jueves, 16 de abril de 2009

XLVI. La gran desaparición.

Justo cuando había abortado mi búsqueda de lo divino,
una fantástica confirmación del alma de los árboles
o una palabra destinada a morir en mí, revelada como en un sueño
(yo, no esclavo de una palabra, sino de “la palabra”),
justo en plena apertura del mundo racional, por el que no sentía más que vergüenza y una falsa empatía, estéril de toda creatividad,
se me presentó un hombre, sudaba como el trabajo,
nepalí, eso dijo, con alguna reserva, tal vez una secreta inferioridad que no le hizo, en ningún caso, aparentar menos autoridad,
compartimos un auto y no dijimos nada,
yo miré el triste exterior, el agua espumosa, marrón, algunas bocas inesperadas, desaprobaba la expectación pasada,
cuando el nepalí dijo, ‘usted lo que necesita es una gran desaparición’,
‘¿disculpe?’, ‘una gran desaparición,
los chamanes de mi país olvidaron cómo invocarla, tampoco en Ecuador han evolucionado al respecto desde lo de la eterna juventud,
pero cerca de aquí, lo sé, existe la posibilidad de experimentar una gran desaparición’,
‘¿qué es una gran desaparición?’,
‘el propio nombre lo indica, y si me lo pregunta es porque ya lo sabe’
y no lo supe, pero el milagro del nombre, antesala de un misterio más grande que el primer fuego, atormentó mi cabeza ya podrida con imágenes de prestigio internacional
(¿la muerte entendida como farsa?; ¿la conversación postergada que acaba con un hoyo cavado en el jardín trasero?),
‘¿adónde debo dirigirme?’,
‘a ninguna parte’, y el nepalí de piel ridículamente abierta se apeó, ‘me quedo aquí,
aquí es donde ha de volver dentro de cien noches’,
‘¿aquí?’, y el paraje, burdo a la luz del día, privado de perspectiva mágica e incluso de una poesía arbitraria, me devolvió a la sombra,
‘aquí tendrá lugar la gran desaparición’,
el auto arrancó y el nepalí quedó quieto en aquella esquina gris y roja, ni siquiera un punto destacable en la sordidez del bosque, ni un gato negro,
y aunque en principio yo no tenía más intención que la de drogarme en una ciudad de cierto renombre,
decidí esperar en una pensión, a quince kilómetros por un camino hecho de tripas de insecto, un agujero excesivamente respetable,
allí la espera se convirtió en un resumen traicionero del letargo de mi vida, promesas de lo increíble apenas asomaban en sueños,
‘usted lo que necesita es una gran desaparición’
(la tía Irene, una cachonda, murió sin ser vista y nadie creyó en la veracidad de su cadáver, tanto así que mientras la cubrían de tierra sus hijos no podían contener las risas, ‘¿hasta cuándo va a seguir con este teatro, la jodida?’),
‘¿qué es una gran desaparición?’,
pregunté en la pensión y a la gente de los alrededores, poco temerosos de Dios, pero lo suficiente como para evocar demonios con los ojos, y no hallé respuesta,
el lento sudor del nepalí apareció en mi y dificultó tareas básicas como el comer y el dormir, únicas actividades gratificantes en la ausencia de fe,
y la noche noventa y nueve llegó, y estando yo en un porche de cristales empañados, dudé, ‘¿habré contado bien los días?’, y lamenté no haber llamado a un auto, por si acaso, temblé y pensé en los fantasmas improcedentes que abrían mi culo durante la fiebre,
duro amanecer cuando no sabes si el rosa imberbe del cielo es de pérdida,
lentas horas, bebí un poco y fui al cine, la película fue más o menos premonitoria, hablaba de invasiones extraterrestres y de una civilización oculta, soñé otro poco y me quedé a verla por segunda vez, a la espera de que alguien me pudiese calmar, pero mi sudor era repugnante y un niño me gritó ‘¡piel de sapo!’,
tormento líquido,
el auto llegó después de la cena y comprobé que el conductor, poco interesado en disimular un enfado propio de quien es interrumpido cuando va a meter el dedo en el tarro de la miel,
se perdió, a propósito, creo , y tardamos casi dos horas en hallar el místico portal, donde no había nada, nadie, una luciérnaga pasó, dos culebras dejaron de aparearse,
me apée, el conductor me pidió trescientos, yo le di doscientos veinte y un beso, se fue,
yo, solo,
acomodé mi visión a la no visión, siluetas ordinarias y líneas paralelas, nada imprevisto,
mi sudor penetró en el oído, donde una ceniza aventurera se vio obligada a naufragar,
pasaron tres horas, un deseo más en la noche,
y de los árboles surgió el nepalí, tan mojado como escupido por un mar subterráneo, y me miró, sin sonreir,
‘gracias por esperarme’,
y yo le miré, ahogado en mi propia cobardía, y le supliqué, ‘quiero ver la gran desaparición’,
‘muy bien’,
y el nepalí, ante mis ojos, desapareció.

Ismael. 12/04/09.

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