domingo, 17 de octubre de 2010

171. Las minas y los putos.


Cuando Reinaldo me dijo que ‘se cogía a dos minas a la vez’ me conduje inevitablemente por la imagen surrealista de un hombre pajeándose con dos granadas en una trinchera. Al poco hice zapping por la inenarrable parrilla televisiva argentina; una rubia, tal vez Graciela Alfano, u otra que tal baile, explicaba a los contertulios: “yo no me vendo, yo soy una mina que lavura…”. Las minas y los flacos son gran parte del universo sexual de este país. A él también pertenecen los putos.

‘Puto’ suena mal. Fatal. Pero si pienso que no deja de ser lo mismo que ‘maricón’, y que yo mismo me río de si uno es una maricona o de si otro deja de serlo, le quito valor peyorativo al término. Eso no quita que no me eche para atrás cuando lo oigo en boca de algún argentino o argentina, porque cuando uno viaja solo tiene que ser cauto en éste y en otros muchos aspectos. Nunca se sabe si el ‘puto’ puede indicar una homofobia real. No así la ‘mina’, que tal vez en su lunfardo originario fuese algo más sexista de lo que hoy en día resulta. De hecho, he acabado comprendiendo que ni los putos ni las minas son indicadores de ningún tipo de conservadurismo. Ya son muchos los extranjeros que me dicen eso de que este país es muy machista. Yo no lo sé. Un país es sólo una construcción mental, y adornarlo con una individualidad humana es un despropósito o un oportunismo o las dos cosas.

Esto viene a cuento de que todavía me sorprende mi actitud con respecto a la homosexualidad. Como le dije a Juan Cruz, “agota tanto dar explicaciones como no darlas”. En India nunca me plantée hablar abiertamente de ello con mis amigos porque no sólo hubiera sido contraproducente sino que tal vez respondía (si nos situamos en el contexto cultural indio) más a un deseo mío que a una necesidad real. Al fin y al cabo, y por muchas cosas que parezcan los indios, desde retrógrados y salvajes hasta mismísimos esclavizadores de mujeres, a nadie allí le importaba la vida íntima de nadie tanto como podía aparentar su curiosidad puntual sobre algún aspecto. (Por no hablar de que las minas en India no responden al tópico de infelicidad que se le intenta atribuir desde el Occidente progresista. Recuerdo tener debates apasionantes con Penny a este respecto).

En Australia la cosa iba a ser bien distinta. De hecho, jugué con la ambigüedad desde una situación de relativa seguridad. Esto iba a resultar ser una trampa. Porque una cosa es no sentir la urgencia de mencionar tu sexualidad a un recién conocido. Otra muy distinta es evitar el tema a toda costa. O reaccionar con indiferencia ante la enésima vez en la que alguien supone que te gustan las minas porque eso es lo que les gusta a los flacos. Y eso es lo que he estado haciendo en Argentina. Dar rodeos. A estas alturas.

Uno es el principal enemigo de sí mismo. La sociedad no le va a hacer nada que él o ella no pueda hacerse con muchísima más violencia que la que adorna a una multitud. Por eso me apena darme cuenta de cómo me contemplo a mí mismo. Cómo un miedo aparentemente benigno contamina el potencial de tantas conversaciones y tantos momentos. Cómo eso paraliza y hace olvidar que existe un presente al que se le debe todo.

Argentina no es un país homófobo. Yo lo soy.


Sergio. 17/10/10.

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