jueves, 12 de febrero de 2009

XXV. Kochi, Kiran, Kumar, y otras cosas con ‘k’, como ‘kathakali’ y ‘traKa’.


Llevo unos cuantos días desaparecido, que falta me hacía. He estado:

a) Haciendo amigos.

b) Bebiendo brandy.

c) Visitando Kochi.

d) Escribiendo chorradas sobre Dios.

e) Haciendo ‘punto diez’; o sea, zorreando.

f) Sacando algo en claro de lo anterior.

En ésas estamos. El sol ha pasado de ser un cabrón justiciero a ser, sin más, un cabrón. El verde lima de la jungla se va haciendo cada vez más amarillento y todo indica un lento y cenizo recorrido hacia el monzón. Los indios se entumecen de polvo cuando les toca trabajar, y cuando no, se duermen en el primer sitio que pillan. Perros, gatos y seres humanos han dejado de moverse. Y yo me deleito en la música de Kishore Kumar, un indio de traka, contemporáneo de nuestros Raphael y Juan Pardo. Sus canciones son un perpetuo flotar por melodías de sitar, parodias country y musicales de la Metro. Os cuelgo un vídeo suyo, cosa que hacía tiempo que no hacía, y eso que a veces vienen muy bien las cortinillas musicales.


Una de las actividades favoritas de los indios de Malabar es ir a la playa a eso de las cinco de la tarde, sentarse en las rocas y cotarrear. A veces, las familias pasean de un lado a otro de la orilla sólo por el puro placer de dar tropecientas vueltas; verlos desfilar delante de ti es un despliegue de rosas, verdes y azules fosforito recortados sobre el sobrio color de la naturaleza. Allí, en la playa, es donde conocí a Kiran, un amable veinteañero que, al primer contacto, llama la atención por tres cosas (hoy me va eso de hacer listas; será por la pereza que dan las frases subordinadas):

a) Es más negro que el tizón.

b) Tiene un mostacho espeso como un cepillo de limpiar calzado.

c) Es harto hermoso.

Kiran vive en una de las casas de la playa con su hermana, hermano, madre y abuela. Cuando me paso a buscarle, su familia se desvive por atenderme y me regala dulces, té o inesperadas secuencias de cine masala con las que me descojono. Otras veces, vemos los vídeos de boda de sus amigos, que no son menos graciosos. Es desconcertante cómo las mujeres se esconden en la cocina cuando entro en casa y cómo interaccionan con la conversación principal desde el umbral, insinuando sólo un perfil de su rostro. Si Kiran no está, su hermana, que no puede parar de sonreír ni de llevarse la mano a la boca, se permite el lujo de ocupar un sitio a mi lado o incluso la osadía de invitarme a que me siente con ella en las rocas. Mi intuición me dice que debo declinar esas invitaciones o algún hombre de la familia querrá empujarme de inmediato a un matrimonio que no deseo. Cuando llega Kiran, basta un inequívoco giro de cabeza para echar a su hermana de la silla y sentarse él. Cosas que pasan. Luego me lleva en su moto a los más diversos puntos de la geografía malabar, donde grupos casi siempre distintos de amigos me miran con interés y me convidan a todo tipo de productos típicos, algunos nauseabundos, otros deliciosos. Por supuesto que se fuman mi tabaco, pero también yo me bebo su brandy. De momento, Kiran apunta maneras de amigo estable, aunque sólo sea porque me resulta imposible no encontrármelo todos los días. Somos vecinos, y como buen vecino indio, Kiran hace que las palabras ‘servicial’ u ‘hospitalario’ se queden cortas.

