viernes, 6 de abril de 2012

236. Arriba en el tejado.




Hace unos pocos días que soy vecino del multiétnico y a menudo malinterpretado barrio madrileño de Lavapiés. La cosa surgió de un día para otro, un boca a oído y de ahí a otra boca y a otro oído y como resultado un acuerdo entre dos partes y un me viene muy bien y su correspondiente pues a mí también. Así es como ocupo durante unos meses una buhardilla en la calle Buenavista (esquina con Santa Isabel) hasta que en julio los caseros suban el precio del alquiler y yo me ubique en otro lado. Leopoldo, mi gato de raza gris y blanca (felinus corrientucus), está bastante contento porque puede salir al tejado por la ventana y perseguir así enigmas de la percepción humana bajo el asqueroso cielo de Madrid. Como es un caguica se queda siempre muy cerca de la buhardilla, aunque puede tirarse horas contemplando una bella estampa capitalina, es decir, los tejados de Lavapiés, La Latina, y al fondo, Aluche y Carabanchel, tejas y bloques de cemento y campanarios neoclásicos perdiéndose en un horizonte gris-anaranjado-fétido.

Estoy viviendo mi mejor etapa desde que llegué a Madrid y eso se debe, principalmente, a que he vuelto a pasar muchas horas conmigo mismo (bueno, y con Leopoldo, pero Leopoldo se convierte, muy a menudo, en una proyección animal de mis propías manías y miedos y fantasías y miserias y aleluyas). La costumbre me ha hecho una persona que se desenvuelve muy bien en soledad, con todo lo bueno y lo malo que tiene eso. Ayuda el hecho de que la mayor parte del día laboral me lo pase metido en el almacén en el que trabajo, y cuando llego al centro de Madrid ya no me apetece hacer otra cosa que no sea apoltronarme en la buhardilla, comer algo, ver algo facilito, asomar el hocico para ver todos los tejados del segmento sur en el mismo sitio en el que estaban la noche anterior, y dormir. No me gusta que mi cabeza se conforme con tan poco, ni me gusta que ésa sea la tónica general de una vida asalariada en el Primer Mundo. Desde luego que ese conformismo explica mucho o prácticamente todo sobre la situación de desidia en la que nos encontramos y nuestra incapacidad galopante de hacer algo para cambiarla.

Os adjunto, en primicia, el prólogo de ‘El pasajero separado’. Estoy novelando la historia de la que me gustaría hacer una serie, pero el panorama audiovisual me obliga a ser racional y razonable y a asegurarme de que la historia queda contada, en el soporte que sea. Por ello me he lanzado a escribir más bien un novelón que una novela, porque la auguro larga como la pena si es que quiero que en ella esté contenida toda la metralla y todos los personajes que hay en la serie.

Es largo, al menos para un blog, así que lo dejo y me dejo aquí. Salud.




Más le hubiera valido a Atul Sidola no haber salido de la cama aquel domingo. Un resfriado común, propio del cambio de una estación a otra, o la simple holgazanería del día del Señor, que predispone cuerpo y mente a placeres simples como el fútbol y la añoranza de cosas muertas, habrían hecho bostezar al destino, que habría pasado de puntillas por ese quince de septiembre, y así nada habría pasado, Ismael sería ahora un joven desempleado con un currículo brillante, Loli estaría casada con alguien veinte años mayor y le habría dado al menos dos réplicas exactas de sí misma, Amelia nunca se habría vuelto loca y, más importante aún, nunca habría habido revolución. Nunca. No en esta tierra tan cafre, donde las masas que siguieron a Buenaventura y luego al caudillo y luego a la Unión Europea son las mismas que, hartas de seguir caminando, y encima a tientas, hoy se sientan a ver la tele y declaman en silencio, hasta aquí, y añaden, ahora me siento y no me muevo más, y luego mueren.

