miércoles, 21 de abril de 2010

137. “All we see and all we seem”: historia de un picnic en Hanging Rock.



Era el día de San Valentín del año 1900. Las hijas adolescentes de Albion descubrieron la turgencia de un mundo muy anterior al suyo (rocas volcánicas como penes erectos en mitad del valle). Sus nombres eran Miranda, Marion e Irma. A ellas se les uniría Miss MacGraw, una profesora de matemáticas obsesionada con la hipotenusa. Salvo la pobre Irma, expulsada del paraíso por razones que a todos se nos escapan, las tres restantes no volvieron a habitar nuestro mundo. Hanging Rock se las tragó. Los aborígenes australianos vuelven a estar en lo cierto al decir que este lugar tiene “asuntos pendientes”.

Joan Lindsay rescató del olvido la leyenda popular de Hanging Rock, o tal vez dio vida a algo que habitaba secretamente en cada uno de los vecinos de Victoria (y de la humanidad en general). Muchos aseguran que algo pasó allí, aunque nadie es capaz de encontrar una sola referencia escrita del suceso; ni un recorte de prensa ni tampoco un acta policial de la desaparición. Pero todos atribuyen propiedades misteriosas a ese conjunto de rocas tan singular. No es el único que destaca en la planicie australiana, pero sí está lo suficientemente cerca de la civilización (una hora en coche desde Melbourne) como para picar la curiosidad de las mentes más urbanitas. Al fin y al cabo, pocos son los que verán ciudades enteras de rocas en los confines de Kakadu. Pero es difícil no hacer un picnic en Hanging Rock. Es el lugar ideal para pasar la tarde de un domingo. A pesar de lo sucedido con Miranda, Marion y Miss MacGraw.




Penny y yo somos grandes amantes del misterio de Hanging Rock, de la novela de Joan Lindsay y, sobre todo, de la obra maestra de Peter Weir. Creo que tenía diecinueve años cuando compré la película por Amazon. Aficionado desde siempre al cine de terror y a las tramas paranormales, ‘Picnic en Hanging Rock’ era demasiado estimulante como para dejarla escapar. Sin embargo, hubo algo que me desencantó tras un primer visionado. Puede que fuera su final abierto, o la arriesgada estructura que situaba gran parte de la espectacularidad en el primer tramo. Es una peli rara, de música desconcertante, geografía violenta y diálogos que parecen extraídos de una pesadilla callada. Pero, ¡cómo gana con el tiempo! Creo que nunca hubiera apreciado la sensibilidad extraordinaria de Weir si no hubiera conocido las rocas que configuran esta isla. El alma de la película son sus rocas, símbolo de la fascinación/miedo por lo desconocido o metáfora de lo que a cada uno le apetezca, y las rocas son asimismo el alma de Australia. ‘Picnic en Hanging Rock’ podría ser la gran película australiana en tanto que dibuja con precisión el contacto entre dos culturas, la occidental y la aborígen, sacando a la superficie la historia de un continente y su conflicto. Es el punto en el que el cuento gótico inglés se encuentra con la inasibilidad del mundo natural en su estado más salvaje, cristalizado en las formaciones tubulares, galerías y agujeros sin fondo de Hanging Rock. Hasta que no visité algunos rincones de Cape Tribulation o Kakadu, no entendí del todo la fuerza que empujaba a Miranda, Marion e Irma a través de las laderas rocosas. Sin embargo, es imposible no sentirlo cuando se está aquí, porque, y ya lo he dicho varias veces en este blog, las rocas están vivas. Y tanto Lindsay como Weir lo entendieron a la perfección.

Suyas son dos versiones de la misma historia, y que la desaparición sea real o ficticia no importa demasiado. Estamos muy acostumbrados a oír de gente que se extravía y de la que no se vuelve a saber nada más. Incluso hubo un caso de un pueblo entero que se evaporó, dejando intactos sus hogares y puestos de labranza, como llevados por el viento o engullidos por una nube invisible (los mismos elementos que transportaron al sanguinario profeta Elías al otro lado, el mismo al que Cristo llama desde la cruz).

