domingo, 26 de abril de 2009

LII. De lo que encontré en Bhimapalli.


Estoy buscando un trabajo en Trivandrum. Esa actividad ha devuelto el acné a mi rostro y merece un capítulo o varios capítulos aparte. Es demasiado sórdido, surrealista y patético. A veces, incluso divertido. Pernocto en el mismo hotel en el que quisieron atribuirme una mancha de tinta en una sábana, básicamente porque es el mejor y el más barato. Se acuerdan de mí, no obstante. Puedo soportarlo, ya que mi primera opción hostelera me salió un poco rana (demasiados mosquitos y cortes de agua al mismo tiempo).

¿Qué es Bhimapalli? Es el nombre que recibe ese suburbio musulmán del que ya os hablé el mes pasado, donde me he enterado que se puede conseguir cualquier película. Y con eso quiero decir, literalmente, ‘cualquier película’, por extraño que parezca. Ya había visitado Bhimapalli en mi búsqueda de películas malayalis y de otras cosas más pedantes. Recién llegado a Trivandrum, estaba febril y ansioso por ver cine y adquirirlo a ese precio tan ilegal. Bhimapalli sufre una redada policial una vez al año, más que nada por costumbre; nadie puede derribar el mini-imperio cinéfilo que ha germinado en la miseria costera. No es el mejor sitio para pasear de noche, desde luego, pero a la luz de la tarde, con un mar revolucionado, unas cuantas capillas católicas, mezquitas fosforescentes, canchas de fútbol improvisadas, raudales de basura y millones de películas latiendo en sus estanterías y cajas de cartón, Bhimapalli es un asalto a los sentidos. Junto con el East Fort, es mi parte favorita de Trivandrum, una ciudad-horno con muy poco que hacer y, aun así, muchos sitios adonde mirar en busca de consuelo, compañía, distracción o desesperación. Aquí cocinan un biryani muy rico y me gusta cenar masala dosa en un Indian Coffee House en forma de torre de Babel, con las mesas vertiginosamente inclinadas y repartidas en un pasillo en espiral algo lúgubre.

Echo de menos a todo tipo de gente que mezclo grotescamente en mi memoria, indios y españoles, familiares y amigos. En mis sueños, a veces, organizo fiestas con unos y otros y nos decimos cosas que olvido antes de poner un pie en el cuarto de baño y recibir el nuevo día. Estamos condenados a no comprender los mecanismos de la memoria, tan aleatorios y sorprendentes como son.

Vuelvo al cine. Me he hecho una pequeña filmoteca con copias de calidad muy alta. Estoy encantado con ellas. Espero sobrevivir así a los largos parones entre las expectativas de empleo y las expectativas creativas, aún peores. Éstas son algunas de las películas que estoy viendo, seguidas de las conclusiones pertinentes, aplicadas al análisis y desarrollo de mi guión maldito. Esto puede no despertar mucho interés. Lo asumo.

‘Francesco, giullare di Dio’ es una película que me vuelve loco. Ya he comentado alguna vez que me gustan mucho las monjas y los frailes. También me gusta mucho Rossellini, pero nunca como en esta obra maestra. Hay muchas cosas que aprender de ella: la humildad de los personajes aplicada a la puesta en escena, por ejemplo; el trabajo inteligentísimo con actores no profesionales, y el diálogo mudo que tiene el único actor profesional, Aldo Fabrizzi, con el maravilloso fraile que pone rostro al padre Ginepro, toda una lección de interpretación; el guión, que a partir de viñetas sencillas alcanza unas metas profundísimas; lo divertida que es, en resumidas cuentas. Adoro el episodio del leproso, como es natural. Especialmente cuando éste se gira con incredulidad y mira San Francisco, como cerciorándose de que su abrazo no ha sido una ilusión provocada por la luna llena. Soy muy fan de lo que le dice San Francisco a un pájaro mientras está orando entre unos matorrales: ‘canta un poco más suave’. Cuando la serenidad, la sencillez y la hermosura de esta película dejen de anonadarme, intentaré aprender de ella.


