
No debo intentar decir nada.
Tan solo
¡CRACKIGOBERRIGOROMPI!
Ismael. 29/07/10.
La desconcertante vuelta a la Vieja Decrépita Europa, y de cómo nuestro protagonista Bicéfalo se atrincheró en el Bierzo, tomó aire y saltó una vez más a Madrid en un giro tan significativo como convulso. Todo sobre el amor, el horror, las democracias reales e irreales de nuestro planeta mental y el cometa Ajenjo, ése que nos invita a vivir. Ya. Ahora. Así que no leas, tunante, y vive.
Sucede una cosa cuando estás bajo las aguas del monzón, y es que tu mente va despacio y las horas se suceden idénticas bajo un cielo de seda. Estoy en Kannur, sólo por unos días. Los pájaros se vuelven locos bajo mi ventana y Shafi pinta las paredes de un cuarto próximo al mío. Ahora no llueve, pero lloverá por la tarde. Mi ropa lleva dos días tendida y sigue húmeda. Padmini hace el mejor chicken byriani de toda India. Cómodamente triste e incolora se manifiesta la vida en un mes necesario: fuera, el agua; dentro, la historia.
Nada ha cambiado demasiado y esa sensación de intemporalidad, que ya me había asaltado en Madrid cuando volví de India por primera vez, estrecha considerablemente dos vivencias distanciadas, pero sólo en apariencia. Nunca me he ido de Kannur. Hay sitios a los que ya no voy porque sé dónde están y lo que hay allí. Aunque alguien con muy poco gusto ha edificado un muro sobre nuestro club, hay más clubs esparcidos por el bosque (casas abandonadas, canchas de headball, partes traseras de tiendas de snacks). La mar es de color marrón y no podría estar más furiosa ni aun bajo la tempestad. Viento y charcos en el camino que no tiene sentido vadear. Nadie se ha olvidado de Teto y los saludos de mis conocidos, de mis amigos, son mecánicos, programados por una costumbre ya ininterrumpida.
How is Vila?
How is Loli?
How is Anuka?
How is Begoña?
How is Andrés?
Empecemos por Kurien. Tras llegar a la estación de Kannur, dejé mis maletas en consigna porque no esperaba que Costa Malabari estuviese abierto durante el monzón y tenía que buscar otro alojamiento disponible desde el que poder visitar a mis amigos. Así es como encontré a mi conductor de rickshaw favorito, Santhosh, en la populosa esquina del templo de Adi Kadalayi. Él me dijo que Kurien andaba por ahí haciendo recados, lo que simplificó mucho mi plan para las próximas dos semanas (tenía pensado bajar a Kochi sólo para verle a él). Kurien hizo acto de presencia en su motocicleta y me abrazó y sonrió con esa enigmática e imperturbable sonrisa suya. ‘Estás muy delgado’. Acto seguido me encomendó a la que es más o menos mi residencia habitual (aunque no por mucho tiempo, porque le sale caro tenerme aquí; cuando vuelva a iniciar mi curso de malayalam, y será por un tiempo indefinido, tendré que alquilar una casa), donde la maravillosa Padmini me recibió con algo más de efusividad que la última vez. Comí y vi a uno de mis buenos amigos, Shafi, subido a una de las vigas del techo. Está repintando gran parte del antiguo telar que Costa Malabari es. Lo acompaña un joven tan hermoso que tienes que pellizcarte para creértelo. Eso sucede, por lo general, con toda la gente que vive aquí: sea o no una apreciación subjetiva, no se puede ser más guapo.
Kurien es el eterno misterio. Cálido y generoso como el buen anfitrión indio que es, también es un personaje circunspecto que va y viene con una espontaneidad difícil de definir (¿para qué habría de hacerlo?). A menudo te encuentras con la sensación de que hay que hacerle la pregunta correcta para iniciar una conversación con él, aunque otras veces las palabras se suceden solas. Le encanta hablar del pasado con una dosis justa de nostalgia, reconociendo que hubo una edad de oro en Kerala para la vida familiar y el desarrollo cultural. Sus veranos con sus doce primos, pastoreando en el bosque hasta el atardecer y bañándose en la laguna con una pastilla de jabón compartida, me traen el salpicar de ese agua y el aroma de ese arrozal. Noches en las verandas donde se comía y se bailaba y se daba caudal a una energía infantil que alguien o algo se ha empeñado en destruir en casi cualquier parte del mundo. Del theyyam a la comida a los libros o a los incidentes con los turistas, nuestros temas de conversación son fluidos y variados y a veces se apodera de nosotros el silencio y Kurien empieza a fumar sus cigarrillos y a toser. Me preocupa su estado de salud, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Él bromea (relativamente) diciendo que ningún hombre de su familia pasó de los cincuenta y tantos. Kurien tiene cincuenta y ocho.