Pero Atul quería que su hijo pequeño fuese con él al monte, que viese huellas de animales y hojas en descomposición y raíces abigarradas, como en trance, que se portase como un hombre, en definitiva, y no como el juguete de su mamá. Vale, dijo el niño, ¿puedo llamar a Loli para que se venga? No, vamos solos tú y yo, ¿por qué andas siempre rodeado de mujeres? Es mi mejor amiga. Yo nunca tuve amigas. Porfa, si vas a sacar fotos por ahí y no me vas a hacer ni caso. Atul calló, tal vez porque sabía que, una vez llegados a la hombría prometida, no se atrevería a educar a su hijo, ni le miraría a los ojos siquiera, tal era su miedo de encontrarse con algo que no pudiera entender, no sólo una brecha generacional, sino una catástrofe de la expectativa a jornada completa, ya me entienden, tú no eres yo y así prendemos hasta con agua. Dile que venga con la ropa de gimnasia, vamos a ir muy arriba, al cerro, no me vaya a venir en vaqueros y luego se los rompa y tenga que comprarle unos nuevos, ya sabes lo pesetera que es su madre. ¿Entonces la llamo? Sí. Gracias, papá.

Tres horas después, más arriba, en la falda del cerro, uno que tuvo un nombre y luego otro y al final lo que queda es el cerro, y no el nombre, por lo tanto nos referiremos a él como el cerro, pues en la falda del cerro andaba Atul sacando fotos a los brazos extendidos de las hayas y a los anfibios que habían salido esa tarde en busca de agua e insectos, e Ismael y Loli, en sus edades pre-adolescentes y con sus chándales de darle a la pelota y saltar el potro, se perseguían entre sí y ponían voces malignas que habían escuchado por la tele y transformaban el entorno natural en una proyección de su imaginación fracasada. Si Atul hubiera sido otro tipo de mentor se habría metido la camarita por el culo y habría llamado a los niños, Ismael, Loli, venid aquí, mirad, esto es un bosque, entiendo que a vosotros lo mismo os da jugar aquí que jugar en la calle, pero hay una gran diferencia entre la calle y esto, los bosques y las selvas y los campos sin edificar son ecosistemas que ya estaban aquí antes que nosotros y de los que nos hemos servido indiscriminadamente y con bastante poco tino y adonde hemos de volver si queremos saber de verdad quiénes somos o si queremos comprender adónde hemos llegado bajo nuestra bandera de progreso, de esta forma Ismael y Loli tal vez se habrían sentado a escuchar el piar de los pájaros carboneros y a dilatar en la medida de sus infantiles posibilidades el espacio entre un pensamiento y el siguiente. Aquella tarde, no obstante, pasó lo que tenía que pasar, en primer lugar, que Atul prefiriese el recreo estético, algún ramalazo de personalidad tenía que enarbolar el buen hombre, que con ser minero y haber nacido en la India tampoco rebasaba el vaso, en segundo lugar, que Ismael y Loli siguiesen jugando a ser perseguidor y perseguida, o la versión inversa, y en tercer lugar, que eso no fuese más que un preludio-señuelo del destino ante un suceso de difícil explicación, ¡y qué hermoso señuelo!, la naturaleza como muro de los sentidos, Atul y los niños royendo el esqueleto de la percepción, observados desde las ramas por unos ojos neutros de pájaro, el bosque, el bosque como escenario abandonado por sus actores, territorio de lo posible y de lo invisible. Digamos ahora que las uvas ya están pisadas para la iluminación. Ismael se puso muy violento en su juego, casi al tiempo que Atul perseguía una víbora por un canchal, cámara en mano, ¡Ven aquí, puta!, y agarró la muñeca de su mejor amiga y la empotró contra el tronco de un roble y dijo, Ahora te voy a matar, Loli cerró los ojos por toda contestación y esperó la muerte, y tras un silencio de un minuto, segundo arriba segundo abajo, los volvió a abrir para renacer como ajusticiadora, Ahora me toca a mí. Y esta es la cultura del conflicto. Nos tiramos la vida entera corriendo detrás o delante, y mejor si no nos engañamos al respecto, hay caídas más duras pero ésta se las trae.

