miércoles, 22 de junio de 2011

222. Season Finale (Parte I): la maestra de Tuichi.




Comienza aquí el carrusel del final del viaje. Hay muchas cosas que contar todavía y por ello voy a estructurar esta season finale en tres partes que, aunque pretenden tener, cada una de ellas, una unidad temática, serán tan dispersas como las huellas de un rebaño asustado sobre el lodo.

Bruno tuvo que marcharse a La Paz por diez días para cumplir con sus obligaciones políticas, entre las que se encuentran la producción de un documental televisivo sobre el ‘fin del ciclo’ que podríamos vivir el año próximo, y que los habitantes originarios andinos llamaron Pachakuti. Entretanto, unos pocos de nosotros (éramos casi siempre de quince a veinte personas en Sachawasi) aprovechamos la coyuntura para conocer un poco mejor Madidi y, a ser posible, perdernos por la generosa y abigarrada selva que se volvía cada vez más generosa y más abigarrada a medida que caminabas en dirección norte.

Philippe, el Jaguarcito y yo emprendimos camino hacia el mítico río Tuichi, que se encuentra a cuarenta y siete kilómetros de Santa Cruz del Valle Ameno y por el que viajan regularmente balsas cargadas de cocaína procedentes del Perú con dirección a Brasil. El trayecto es acojonante. Si el cielo está completamente claro, algo poco habitual en un clima así, se pueden llegar a ver montañas de sorprendente altitud destacándose dramáticamente en la cordillera, y muchas especies de águilas en vuelo, y cerros ondulados reproduciéndose y superponiéndose hasta el infinito, y manchas de sol sobre el verde vaporoso y brillante del bosque tropical.





Tanto contraste y tanto tino tuvieron su contrapartida en un dolor creciente en la ingle que no me dejaba caminar. Cuando llegamos al río, después de hacer un descenso de mil metros que se hace más agotador cuando piensas en que luego vas a tener que subirlo de vuelta, mi entrepierna no daba más de sí. Le consulté a Cosme Jueves, uno de los ocho hermanos de la familia de Lola Jueves, la reina distraída y carismática de la pequeñísima comunidad de Virgen del Rosario. Cosme me dijo que por culpa del cambio de clima había contraído una infección en la sangre, que eso era muy habitual, y que tenía que beber mucho limón y frotarme la ingle con una piedra en el río. Eso hice. Durante los tres días siguientes, me bañé varias veces en el río y me froté y refroté con la piedra más maja que tenía a mano, hasta que me di cuenta de que, en la distancia, mi acto curativo podía ser interpretado como un acto masturbatorio, y que ésa podía ser la razón de que todas las mujeres que se ponían a mi lado a lavar la ropa se quedasen mirándome fijamente. O tal vez no. Tal vez les parecía muy guapo. Pero no lo creo. Como el Jaguarcito tenía ronchas en la piel y Philippe carecía de ropa seca tras cruzar el Tuichi a nado, el uno se esparcía por el pecho la primera meada de la mañana, lo que parece ser muy útil contra las alergias, y el otro se paseaba por los alrededores con un calzón blanco de pernera larga. Todo esto mientras yo “me masturbaba”. Dimos un buen espectáculo.

La hinchazón en la ingle me tuvo tres días en reposo. Acampamos frente a la casa de los Jueves, con quienes comíamos y cenábamos y charlábamos ocasionalmente. Cada día conocíamos a un hermano nuevo, hasta que todos se reunieron al tercer día, durante la celebración del día de la madre. Esta fiesta se llevó a cabo en la plaza del pueblo y comenzó con una función escolar en la que los diez o doce niños (todos ellos primos o hermanos) de Virgen del Rosario entonaban poemas y regalaban rosas a sus madres en un ejercicio de comicidad involuntaria, ya que nadie se tomaba aquello muy en serio y tal vez nadie consideraba la necesidad de que fuera de otra manera. La maestra, única mujer del pueblo que no formaba parte de la familia Jueves, soltó un monólogo larguísimo sobre el amor que todos le debíamos a nuestras madres y, entre gritos y silbatos, ponía firme a cada niño y niña como si la función se tratase de un entrenamiento militar. He de decir que la maestra me fascinó desde el primer momento en que la vi y que, al caer la noche, ya borracha perdida, acabé por quererla mucho y me asomé a ciertas conjeturas sobre su vida, sus horas libres, sus mañanas y sus tardes a la orilla del río, sus conversaciones clandestinas.

Esa misma mañana un hombre del pueblo, mientras ascendía una ladera en dirección a la mina de oro que da de comer a la comunidad del Tuichi, tuvo un resbalón y rodó cerro abajo hasta abrirse el cráneo. Parece ser que el hombre se levantó, se palpó el cerebro (llenándolo así de tierra y piedrecitas; moraleja: si se abren la cabeza no se lleven las manos a ella), se puso por encima el cuero cabelludo, que ahora le colgaba como un pellejo sobre uno de los hombros, y se dirigió al pueblo para que lo curasen. Pero era el día de la madre, y había fiesta, así que el enfermo tuvo que esperar sentado hasta las cinco de la tarde, cuando ya todos habíamos comido y cuando el resto de los hermanos Jueves había tomado su Ceibo con jugo de frutas. (Nota: El Ceibo es alcohol potable. Eso pone la etiqueta. Alcohol potable. Como el alcohol sanitario, más o menos. Se mezcla con el jugo de las naranjitas o de los pomelos que crecen por doquier y es mucho más barato que las latas de cerveza Paceña. El Ceibo es el opio del pobre en Bolivia, ya que una botella cuesta sólo ocho pesos. Demasiada gente muere ahogada en esta bebida). Al anochecer, Cosme se lo llevó a su casa y se puso a limpiarlo y a coserlo con una destreza extraordinaria. Desde luego que había huesos rotos y que la cosa no podía quedar así, pero era peligroso subirlo en moto hasta Santa Cruz porque el camino es malo y en el estado en que estaban sus piernas podía romperse las rodillas con el traqueteo del vehículo. Philippe, el Jaguarcito y yo no dábamos crédito, pero si su propia familia actuaba con tanta parsimonia, ¿qué podíamos hacer nosotros? No sabíamos coser un cráneo, como Cosme, aunque está claro que hay que aprender. Es un conocimiento utilísimo. Días después comentaría este incidente con Victor, ya de vuelta en Sachawasi, y él me diría que nunca había conocido a hombres tan duros como los de Tuichi. Puedo constatarlo. Su auto-suficiencia me dejó perplejo.