Hace poco, sin ir más lejos, me invitó a la fiesta previa a una boda de un amigo de su hermano. Sí, no hace falta tener un lazo de ningún tipo ni con los novios ni con los familiares. Vas, y punto. Las bodas indias duran dos días durante los cuales se alternan los eventos, primero en la casa del novio y luego en la de la novia, que es donde se celebra el enlace propiamente dicho. Yo fui al banquete nocturno que organizaba el orgulloso hermano del novio. Allí todos echaban un cable fregando vasos, poniendo manteles o condimentando el arroz, todos. Habría como cuatrocientas personas en un patio trasero de lo más modesto. Daba gusto. Por supuesto, yo era el único blanco en ese cotarro y tanto la familia como los invitados adinerados no tardaron en acercarse para presentarme sus respetos, los unos, y para alardear de lo bien que conocen Europa, los otros. Estoy un poquito harto de hablar de Raúl y de Torres. Por lo demás, los amigos de Kiran (militares, albañiles, taxistas) son tan generosos como él, e incluso más divertidos, y salvo raras excepciones, todos gustan de un trago o varios tragos, a partir de los cuales se sienten lo suficientemente cómodos como para tocarte la pierna y hablarte de lo estrechas que son las chicas indias. Claro, como que sus familias no las dejan follar. Lo que yo les digo es que todo tiene su lado bueno y su lado malo. En España, el sexo sin compromiso es como un mandamiento más, pero nuestras relaciones familiares sufren de una incomunicación terminal. Puedes estar más o menos de acuerdo con el rígido moralismo de la familia hindú, pero ellos tienen algo que nosotros no tenemos: conocen muy bien su pequeño mundo. El universo occidental es amplio e ilimitado, pero está lleno de trampas y secretos. Estas paradojas me enturbian bastante.

Después de la boda, y de beber una cerveza caliente a hurtadillas, nos fuimos al templo. Sí, solemos rezar entre chisme y chisme. Ahora que ya sé pintarme el entrecejo yo solo y que he aprendido a dejar el lungi en casa para los eventos importantes, no hay problema. Ese día, hubo una función teatral digna de las giras destartaladas de la posguerra española, tal y como las describe Fernando Fernán Gómez en ‘El viaje a ninguna parte’. Se escenificaban batallas del Ramayana a golpe de trompeteo y tamborileo, pero de uno muy malo, del estilo de los crescendos emotivos de las telenovelas sudamericanas. Las voces de los actores estaban dobladas y ellos sólo tenían que pasear su vestuario (sin duda, lo más costoso de la función) y gestualizar un poco. Es fascinante, pero a la media hora ya te estás rascando el sobaco, pensando en degeneraciones varias. Prefiero el Kathakali mil veces, aunque todavía no he podido ver una función de verdad, de ésas que duran una noche entera. Sólo asistí a una demostración en Kochi, en la que explicaban algunos de los mudras fundamentales (posiciones que adopta la mano en sustitución de palabras, ideas y sentimientos) y ponían en escena un desamor gore entre Jayanthan, hijo guerrero de Indra, y Lalitha / Nakrathundi, una diablesa disfrazada de doncella que, después de recibir calabazas, contempla horrorizada como el supuestamente valeroso héroe le corta las orejas, la nariz y los pechos. Un tema. El kathakali es, sin lugar dudas, un arte de una complejidad abrumadora y con unos resultados estéticos impresionantes. Sin embargo, creo que el theyyam, y muy en especial la diosa Muchilottu Bhagavati, tienen bastante más tino. De ello ya he hablado y seguiré hablando, así que no merece la pena explicar ahora el poderoso influjo que tiene sobre mí esa divinidad tan iracunda.

Mi otra gran distracción ha sido, como ya he adelantado, mis tres días y medio en esa ciudad tan graciosa llamada Kochi. A falta de un pretexto mejor que el de Marlene Dietrich, cuando justifica su presencia en Shangai alegando que quería un sombrero nuevo, yo fui a Kochi a comprar libros y a buscar películas clásicas rodadas en Kerala. Mi intención era documentarme sobre los directores de cine que sobreviven al margen de la ingente masa comercial de Kollywood (la industria fílmica sureña, ¿cómo os quedáis con el nombre?). El intento fue fallido, al menos al principio. También pillé una insolación de caballo que me tumbó en cama durante todo el primer día. Al día siguiente, sólo pude obtener una práctica guía de malayalam y un libro muy curioso de Jawaharlal Nehru que recopila todas las cartas que le envió a su hija Indira Gandhi desde la cárcel. Sin embargo, la tercera jornada fue algo más sorprendente. Me topé con un ciber-café llamado ‘Roots’, en cuyo letrero se podía leer:

Books, games, refreshments and curiosities.

