martes, 20 de enero de 2009

XIII. Go back to Spain.


Escribo esto desde ‘Costa Malabari’, una especie de centro de retiro situado al norte del estado de Kerala, a ocho kilómetros del misterioso Kannur. ¿Qué queda de aquellas intrigantes profecías sobre este destino en cuestión? Pues bueno, se resume en la confusa conversación que tuve mientras intentaba encontrar una botella de agua fría en un descampado. Un joven sonriente me dio malas indicaciones, como suelen hacer muchos indios, ya que siempre están deseosos de ayudar aunque no tengan ni zorra de lo que dicen. Cuando ya no sabía adónde dirigirme, el jovial muchacho volvió a mí y me preguntó mi nombre y nacionalidad, como suelen hacer muchos indios, deseosos de cotarrear. Yo le dije, ‘Sergio, Spain’, a lo que él me contestó, ‘Go back, go back to Spain’. Se carcajeó largamente, no como en una película en la que fuera a aparecer un loco con un hacha a mi espalda, sino como la confirmación de que Kannur es un villorrio donde a ningún extranjero se le ocurriría perder el tiempo buscando una botella de agua pudiendo estar en un resort con un dry martini en un mano y un Marlboro en la otra. Acto seguido, siguió diciendo cosas en malayalam que me resultaban incomprensibles, como suelen hacer muchos indios del sur, ajenos a que les entiendas o les dejes de entender. Pues sí. Vaya con Kannur. ¿Cómo es Kannur, cari? Pero vayamos por partes.

Llegué aquí en un fascinante y maloliente tren en el que no sucedieron más que milagros. El ‘sleeping car’ consta de compartimentos con seis asientos y seis literas (tres a cada lado) más otro doble asiento-litera en el otro extremo de un pasillo estrechísimo por el que se paseaban leprosos, mendigos, vendedores de comida y de todo tipo de cosas más o menos inútiles y un largo etcétera. A pesar de ser uno de los trenes más irrisoriamente baratos que se pueden reservar en India, tienen las mejores vistas, porque las ventanas se pueden abrir y uno puede deleitarse, a pesar de los barrotes carcelarios (que también tienen tino), con la mágica y agreste campiña, que a medida que desemboca en el sur se va haciendo todo lo tropical que uno se pueda imaginar. El caso es que la insólita humanidad que se experimenta en este tren se multiplicaba de una forma vertiginosa. Lo que al principio era una feliz reunión entre una familia hindú bien avenida, una amiga suya, un turista majete oriundo de Nottingham y yo, se convirtió en el compartimento en el que todo el que pasaba se sentaba a charlar, especialmente un par de amigos que no tenían reparos en apretujarse contra nosotros durante todo el viaje y hacer las mismas preguntas de siempre (‘Where are you from?’, ‘what’s your name?’, ‘are you married?’). Los indios tienen una propensión para la cháchara y el ‘quítate tú pa ponerme yo’ que da envidia. Con lo aburrido que es el Talgo… En fin, que no duermes nada, porque la gente habla, el tren entero huele a orín, hay mil paradas y las literas son incómodas y pegajosas, pero los momentos que se viven durante el viaje no se pagan con oro. Básicamente, porque no te aburres. En un viaje de veinticuatro horas, eso es todo un logro.

En una de las paradas nocturnas, el de Nottingham y yo conocimos a un profesor hindú que volvía a su tierra natal después del curso lectivo en Canadá, donde daba clases. Nos explicó que la independencia en India llegó demasiado temprano, porque ni Pakistán ni Bangladesh ni India estaban preparados para ese salto, a pesar de que las familias poderosas del norte (con sus propios intereses políticos y económicos) y el mismísimo Gandhi pensasen lo contrario. El desastre actual de muchas zonas que prosperaron bajo el dominio británico (como es el caso de Kerala) es consecuencia directa de los intereses de una minoría que hizo ver al mundo entero que, en realidad, ellos eran la mayoría. O, al menos, eso es lo que él opina. No le doy la razón, pero me parece un punto de vista interesante de un indio que valora los progresos en educación, política, abolición de castas y desarrollo de la mujer que hicieron prosperar a todo el sur del país durante la colonización (especialmente, a partir del siglo XX). Punto de vista distinto, al menos. Y bien razonado, porque a veces nos olvidamos de que algunas realidades incontestables tienen más caras de las que aparentan.