Atul dio por perdida a su víbora y subió los ojos al cielo, por ver qué había por encima de su calva negra y si valía la pena hacerlo eterno. Qué poco sabía él de la eternidad, y cuánto iba a aprender de la misma en los próximos minutos. Gritó, ¡Ismael!, ¿dónde estáis?, y su hijo respondió, ¡Aquí!, refiriéndose con esa falta de precisión, que no de rigor, a la casa frente al tejo, un edificio abandonado y parcialmente en ruinas donde hacía muchos años había vivido un barón o un marqués o, en cualquier caso, alguien de privilegios que quiso apartarse de la sociedad de su época cuando el lodazal de las revueltas campesinas amenazaba con poner sobre el papel lo que antes no había hecho falta justificar de ningún modo ni registrar en ninguna parte, ya sabemos adónde ha ido a parar esa costumbre, el hombre de privilegios (y de costumbres disolutas) se hizo una casa en aquel mismo lugar, por aquel entonces mucho más verde y frondoso, y se entretuvo con distintos ensayos de un anarquismo primitivista ciertamente cómodo, ya que tenía un criado para la leña y otro para los rebaños y otro más para la limpieza de interiores y un cuarto criado para la de exteriores, poda de frutales y desmalezado incluidos, e incluso había un criado para la cocina y la huerta y el sexo, las tres cosas juntas, ya se sabe que el que es bueno en la chacra también lo es amasando el pan, todo eso concluyó cuando la muerte vino a rescatar al hombre de privilegios de su utopía, en su vida siguiente sería pasto forrajero, cosas de la deuda kármica, los criados tomaron la casa y al no estar acostumbrados al mando acabaron poco a poco con ella, años más tarde sería refugio de maquis y de sus familias y de otros enemigos de la patria que esperaron el fin de las guerras y de los fascismos europeos en ese destello de libertad que prometía el monte de la cornisa cantábrica, y con la segunda mitad del siglo que ahora nos ocupa, pues derrota y olvido y vagabundeos varios y heroinómanos escondiendo su entendimiento íntimo de la industria del carbón y sexo furtivo entre lobos y cazadores y escombro, que es lo que siempre queda al final. Esta no era la primera vez que Ismael jugaba en la casa frente al tejo, ya se había dejado seducir por el enclave en excursiones pasadas, bien sea por efecto de supersticiones antiguas, ¿quién de pequeño no ha entrado en una casa encantada por ver si es verdad que el demonio existe y se manifiesta allí donde nadie se atreve a posar la mirada?, o bien porque el juego desemboca, inevitablemente, en estructuras conocidas, en casas, establos, cobertizos, tiendas de campaña, estaciones de servicio, ataúdes, y para perdernos por las formas menos conocidas de la naturaleza tenemos todo el libro por delante. Ismael quiso esconderse de su amiga, ahora enemiga por circunstancias del juego, y qué mejor para despistarla que hacerlo por los interiores de una casa deshabitada, eso daría a su fantasía una tercera y hasta una cuarta dimensión. Loli dudó por un momento entre seguirle hasta allí o quedarse fuera, del mismo modo que Atul dudó entre quedarse en la cama o sacar a pasear al chaval. Echó un vistazo al tejo, como pidiéndole permiso para entrar. El viento movió la copa del árbol hacia un lado, luego hacia el otro, y así Loli obtuvo el sí, se subió el pantalón a la altura del ombligo y gritó, Allá voy, y añadió, Voy a destriparte como a un cerdo, niño, y se introdujo en la casa por una puerta sin marco. Atul llamó otra vez. Nadie contestó.

