida. Desde luego que es difícil encontrarlo dentro del sistema educativo, y cuando la escolarización queda atrás pocos creen que les quede algo por aprender, o peor algún, alguien de quien aprender. Yo sé que sí he buscado, más inconsciente que conscientemente, a un maestro, un viejo ermitaño de barba larga que me golpease con su vara en la rodilla cuando no supiese contestar la adivinanza propuesta. Poco me iba a imaginar que mi maestro tendría tres años menos que yo, entre otras cosas porque eso va en contra de la creencia mediática que otorga canas a la sabiduría.





Lectores habituales o esporádicos de estas “páginas” ya conocen a Lugrin (arriba, a la derecha) porque llevo cuatro meses viajando y viviendo con él y haciendo referencias constantes a su persona. En el capítulo ‘Luz les esclareció’ digo de él que ‘nunca he conocido a nadie con las ideas tan claras’. Un poco después, en ‘Cuaresma’, me refiero a él como ‘un pensador voluble con el que en más de un momento he tenido que desentenderme porque pensaba (y pienso) que no tiene las cosas claras’. No es que sea difícil bajar del cielo a la tierra y luego subir de nuevo para volver a bajar. Es que ese paseo elegante del blanco al negro es la vida en su esencia misma. Si admiro a Lugrin más que a nadie que haya conocido en todos mis viajes es porque él es todo y todos, es decir, simpático y antipático, lúcido y simplón, activo y perezoso, sensible y burdo, atento y despreocupado, dentro y fuera, acá y allá, alma y cuerpo, tierra y libertad. Es difícil, no obstante, verle actuar de manera forzada o deshonesta (aunque me niego a verle escapado de esa totalidad desconcertante); una de las cosas que no puedes olvidar de él es su forma de tratar tanto las heridas como las palabras: sin anestesia.

Yo sabía que India era la paradoja misma y, lejos de congraciarme con ella, la analicé siempre desde fuera. Ahora Lugrin me ha enseñado más de lo que hizo ninguna de mis “hazañas mentales” en el subcontinente asiático: que el amor es la paradoja, y puesto que el amor es todo (incluido, cómo no, el odio), la paradoja vía regla de tres se convierte en el todo, y no veo cómo podría ser de otra manera.

Pero si ya es complicado ver la realidad de este modo, mucho más es aceptarlo mediante acciones y reacciones cotidianas. Y por eso Lugrin y yo hemos estado en desacuerdo muchas veces. Su ‘ambivalencia’ (utilizando el término que a él tanto le gusta) me ha puesto contra las cuerdas, a pesar de que siempre había idealizado a las personas que no se dejaban atrapar ni por los conceptos ni por sus opuestos. Y es que llevado a la práctica, el desarraigo de las convenciones sociales es difícil de tolerar hasta para el más libertario de los seres humanos. Por eso, cuando Lugrin me dijo que él no se iba a poner en contacto conmigo una vez nos separásemos, ya que no le gusta escribir y no ve por qué debería hacer algo que no le gusta, yo me ofendí mucho. Pensaba que era un egoísta y que le costaba una barbaridad ponerse en el lugar del otro. Pero no se trata de eso. No se trata de ponernos a reproducir los modelos de conducta que nos han enseñado, sino de ser quienes somos y de actuar en consecuencia. Y por eso Lugrin ha enriquecido tanto mi vida: por ser quien es. ¿Parece obvio? ¿Quién de nosotros se comporta como realmente es? ¿Quién de nosotros sabe, de hecho, quién coño es?



Ataviados para el carnaval; yo quería un look de terrorista
islámico y me salió el tiro por la culata cuando dejé a la Lore
que me pintase los labios. Lugrin está perfecto como guaso,
o como Amish, o como judío, o como mnemonita. A la izquierda,
la Flaca, disfrazada de algo que tal vez ella sepa. En todo caso,
con tino. Los tres.