Padmini ya me acepta como un ente familiar y procura hacerme zumo con las frutas de la pasión que crecen en el jardín trasero. Hasta me enseñó su casa particular cuando me afanaba en no hacer perder a mi equipo de headball (el nuevo deporte de moda en Adi Kadalayi). Espero hacerme entender. No es que sea una persona cerrada, es que es una mujer india de edad madura sin apenas conocimiento de inglés y las barreras que todos esos factores implican hacen de nuestra relación lo que es: básica, sencilla, terriblemente cotidiana (sobre todo desde que me pide que no llegue tarde a casa, entre otras sugerencias adorables). Sus eructos, además, son los mejores del mundo.
Kiran tiene un trabajo en Bangalore como soldador y le veré justo antes de marcharme. Después de mis lamentables últimos encuentros con él, parece que las cosas le van un poco mejor. Su hermano Arun sigue siendo mi gran cómplice, el único con el que guardo contacto telefónico cuando no estoy aquí. Su novia de toda la vida (secreta, por supuesto; para más información sobre la susodicha, vean Post nº103: ‘Palabras en el libro de las palabras’) se ha casado con otro hombre por obligaciones familiares y eso ha devastado a Arun, aunque seguro que ha habido días peores que los que vive ahora. Por un lado, se resiste a pensar en otra persona y habla de ella como si todavía fuese su novia, como si nada hubiera pasado. ‘One life, one love’, dice en la nocturnidad de nuestros encuentros, ingenuo o no, ligeramente ebrio, y en absoluto triste. (Nota: el concepto occidental de ‘tristeza’ no tiene lugar en las culturas asiáticas y lo que se percibe como indiferencia no lo es tanto; por decirlo de algún modo, todo es uno, no hay nada que ganar y perder y los sucesos de la vida son tan relativos y efímeros como la vida misma). A veces percibo el rostro de Arun sobre la luz de la pantalla de su móvil, o brevemente tras la llama de la cerilla que encenderá nuestros Gold Flake. Es un joven despierto, cariñoso, conservador, tímido, insoportablemente bello. Su hermana Priya (a la que llamé Pranath el año pasado, confundiéndola con el nombre de su marido, ¡ayayay!) ha tenido mellizos, y con el padre de los mismos trabajando en el Golfo, el padre de la propia Priya alcoholizado en cualquier parte del estado y Kiran en Bangalore, Arun es la única presencia masculina en la casa. Hice mi visita de rigor para presentar mis respetos, comer mango, identificar mi cara blanquita en el álbum de bodas de Priya y asombrarme nuevamente por los distintos episodios que el tiempo organiza en su discurrir.
Shafi, Amjath, Shahanas, Deepak, Samir… todos siguen aquí con sus ‘programs’ (planes nocturnos que suelen incluir ingestión de frutos secos, alcohol y canciones), sus trabajos pobremente remunerados, sus dientes blancos. De Shahanas no hablé el año pasado porque él acababa de volver de Dubai y todavía no nos conocíamos mucho. Esta vez me presentó a su familia, incrédulos cuando el pobre Shan les decía que tenía un amigo europeo. Su tía me preguntó que por qué soy tan blanco, yo le contesté que soy así, sin más, ella no se quedó satisfecha y quiso saber si me echaba muchas cremas para tener la piel tan blanca, y yo me di cuenta de que me estaba tomando el pelo, pero sólo tras varios minutos de estupefacción.
Hay una rara intimidad, no obstante, cuando estoy a solas con los extraordinarios Arun, Shafi y Amjath. Ellos tres hacen de mi vida en este rincón del mundo todo lo familiar y ordinaria que a veces olvido que es. No tengo qué decir lo valioso que esto me parece.
Caen hojas de palmeras al suelo, el clima invita a la recreación en el sueño (tengo sueños fabulosos, como ése en el que Kurien nos invita a mí y a mis amigos astures a comer cecina y jamón en un recinto cerrado mientras, afuera, un tigre inmóvil y gigantesco asusta a un buen número de domingueros), las horas pasan lentas, un significado pesado en todas ellas, una naturaleza incógnita en la bella y ya indiscutiblemente familiar Kerala.