Cuando llegué a Kannur (todo palmeras, manglares, sol radiante, clima benigno), cogí un taxi local o rickshaw y me dirigí a este lugar perdido del mundo, Costa Malabari. Kurien, el encargado, un indio barrigón y afable con un encantador bigotito blanco, me ofreció amablemente un desayuno porque estaba hecho un estropajo, pero no tenía una habitación disponible para mí. Claro, como soy así de bravo, me fui allí sin reservar ni nada. Pero yo le dije que no me importaba, que había ido a su hotel directamente a hablar con él porque estaba escribiendo un guión sobre el theyyam y tenía entendido que él era una eminencia en el asunto, así que si tenía que esperar, esperaría. Nos entendimos bien. Me buscó otra habitación en el centro de Kannur y, al día siguiente, ya estaba instalado en este lugar bendito donde uno podría echar raíces si quisiera. Dicen que este pequeñísimo centro (cinco habitaciones) tiene una de las mejores cocinas de Kerala. Doy fe. Hoy cené tiburón con leche de coco sobre una hoja de plátano (con la mano, por supuesto) y aquello estaba para gritar ‘aleluya’. Además, la construcción del edificio, oculto entre palmeras, es harto curiosa, porque se trata de un antiguo telar manual de techos altísimos en la nave central, como si de un templo cristiano se tratase, y cuartitos muy apañados en los contrafuertes, además del porche. Es un sitio ideal o bien para dialogar con tu ‘yo’ interior o bien para volarte la tapa de los sesos. Barato no es, pero caro tampoco. Y es el único sitio desde el cual puedo acceder a todos los rituales theyyam que quiera, así como a alguna bibliografía en inglés, e incluso puedo llegar a conocer a algunos directores de cine de la zona, amigos de Kurien. Si a eso le sumamos las playas desiertas que se esconden tras las palmeras a menos de cien pasos, digamos que he tenido bastante suerte, aunque mi presupuesto no me permita que esa suerte se prolongue por muchos días.

(Nota: una de las huéspedes es la mujer más hermosa que he visto en toda mi vida. Hermosa hermosa hermosa. Una sueca de pelo moreno, actriz, que se hartó del paro laboral que asola su país y se vino a India a desperdigarse. La muy cabrona va a rodar una película en Chennai la semana que viene. No ha perdido el tiempo. Es hermosa. Se parece a Liv Ullmann, y un poco a Harriet Andersson, también. Se lo dije, le dije que tenía la misma boca de Liv Ullmann, y ella se puso roja. Me ha encantado este coqueteo espontáneo. Hoy vi la puesta de sol con ella y hablamos de cosas banales. Es hermosa).



Y bueno, os preguntaréis qué es lo que pasó con Kannur. Pues nada. Nada de nada. Kannur tiene la proximidad al theyyam y muy poco más, ya que se trata de un enclave comercial y portuario sin mucho encanto y con pocas perspectivas salvo que hayas nacido aquí y tengas unos lazos familiares muy enraizados. La noche que pasé en el Palmgrove Hotel esperando a que Kurien me recibiese con los brazos abiertos fue bastante tediosa y un poco amedrentante. Hay un gran número de musulmanes en esta región que te miran con una fijeza descarada; a veces, de hecho, te apetece salir corriendo y meterte debajo de las sábanas (que no hay, porque aquí no se necesitan). Y es que la musulmana cuando mira es que mira de verdad. Yo devuelvo la mirada con igual o mayor descaro porque intuyo que son mujeres acostumbradas a excitarse por la vía visual, y eso da pie a breves pero intensos fogonazos de pasión. Espero que luego no se lo digan a sus maridos.

La cosa, como ya he dicho, mejora en los alrededores. Pero tuve una pequeña crisis durante ese primer día al ver que relacionarme con las gentes de Kannur iba a ser algo más complicado de lo que me imaginaba en un principio. Por no decir imposible, porque nadie habla inglés, ni hindi siquiera. Sólo espero que el theyyam me fascine lo suficiente como para tirar el ancla y vérmelas con todos estos autóctonos. Si consigo acostumbrarme a esa manía que tienen de negar con la cabeza cuando quieren decir que ‘sí’, me daré por satisfecho. De momento, espero con ansia mi primera iniciación en el atávico y surreal mundo del theyyam. Quedan tres horas para que empiece el ritual de esta noche, que parece ser uno de los más grandes de acuerdo con el calendario lunar, y no puedo dormir de la emoción. Digo lo de dormir porque el theyyam es de dos a seis de la madrugada, y tal vez me vendría bien una pequeña siesta de las de después de cenar tiburón. Aunque, según el libro que estoy leyendo, el noctambulismo es fundamental para entrar en trance durante el ritual, algo así como una especie de droga natural que estimula los sentidos. Visto lo visto, me pondré a leer algo, a estimularme el bajo vientre o a contar mosquitos. En la próxima entrega, el sorprendente amanecer del theyyam.

Sergio. 16/01/09.


1 comentario:

Mr Green dijo...

Me encanta como los describes hasta tal punto que me siento allí mismo.

Un beso desde España