‘The river’ de Jean Renoir es una película que ya había visto, doblada al español. Luego la grabé en VHS, subtitulada, pero no sé qué fue de la cinta. La tenía muy viva en mi memoria, o eso es lo que pensaba, y aún así necesitaba verla más veces por eso de ser una historia occidental rodada íntegramente en la India y entroncada en la filosofía y las costumbres bengalíes. Renoir parte de las experiencias y la educación sentimental de una escritora británica criada a orillas del Ganges, co-escribe con ella el guión y se empapa de la seducción india con una facilidad pasmosa para crear una de las películas mejor dirigidas que he visto nunca. El salto del documental a la ficción es casi invisible y los dos géneros se retroalimentan con la ayuda de una voz en off nada artificial y que no se impone sobre el resto de voces, músicas y sensaciones que se abren mágicamente en cada uno de los planos. Y qué planos. Vuelve a sorprender, como en Rossellini, la sencillez, que mucha gente podría confundir con comodidad. Por ejemplo, el comportamiento de la familia protagonista ante la muerte de su único hijo varón podría ser tildado de superficial. Lo difícil es dejarse llevar, como espectador, por el estoicismo y la sabiduría de unos personajes que siguen adelante con sus vidas, sorteando los clichés del melodrama sin que, además, se note en ningún momento. Es una película de su tiempo (1950) que, a su vez, demuestra una personalidad impropia de su tiempo. Pienso en lo fácil que es abrazar el sentimentalismo cuando escribes sobre hechos traumáticos. A menudo, se desea inconscientemente el punto de vista más morboso, más efectista, debido a una rapidez emocional que no hace más que dilatar y devaluar el mensaje. Luego piensas en el porqué de esas películas que te devuelven a la vida con la sensación de ser mejor persona. ¿Cúal es su secreto? ‘The river’, en su manejo del dolor, de la felicidad efímera y del recuerdo, es digna de todas las atenciones. Como para verla día tras día.


‘Le journal d’un cure de campagne’ de Bresson es otra película de 1950. Las tres películas que estoy comentando lo son, y no me había dado cuenta hasta ahora. Las tres son altamente religiosas (el género que más me tira ahora, qué lo voy a hacer). Yo quería que mi personaje se pareciese al cura de Bresson, a San Francisco de Asís: un personaje de bondad manifiesta que se atormentase por su pecado original. En cambio, me ha salido un seminarista pedante, muy lejos de la humildad necesaria para conseguir una identificación (o, al menos, el tipo de identificación que yo estoy buscando). El cura de Bresson muestra su debilidad y el muro que le separa del mundo desde la primera secuencia. Enseguida le vemos seguir una dieta estricta de vino de mesa azucarado con pan. Es evidente que está precipitando su propia muerte por cáncer estomacal, muerte que abraza secretamente y no sin un acusado sentimiento de culpa. Paradójicamente, intenta predicar lo que él no es capaz de conciliar. La voz en off constante se justifica por el género epistolar. Sorprende que, a pesar de subrayar descaradamente lo que ya vemos en la imagen, no caiga en la vacuidad o en el ridículo. Bresson nunca da demasiado, pero tampoco se queda corto. El equilibrio milagroso de Bresson es uno de los enigmas más fascinantes que se puedan conocer.

Sigo instruyéndome en Adoor Gopalakrishnan, al que se la unido uno de los mitos de Kerala, el insigne John Abraham, que acabó tirándose desde la azotea de un edificio, completamente alcoholizado. Muchos directores de cine se suicidan en India. Alegan estrés por parte de los productores. La verdad es que mucha gente se suicida aquí, no sólo los directores de cine. El caso de Abraham era una historia de auto-destrucción manifiesta; el pobre nunca se lavaba, ni comía, ni se apartaba de su ebriedad cotidiana. Me muero por ver dos de sus cuatro películas, joyas importantes del cine de autor de los setenta y los ochenta.

Como algunos habréis adivinado, vivo una etapa en la que todos mis demonios están por ahí fuera. Reconducir mi guión es una pesadilla alternada con momentos de calma. La incertidumbre laboral no ayuda mucho. He retardado el momento más comprometido de mi estancia en India, que viene a ser la estabilidad económica, y eso tiene sus consecuencias. De ello hablaremos en breve, queridos amigos. De momento, no me voy a convertir a ninguna religión ni me voy a abandonar a la meditación, aunque a veces me sorprendo acariciando las raíces de algunas higueras imponentes, o contemplando el sorprendente puja (ofrenda) a la diosa Ganaphaty, consistente en romper cocos contra la piedra de una fuente (son su fruto favorito). Todo bastante inofensivo, de momento. Salud.

Sergio. 26/04/09.

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