Creo que nuestra primera mateada juntos fue el pistoletazo de salida para un montón de impulsos personales que nunca antes habían podido cobrar forma. El anarquismo ya me hacía cosquillas en la planta de los pies. La agricultura no era, por aquel entonces, más que una de las muchas materias sobre las que yo no tenía conocimiento alguno. La conversa larga y profunda la había desterrado de tanto vagar solo por el mundo y de escuchar sólo el eco de mis preocupaciones. Lugrin, sin saberlo, puso todas esas cosas sobre la mesa desde el primer momento, y así empezó nuestra relación maestro-alumno y alumno-maestro, que no es más que una arista de las muchas que componen nuestra amistad.

Si yo le enseñé a apreciar la importancia social del artista, no lo sé. Desde luego que lo intenté, porque si bien nunca me tomé sus ataques contra el arte de forma personal, sí me tomé muy en serio la defensa del discurso artístico como algo potencialmente enriquecedor y liberador. Los humanos, al fin y al cabo, siempre han querido que les cuenten cuentos y siempre van a tener esa necesidad. Que el cuento se convierta en un instrumento de dominación y el artista en un parásito de la opresión queda al margen del alcance que puede tener la expresión artística. Ésa era mi postura. La postura de Lugrin, voceada mientras sembrábamos papas, se resumía más o menos en que “es muy bonito sentarse a escribir mientras es otro el que te pone la comida en la mesa”. “¿Ah, sí?” decía yo, “dime entonces si lo que dices no está directamente influido por las palabras de un escritor que te haya hecho encontrarte con esa forma de pensar”. “¡Oh, me cagaste ahí!” reía Federico, esa carcajada irreal que asustaba a los pájaros y transformaba el valle en humildad y alegría.

En la dirección contraria, yo también me he tomado mi ocupación real (el discurso del arte) de una forma que se me antoja más seria, más responsable. Precisamente porque la opinión de Lugrin es una opinión muy extendida y no precisamente por ignorancia de lo que sucede en el estudio de un artista, sino porque a nadie se le escapa que el arte ya no busca el contacto humano sino el contacto con el arte mismo y el sistema que construye. Y cito a Guy Debord en ‘La sociedad del espectáculo’ (libro que leí en la universidad pero que no estaba dispuesto a entender por aquel entonces):


“El espectáculo, entendido en su totalidad, es a la vez resultado y proyecto del modo de producción existente. No es un complemento del mundo real, una decoración superpuesta a éste. Es la médula del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimientos, el espectáculo constituye el ‘modelo’ actual de la vida socialmente dominante. […] El espectáculo es también la ‘presencia permanente’ de la justificación, en tanto colonización de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna.”

“[…] En el espectáculo –imagen de la economía reinante- el fin no es nada, el desarrollo es todo. El espectáculo no quiere llegar a ninguna parte que no sea a sí mismo”.

“El espectáculo somete a los hombres vivientes enla medida en que la economía los ha sometido totalmente. No es sino la economía desarrollándose a sí misma. Es el fiel reflejo de la producción de cosas y la objetivación infiel de los productores.”


Fin de la digresión intelectual. Harto decir que para mí esto no sólo encierra toda la verdad sobre mis disgustos y errores pasados con el medio audiovisual y teatral (y cómo no, mi insatisfacción perenne con la vida misma) sino que también ha sido el lugar equilibrado desde el que Lugrin y yo hemos podido empezar a construir, queriéndolo y sin querer, un modelo de sociedad donde no sólo el arte, sino todas las labores de construcción social encajen en una estructura comunitaria y sustentable.