Lo que hace relevante el mito de Hanging Rock es su síntesis elemental. Un grupo de alumnas receptivas, soñadoras, paradójicamente enamoradas de una vida que se les niega (al ser alumnas de un estricto internado de tradición británica), reciben una llamada de la naturaleza y dejan atrás todo lo que las ligaba al mundo físico. Precisamente en la edad de la vida en la que deberían ser más sensuales y más físicas. Su ascensión a “la roca” es la eterna búsqueda del sentido, el relato más importante de la historia de la humanidad. Lo que me fascina hasta la obsesión es que un personaje tan opuesto, el de Miss MacGraw, también escuche la misma llamada. En el mítico último capítulo que Lindsay decidió no publicar, ése en el que descubrimos lo que pasa con las desaparecidas, el rol de Miss MacGraw es muy destacado y aún más desconcertante si cabe. ¿Quién está preparado para pasar al otro lado del espejo? ¿Por qué Irma no pudo hacerlo? ¿Qué sabía Joan Lindsay sobre todo esto?

(Nota: la Lindsay es una tía muy curiosa. Ella misma disfrutó de un picnic en Hanging Rock en 1920, y su primer impacto con esas rocas tuvo que ser determinante en la gestación de la novela, que no sería publicada hasta casi cincuenta años después. Su editor le aconsejó que no incluyese el capítulo aclaratorio, sabia decisión que alimentaría el poder de sugestión tanto de la novela como de la película de Peter Weir. No obstante, y por petición de la propia Lindsey, el capítulo saldría a la luz después de su muerte, y yo pude leerlo en una sala ominosa de la biblioteca estatal. No dice nada que no pudiera imaginarme, pero me sorprendió lo bien escrito que está y lo terrorífico que resulta. No es, en absoluto, el final postizo que prometía ser. Lindsay, siempre reservando un aura de misterio en todo lo relacionado a Hanging Rock, afirmó haber visto una vez a un grupo de monjas correr a través de una campiña desierta. Posiblemente las mismas monjas que tuvieron que escapar de un convento en llamas veinte años atrás, en aquella misma campiña. Esta mujer sabe lo que es romper el tejido espacio-temporal).




La llamada.


Penny y yo no desplegamos nuestro mantel de cuadros en las faldas de Hanging Rock. Comimos nuestro dulce de vainilla en el pueblo vecino, y luego ascendimos por la gran roca. De no haber habido familias con niños en todas direcciones, lo hubiéramos disfrutado mucho más, qué duda cabe. Por suerte, vimos dos promontorios que parecían comunicarse entre sí, y allí encontramos galerías extrañas que nos devolvían al mito. Me metí por agujeros como si fuera un reptil, dando brazadas a lo largo de una roca erosionada y fría como el pasado de los siglos. Penny escudriñaba el horizonte (ahora mucho más poblado, granjas y carreteras de asfalto por doquier) desde los pináculos, sembrados de vegetación arisca. Paseamos, resbalamos y nos perdimos por el sendero de nuestra imaginación. Uno no quiere volver de un sitio de así. Uno quiere desaparecer en él.

Si no habéis visto ‘Picnic en Hanging Rock’ (Peter Weir, Australia, 1975), aquí tenéis un muestrario de lo que os estáis perdiendo.






Y, como bonus track, dos piezas musicales ACOJONANTÍSIMAS de Gheorghe Zamfir que dicen tanto de la película como sus imágenes. ¡Esa flauta de Pan! Saludos a todos desde este hemisferio. Ismael y yo agradecemos muchísimo todos los comentarios cálidos que nos dejáis. Son muy buenos compañeros en nuestro viaje.


All we see
and all we seem
are but a dream.
A dream within a dream.












Sergio. 22/04/10.

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