Sólo quedan tres post para la esperadísima season finale de Miss Kalashnikov. ¿Te los vas a perder, tunante?
Cuando un pez nada, sigue nadando y el agua no se acaba. Cuando un pájaro vuela, sigue volando y el cielo no se acaba. Desde las épocas más remotas jamás un pez se salió del agua nadando, ni un pájaro salió del cielo volando. Pero cuando un pez necesita un poco de agua, se limita a usar ese poco; y cuando necesita mucha, usa mucha. Así las puntas de sus cabezas están siempre en el borde externo (de su espacio). Si un pájaro vuela más allá de ese borde, muere, y lo mismo ocurre con el pez. Con el agua el pez hace su vida, y el pájaro la hace con el cielo. Pero esta vida es hecha por el pájaro y por el pez. Al mismo tiempo, el pájaro y el pez son hechos por la vida. Así hay el pez, el agua, y la vida, y todos se crean recíprocamente.
Sin embargo, si hubiera un pájaro que quisiera examinar primero el tamaño del cielo, o un pez que primero quisiera examinar la extensión del agua, y luego tratara de volar o de nadar, nunca podrían moverse en el aire o en el agua.
Dogen. 'Shobogenzo'.
Cuando iba a la universidad
me lié con un místico y nos fuimos a París con más místicos como él.
En el autobús se fumaban porros
no uno o dos TANTOS que el conductor tuvo que parar y amenazar con una llamada a la policía que nunca hubiera tenido lugar
(no obstante, y para no llevarnos a engaños sobre la verdadera naturaleza de un místico, nadie quiso ver ‘El tercer hombre’).
En París se celebraba el ‘Foro Social Europeo’. Ni idea de qué iba eso.
Discutí con una gallega muy vehemente.
‘Yo he venido a París por el Foro Social’.
‘Yo no. Yo he venido a pasear por París’.
En el Foro Social de marras sentaban cátedra Ken Loach y otra gente que tendría mucho que decir al respecto de cosas que no me importaban lo más mínimo.
No quería política, quería belleza.
E inteligencia.
Y una fusión de estos dos atributos que me hiciese follar de continuo.
Me olvidé del místico, que por otra parte también se quería olvidar de mí, y vi hojas de colores otoñales, imágenes en las que todavía no alcanzaba a ver el engaño.
La gente habla y luego muere.
Otro grupo de místicos, apiñados en un colegio mayor cerca del Pompidou,
bebían y fumaban porros y una muchacha de Majadahonda de piel oscura y blanda como un palillo de hachís se jactaba de salir de casa únicamente para pillar más porros.
Foro Social Europeo.
Nunca he sabido gran cosa de política, ni he tenido una mente especialmente equipada para el pensamiento crítico.
En París hubo un desfile.
Todos los místicos ocuparon calles de pasado ilustre y yo me aburrí mucho y busqué amor en otra calle donde un vasco y su amante me pagaron varias copas.
Dormí en el metro.
El viaje de vuelta fue silencioso y París, todo lo odiosa que yo fui con ella.
Te he dado tanto odio, París. Por dos veces más te vomitaría la ignorancia de mí mismo.
Y en cuanto a política
(querido místico; ¿esperabas una lágrima por no tener conciencia política?)
sólo sé que el acto noble y el genocidio son
lo mismo
y nada de eso significa o importa nada.
Ismael. 17/07/10.
Aterricé en Singapur a las nueve y media de la noche de un miércoles, y por no saber no sabía siquiera dónde estaba Singapur exactamente. Miré un mapa. La puntita de una península al sur de Tailandia, separada de Malasia por un estrecho de aguas marrones. Muy bien, me dije, vamos a ver de qué va esto. La primera impresión siempre te la da el transporte público. Sólo a juzgar por el funcionamiento del cercanías, se veía que Singapur era próspera y avanzada. Lamentablemente, eso no se traduce en las tres cosas que todo lugar (y por añadidura, toda persona) debería poseer: el tino, el cotarro y el ardil. Eso que a India no le cuesta nada escupirte y de lo que Singapur, en un terreno infinitamente más pequeño, carece monstruosamente. Porque la pseudo-dictadura de Singapur es el agujero más feo y deprimente en el que he caído hasta el momento. Influyó el hecho de que mi corazón estaba resentido al abandonar Australia. Pero había cosas que no tenían perdón de Dios. Como éstas.
