jueves, 23 de junio de 2011

226. El príncipe y el anarquista.




He llegado a oír una historia sorprendente sobre un guerrillero que fue traicionado por sus compañeros. La milicia golpista lo apresó en la selva y se lo llevó a unas viviendas apartadas en un valle apartado, un lugar en el que hacía años que nadie ponía un pie. Allí fue torturado hasta morir.

El general que lo torturó, y sus esbirros, son los depositarios de su memoria.

Le cortaron varios dedos de las manos y de los pies. Le extrajeron con lentitud exasperante el ojo derecho. Abrasaron toda su piel con un soplete hasta que no quedó un centímetro sin chamuscar. Le rasparon los tendones con una navaja (el Marqués de Sade afirma que éste es el dolor más inaudito de todos). Le introdujeron todo tipo de objetos por el ano hasta el límite del empalamiento. Fue un milagro que sobreviviese a todo ello durante tantos días.

Y el guerrillero nunca dijo una mala palabra. No lloró. Es más: se lo vio sonreír con una placidez sobrenatural en más de una ocasión. En lugar de ofrecer a su público el deleite de su terror, sólo se oía el sonido, entre inquieto y cansado, que hacían los soldados al arrastrar los pies, sus murmullos en la habitación de al lado, la lenta combustión de sus cigarrillos.

Antes de dejarlo morir, el general hizo salir a todos del cuarto. Poco quedaba ya del guerrillero: rastros calcinados de lo que antes era un cuerpo, algo parecido a un rostro, una boca y una lengua que todavía alcanzaban a hablar y a cantar. El general se arrodilló a su lado, ya sin saber dónde dirigir su próximo golpe, y le preguntó, ¿Por qué?, ¿Por qué nos haces esto?, ¿No ves que estás desanimando a mis hombres?, y lo que quedaba del guerrillero, es decir, su conciencia, alcanzó a decir, Lo siento, y añadió, No me duele.

Cuentan que, acto seguido, cerró el ojo izquierdo y tardó pocos minutos en morir.

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