Dejo a la imaginación de cada uno el verdadero significado de las ‘curiosidades’. Sólo puedo decir que pasé muy buenos ratos en ese antro. Los amigos del dueño han decidido concertarme una serie de entrevistas con directores y guionistas locales y darme acceso a sus películas, para lo cual me espera un segundo traslado a Kochi, que aprovecharé para ver los backwaters (los recorridos en barco por los manglares infinitos de la costa central) y hacer algo más de turismo por este estado tan de traka.

Kochi es una ciudad sucia y decadente, como cualquier urbe india, y está dividida en varias islas. La principal, donde se concentran muestras ruinosas de arquitectura colonial holandesa y portuguesa, es la isla de Fort Cochín y Mattancherry. Un paseo desde el barrio judío hasta el puerto de redes chinas, recorriendo todo el Bazaar Road y River Road, es una experiencia única, un destartalado viaje al pasado y un ataque violento a los sentidos. Es difícil describir la extraña armonía de esta tranquilísima ciudad de pescadores, cabras y hosteleros ávidos de capital extranjero (uno de ellos me encandiló al gritarme: ‘¡Español! ¡Mira, mira, Cachemira!, ¡Hola, hola, coca-cola!’). Ernakulam, el centro comercial y de transporte de Kochi, alberga un solo cine en inglés donde pude ver, finalmente, ‘Slumdog millionaire’, ese cuento de hadas tan videoclipero. No hablaré de lo reaccionaria y antigua que me parece su trama. Me gusta, no obstante, el montaje y la dirección de la última media hora, que convierten a la película en pura emoción y, con ello, en buen cine, y Dev Patel, ese actor llamado a salvar él solo algunos de los momentos más ridículos e inverosímiles de la película. Sería de necios decir que no está bien hecha; por supuesto que lo está. Pero contribuirá a perpetuar una injusta y a veces inevitable imagen de India:

¡DÉJESE SEDUCIR POR EL ENCANTO DEL FASCINANTE ORIENTE SI PUEDE RESISTIR EL OLOR A MEADO, ES INCREÍBLE COMO ESTOS POBRECITOS HAN CONSEGUIDO TODAS ESAS OBRAS DE ARTE, DISFRUTE DE LOS BARRIOS BAJOS, AVIVE SU CONCIENCIA SIN MANCHARSE, LLORE POR LAS VÍCTIMAS DE LOS ATENTADOS Y DRÓGUESE EN GOA A UNOS PRECIOS DE TERCER MUNDO!

Esa fábula sobre el amor, el destino y la redención de un ladronzuelo que ha sabido mantener su moral insobornable a pesar de los duros golpes de la vida me parece deleznable. El panfletarismo occidentaloide de ‘Slumdog millionaire’ hace que ‘Ciudad de Dios’ sea una obra maestra. Y no pido que muestren más inmundicia y horror, precisamente todo lo contrario. La población india es optimista, auto-crítica y valiente, sobrevive a base de trabajos insoportables y mal remunerados, beben mucho y ven cine de entretenimiento estridente para olvidar, como hacemos nosotros, pero también se hartan de ser una postal exótica de lo feo y lo vulgar, una imagen paternalista que les redima de su desafortunada providencia. Danny Boyle debería verse una y otra vez ‘The river’, de Jean Renoir, una película vital, cálida, cruda y respetuosa. Y también debería tomarse unos tranquilizantes.

Bueno, después de mi arrebato, me perdonaréis si no entro en otras cuestiones más íntimas y, ciertamente, muy percaleras. Hay tiempo para todo eso. Seguiré hablando de ‘Lost’, lo que algunos seguidores avezados que todavía vayan por la segunda / tercera temporada sabrán obviar, como es natural. Ismael, mi compañero de andanzas digitales, está preocupado porque cree que los lectores consideran su poemario como una apología del terrorismo y de la violencia indiscriminada. He intentado calmarle los ánimos e instarle a que no se deje ni una gota fuera del vaso. Todos tenemos un lado oscuro, al fin y al cabo. Y para eso sirve el arte: para guardarnos de hacer tonterías peores. Salud.

Sergio. 12/02/09.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que gusto, estos cotorreos. Daría lo que fuera por verte con el lungi y la raya pintada...tienes que estar muy "amazing"...jaja.Qué bueno!que ya tengas un amigo, por lo menos ya no te sentirás tan "bicho raro", así que cuidadito con la hermanita,que me parece a mí que de tonta no tiene un pelo.

Un beso. GRa