Una noche sin luna nos engulló y un generador eléctrico activaba la única bombilla de todo el valle. Los Jueves decidieron emborracharnos y nosotros, como invitados que éramos, nos dejamos hacer. La cumbia villera, perfectamente idéntica a sí misma canción tras canción tras canción, ponía ritmo a una noche que nunca olvidaré, una noche con muchas historias que debían ser contadas, una noche en la que bailamos con varias mujeres que nos hubieran hecho meternos en serios problemas de haber accedido a lo que sus miradas nos invitaban a hacer (aunque conmigo no había riesgo alguno, eso no tenía por qué librarme de algún malentendido). De vez en cuando iba a mear a una de las esquinas de la plaza, y echaba la vista atrás. Mis amigos y nuestros anfitriones hablaban, fumaban y bailaban bajo un árbol sobrecogedor que proyectaba las sombras más fantásticas que se pueden imaginar. Estábamos cercados por la selva y la oscuridad. Más arriba, los chanchos salvajes estarían desplazándose en manadas de veinte o cincuenta, y bastante más lejos, un jaguar protegería a sus crías del sonido amenazador de la cumbia y una boa somnolienta contendría en sí misma toda la tragedia y la indiferencia del mundo sobre la rama de un cedro.

Cuando mi pierna mejoró, Cosme y sus sobrinos Milenca y Luiso nos llevaron a caminar por dos días a distintos parajes de la selva (sin meternos muy adentro porque la selva amazónica no es un ecosistema en el que se pueda “caminar”). Aunque el Jaguarcito no paraba de protestar por esto y por aquello y se colgaba temerariamente de lianas y de ramas de árboles y lanzaba palos contra colmenas de abejas y cumplía religiosamente con todo el catálogo de gilipolleces gringas, conseguí que esto no me afectase. No siempre, pero casi siempre. Philippe no es sólo más equilibrado, sino una persona tranquila y maravillosa con la que me llevé muy bien y con la que espero mantener el contacto, ya que los dos estamos muy interesados en construir comunidades agrícolas auto-sustentables.

La excursión fue bastante extrema, y no sé cuánta gente hubiera accedido a meterse por donde nos metimos nosotros. Digamos que tanto el Jaguarcito como Philippe tienen algo de ese kamikaze que yo también llevo dentro (Philippe llegó al extremo de caminar descalzo para no mojarse las únicas botas que tenía). Nos desplazamos arriba y abajo por cerros muy escarpados o cubiertos de agua hasta el cuello para cruzar la poderosa corriente del Tuichi o arrastrándonos por piedras filosas y resbaladizas para subir, río arriba, hacia recónditos lugares de poder, alucinantes cañones de piedra y surtidores de agua ocultos entre huilcas y quina-quinas y palmitos, los impresionantes palmitos con raíces en forma inequívoca de falo color malva. Si queríamos aventura, la tuvimos. Y también la gozosa sensación de estar en un planeta donde ni una sola planta se parecía a la que estaba a su lado, donde los insectos tenían colores y texturas salidos de sueños febriles, donde las mariposas gigantes y el aleteo de pájaros invisibles hacen del misterio de la existencia algo mucho más impenetrable de lo que ya es.

Luiso apenas hablaba con nosotros, aunque de noche preparó un fuego prodigioso que duró horas y, al dormirnos ambos junto al calor de la hoguera (una de las sensaciones más placenteras que recuerdo), me preguntó cosas de mi vida, a medio camino entre el sueño y la vigilia, y me estrechó la mano. Milenca tenía una risa muy contagiosa y no dejaba quieto el machete ni un solo momento (yo la entiendo, un machete en la mano es algo muy adictivo). Y Cosme, el temible y divertido e impenetrable Cosme, se reía siempre que podía de nuestra ineptitud, como cuando yo quise cruzar a nado el Tuichi con las botas puestas. Qué ganas tengo de volver a visitar Virgen del Rosario y sus alrededores, en concreto durante la temporada de la siembra del arroz.

De mi vuelta a Sachawasi, de los días de trabajo y aprendizaje que nos quedaban allí y de la gente que me acompañó en esta recta final del viaje hablaremos en los episodios que siguen. No desconecten el aparato. La pausa será breve y finita. Salud.

2 comentarios:

Maestrando dijo...

..aparato, a la escucha...

Anónimo dijo...

ahhhh sergio!!!!!! mira donde te vengo a encontrar y cuanto tiempo desp!!! faa que bueno leer estos cuentos y recordar!! el niño de la carretilla que se cruzaba entre los niños que hacian la obra de teatro!! faa pasar tres noches enteras sin poder dormir por la alergia de los cocos de palmera que me comi!! faa se gozo!! hace unos meses que me vengo acordando de bolivia y tengo ese sentimieto en el pecho de cuando estaba alla!!! extraño mucho!! Me encanto leer tus cuentos boo!!! Espero que andes bien!!! un abrazoo grande!!!!
El jaguarcito jejeje