Frente a la arquitectura del suicidio, algunas casas descontextualizadas y brillantes en la Chinatown menos Chinatown que he visto nunca. Poco más. Cogí el tren para hacer un círculo por la isla y atisbar la frontera con Malasia. Filas infinitas de colores industriales. De vez en cuando, un poco de bosque tropical; al fin y al cabo, Singapur queda a pocos grados de la línea del Ecuador. Pero no hay nada salvaje ni exótico en esta ciudad, ni siquiera en la comida, un barullo de cocinas orientales del que debo destacar un pastel malayo de color amarillo y textura de esponja. También comí una cosa que parecía un ojo sin pupila, todo blanco y venoso. A lo mejor era un ojo de un animal desconocido para mí. No tenía sabor, ni el caldo en el que flotaba mejoraba el asunto. Podrían haberme puesto agua de fregona y me lo hubiera tragado igualmente.
A veces venía el monzón y tenía que esconderme bajo casetas de columpios o en portales cubiertos con atmósfera apocalíptica. Pero no podía estar allí eternamente, y la lluvia no quería parar. Así que me mojé. Goterones de agua templada caían sobre mí y sobre el tráfico siniestro que corría en paralelo a mi caminata. No sabía adónde iba. Los cambios horarios y el estado de transición me hacían no desear nada. Aunque sí estaba muy cachondo. Pero eso me sucede siempre que cojo vuelos y cambio de país. Se me pasa con los días.
Harto de la indiferencia y de los ronquidos de un compañero de cuarto (pronto diría adiós a los dormitorios comunales), me fui corriendo a una terminal del aeropuerto que se llama ‘Terminal Barata’, y tras esperar mucho y pasar por unos controles de aduana en los que me enteré que el tráfico de drogas en Singapur es castigado con la muerte, tomé rumbo a Bangalore. Oh, mi querida y añorada India. El vuelo corrió por cuenta de la muy económica pero incompetente Tiger Airways. Viendo los precios de la comida en el avión, intenté controlar mi apetito y leer un poco. Lástima que mi lectura fuese ‘The road’, de Cormac McCarthy. Obviamente, me entró más hambre todavía. Y sed. Me habían robado el agua en el control de equipaje, así que probé a beber directamente del lavabo. Asqueroso. Volví a mi asiento pero el estómago me rugía, así que me bajé los pantalones y pedí un biryani que tardaría cuarenta minutos de reloj en prepararse, cuando todo lo que hay que hacer es meterlo en un microondas. Entremedias, la azafata venía y me decía ‘¿tienes hambre?’, con una sonrisa que quería ser cordial, espero. Diez malditos dólares por eso. Odio cuando me pongo tiquismiquis con el dinero, aunque si no lo hiciera hace mucho que me habría venido abajo.
Y de vuelta a India.
De vuelta a los sinsabores, los engaños, los dilemas, las contradicciones, el color, el cansancio, el calor, las tropecientas mil veces al día en las que me enamoro de alguien o de algo…
Bangalore no es mi ciudad preferida. Un paseo en rickshaw hace ahora siete meses me dio una impresión del lugar que no ha diferido mucho en mi nueva visita (habrá una tercera, cuando coja un nuevo avión de vuelta a España y la segunda temporada de ‘Miss Kalashnikov’ concluya en un apoteósico e inesperado clímax). Llegué a medianoche sin reserva de hotel ni nada, aunque no fue por no intentarlo. El caso es que muchos hosteleros cogen el teléfono cuando les apetece, que no suele ser muy a menudo. Debí llamar a la hora de la siesta o cuando estaban viendo el culebrón. Tantée varios lugares en SC Road sabiendo que me la iban a intentar meter doblada a la primera de cambio con habitaciones deluxe que, sorprendentemente, eran las únicas que quedaban libres, y cositas por el estilo. En las recepciones se agolpaban indios que también querían dormir bajo techo y su competencia era demasiado dura. Ladridos de perros rabiosos. Miradas sorprendidas o narcotizadas de mendigos. La noche era un tanto inclemente pero al final encontré un cuarto que además tenía tele por cable, con lo que el día no pudo terminar mejor: partido de España-Paraguay en directo y la primera vez desde que empezó el año que dormía en una habitación para mí solo. Fue un gustazo poder desnudarme e ir y volver al baño en pelotas y hacerlo todo en pelotas, que es una de las cosas que me hacen más feliz.