Recuerdo particularmente el día en que se proyectó en El Triwe la película ‘El milagro de P. Tinto’. Yo, que la había visto ya y que no tenía ningún interés en verla de nuevo, me quedé en el fogón charlando con Henry, un amigo ecuatoriano experto en organizaciones invisibles, desarrollo agrícola en las urbes y otras magias insospechadas. Lugrin se unió a nosotros a la media de hora de película y se quedó callado un rato largo mientras nosotros seguíamos hablando. Yo le miraba de reojo y percibía un gran malestar en él, un malestar genuino, hasta que me decidí a preguntarle ‘¿Tan poco te gustó la película?’. Lugrin no sabía ni cómo empezar a maldecir el segundo en que decidió darle una oportunidad a esas imágenes. Sentirse tan estafado por un entretenimiento que, por las razones que sean, es considerado irrelevante, no es algo muy común en tanto que todos estamos más que acostumbrados a matar el tiempo frente a un televisor. Pero Lugrin no. Su enfado era tan sincero que me conmovió profundamente, porque detrás de ese sentimiento había una necesidad real de que las cosas tengan un significado, o dicho de otro modo, de que la gente quiera compartir cosas y no meros onanismos de carácter industrial. No digo que la película de Fesser sea así, ni comparto tampoco la intransigencia en la que Lugrin cae a menudo (¿quién no?). Pero era tan hermoso verle pedir algo más… que enseguida caí en la cuenta de que es necesario comunicar ese algo más, responder esos anhelos, no porque posea en modo alguno el significado último o el sentido de las cosas, ni muchísimo menos, sino porque amo a la gente y quiero que, a través de mis acciones, en el campo o en la escena, todos nos sintamos algo más felices y/o más libres.

No me dispongo a entretener porque la gente necesite entretenerse con algo, a realizar las películas que a mí me gustaría ver, a seducir el ánimo de una élite supuestamente visionaria. Quiero contar historias porque quiero encontrarme y bailar con todos vosotros, estéis donde estéis.

Acerca de Lugrin… quiero decir mucho, pero no voy a darle ese privilegio a las palabras. Todavía no.

Cuando supe que me iba a ir de Melipeuco y cuándo iba a hacerlo, Lugrin me acompañó una vez más a Tracura para aprovechar bien nuestros últimos días juntos (de momento). Vimos estrellas moverse en la noche inmensa de la cordillera, y hablamos de por qué esto y de por qué lo otro y otras groserías. Yo me auto-identifiqué como un ‘pequeño saltamontes’ al que todavía le queda mucho por aprender de su recién descubierto maestro. Lugrin, cómo no, se reía de todas estas cosas. Pero, ¿qué me llevó a pensar de este modo, a escribir tan intensamente sobre mi amigo?

Fue seguramente nuestra conversa sobre cuáles iban a ser mis próximos movimientos. Cualquiera que ponga un mínimo de atención se dará cuenta de que esto (Sudamérica) me gusta mucho más que Europa y sólo un poco más que India y Australia. Esta sensación pide una acción concreta al respecto. Lugrin, en un alarde apasionante de sabiduría, algo que va más allá de la edad y la experiencia, me pidió que justificase mi decisión de vivir y trabajar acá. Yo me puse a divagar sobre ideas: ideas sobre la tierra, ideas sobre la gente, ideas sobre la cultura. Ideas, al fin y al cabo. No, no, no, parecía que me quería decir mi amigo. Incluso tenía un bastón en la mano con el que podría haberme golpeado esa rodilla de la que hablaba al principio. Al final acabé reconociendo que mi proyecto, todavía en pañales, se basaba principalmente en una intuición, en un SENTIR. ‘Ésa es la respuesta que yo quería’ dijo Lugrin. ‘Las ideas cambian, no merece la pena justificar una decisión tomada con una idea. Pero si lo sientes… si sientes que tienes que hacer algo y que ese algo va a ser bueno, aunque no puedas explicar por qué… no necesitas otra justificación. Hazlo como lo sientas.”




Gracias, amigo mío.

Y nos vemos en unos años.


1 comentario:

Anónimo dijo...

De Federico aprendí que la crítica menos fundamentada tiene más fuerza que todas cuando se dice mirando al suelo y luego levantando la cabeza con una risotada.