Al día siguiente intentaría gestionar lo más rápido posible mi salida de allí. Y cómo no, lo primero que hice tras el desayuno fue algo bastante obvio: ir al mercado. Las comparaciones entre mi lugar de trabajo en Melbourne y esto no tendrían ningún sentido. Compré almendras, un cortauñas - navaja la mar de útil y una fruta que no pronuncio correctamente (‘chikku’, creo) pero que es pequeñita y fea como una patata y que sabe a gloria. Cebollas rosas, pepinos como cuernos de vacas, plátanos, cocos, flores de colores violentísimos engarzados en collares por mujeres laboriosas, conos púrpuras de talco ceremonial, vasijas, espinacas y un intenso y estimulante olor a mierda. Fue tan cálido como un beso en la frente cuando estás enfermo, y me dio la energía para olvidar lo que había pasado en los últimos meses y empezar a andar lo que serán los próximos.
No recordaba lo mucho que me cargan las maratones turísticas y las visitas a los templos, sobre todo cuando éstos se encuentran plagados de visitantes indios que te hacen fotos y el cuestionario completo sobre tu persona. Pero necesitaba ir a Hampi por mi amor a las rocas (de ello hablaremos en el próximo episodio) y porque estuve muy cerca de hacerlo el año pasado y ahora tenía una oportunidad de recrearme holgadamente antes de bajar a Kerala. Así que me metí en un autobús nocturno donde me pidieron mi billete como una docena de veces y, a las pocas horas, amanecía en un valle verde y naranja, brillante bajo la luz de este sol ceniciento de julio.
Hampi es un pueblo realmente pequeño, construido en las ruinas de un antiguo bazar y rodeado de aún más ruinas. Hace quinientos años la actual Hampi fue el centro del imperio hindú Vijayanagar, del que se escribieron cosas casi milagrosas en su día. Por mucha imaginación que le echasen los cronistas de la época, Vijayanagar fue poderosa y seguramente rivalizaba en hermosura con el impresionante enclave natural que escogieron para su edificación. Los sultanatos del Deccán arrasaron con todo y mataron a mucha gente y a día de hoy el reflejo de Vijayanagar es tan mortecino que me hacía pensar en cómo serán nuestras propias ruinas dentro de no tantos años. Las ruinas siempre dan mucho que pensar. Sobre todo cuando cabras y vacas encuentran su sustento y su meadero en ellas, cuando los murciélagos duermen y cagan sobre las cabezas maltrechas de Shiva y sus consortes, y cuando ni siquiera los lugareños se cortan un pelo a la hora de alternar entre las pilares de lo que deberían proteger. O tal vez no. ¿No tienen, acaso, otras cosas mejores de las que preocuparse? ¿Quién soy yo para juzgarles por destrozar lo que no podría estar ya más destrozado?
Decenas y decenas de templos descabezados, bellos como la locura más lúcida, duermen y se mantienen en el sueño y ni las rocas que las vigilan ni nadie puede entenderlas ni descifrar su pasado. Me encantaría viajar en el tiempo. De verdad.
El templo de Vitthala, dedicado a Krishna, es un recinto de altares y mandapas que me dejó boquiabierto, aunque ya sabía que sería así. En los frisos y las columnas se describen dos aspectos fundamentales de la vida de los hindúes de Vijayanagar: a) el tino que tenían y b) lo bien que se lo pasaban. Bailes graciosísimos y mujeres entregadas al amor que meten la mano por debajo del taparrabos de su amante. El templo principal tiene columnas musicales que sólo el guarda de turno (y ni siquiera él) puede hacer sonar. Se me escapa cómo alguien puede construir algo así, y me divierto imaginando las fiestas que se debían pegar todos juntos, haciendo sonar el edificio con sus propias manos. De noche, a la luz de las antorchas y con la música dulcificando el valle. Seguramente lo hacían a costa del sufrimiento de mucha gente, como todo lo que genera placer y seguridad, pero sólo podía pensar en el ingenio de esa construcción y en risas de hombres y mujeres en danza, engullidas por el tiempo.
En breves, hablaremos de rocas en Hampi y Badami, de los infortunios y curiosidades de la vida en India y de alguna banalidad más previa a mi breve retorno a Kerala. Salud.
Sergio. 11/07/10.