A eso de la medianoche, Atul se personó en el cuartel de la Guardia Civil, un pabellón de barriada obrera a la salida de Tremor de las Regueras, y denunció la desaparición de su hijo pequeño, Ismael Sidola, y la de su amiga, Loli García. ¿Pero cuándo sucedió? Esta tarde. ¿Esta tarde?, si son más de las doce, Atul, ¿qué has estado haciendo desde entonces? Buscándoles, ¿qué iba a hacer?, ¿sentarme a comer pipas?, soy su padre, por Dios. Nadie ponía en duda su paternidad, ahí estaba la tez morenita del muchacho, sin ir más lejos, que sacado de contexto podía parecer un gitano, con toda la carga semiótica que eso conlleva, pero no se trataba ahora de ponerse en el pellejo de un padre desesperado, ya que éste no era un padre cualquiera, no, era un moro de ésos, uno de los pioneros en esto de quitarnos el trabajo a los de acá, y muy rarito él, desde siempre, y ahora dice que se le han perdido dos niños en el bosque y que anduvo él sólo buscándolos hasta bastante después de que oscureciera, venga hombre, y la benemérita se chupa el dedo, éste se entretuvo enterrando los cuerpos después de Dios sabe qué atrocidades, si me hubiesen dejado a mí hacer una ley de extranjería, ibas a ver tú cómo cambiaban las cosas. La versión de los hechos que Atul proporcionó al Cuerpo-Estado no satisfizo a nadie, menos aún a los padres de Loli, que se agolpaban como fieras a la entrada del cuartel en pose de linchamiento y bien provistos de seguidores, es lo que tiene ser, además de los padres de la víctima, el alcalde del pueblo y su primera dama. Márchese, ya se le tomará mañana declaración en el cuartel central. No puedo. ¿Cómo dice? No puedo salir ahora… me van a matar. Dígales que es inocente. No me van a creer. Bueno, que le crean o no, depende de usted, ahí la Guardia Civil no le puede ayudar. Atul miró fijamente al sargento y acto seguido miró, con menos fijeza, borrosamente incluso, un retrato de los reyes de España cuando éstos tenían treinta tantos, enmarcado, colgado en la pared, entre dos torres de ficheros, bajo una bandera con dos franjas rojas y una amarilla en medio de las otras dos. Así se entretuvo un rato. La gente gritaba desde la calle. Atul, tiene que ir a ver a su familia, a su mujer, contarles lo sucedido, ayudarles en este momento tan difícil. Ismael… ¿Perdón? Estaban dentro, yo les oí. Pero una casa no se traga a nadie, Atul, al menos en este país todavía no se dio el caso. Estaban dentro, ¿les dirá eso a los de afuera? Haremos lo que esté en nuestra mano… ¿Dónde está la cámara? La tiene el cabo. Cuesta mucho esa cámara, es profesional. Vuelva a casa, no se encuentra bien. De acuerdo.

Atul salió a la calle y le llovieron hostias por todos lados. Cuando llegó a casa, su mujer y su hija mayor estaban levantadas, ya iban por el tercer requemado con miel de la noche. Le vieron entrar, quitarse las botas de montaña y la cazadora, acercarse desde las sombras de la entrada hasta la cocina, cuya luz atraía incluso a los que no estuviesen en ese momento precisamente inclinados por la claridad. Allí su rostro barbado y sangrado, su mirada indiferente y su color culpable cercando barba y ojos como una valla electrificada, allí el dolor desprovisto de fuerza para encarnarse en verbo, allí la madre leyendo un cuerpo e imaginando otros dos con mueca de horror de regalo y subconsciente a flor de piel en la edición extra. ¿Qué pasó? ¿Qué oíste? ¿Qué pasó?, te pregunto. No sé. ¿No sabes? Te lo juro, Amelia… no sé. La tercera en discordia se llama Harleen, en este preciso instante tiene dieciséis años y dos meses, y no pinta nada en el dramón porque el que se ha extraviado es el pequeño, el favorito de la madre, el querido por todo el pueblo por sus ocurrencias y simpatía, el menos moro (junto con la madre, que es blanquita como un calendario sin números), el protagonista absoluto de la familia Sidola desde el momento en que nació, ahora elevado a categoría de mito, ¿qué digo elevado?, canonizado sería la palabra correcta, y en el futuro veremos como ese trasvase de ordinariez a trascendencia mística hacía mucho más que apuntar maneras. Harleen llora, siempre se le dio bien, pero nadie la mira, son pocos los que se apiadan de su dolor porque ella, al menos, vive en el mundo de la certidumbre, sin embargo su hermano, qué habrá sido de él, estará vivo o muerto, se lo habrán llevado a otro país para prostituirlo o para vender sus órganos o lo habrán abducido o vete a saber, que venga alguien y nos lo cuente, hay una necesidad plenamente justificada de narración en este momento, y una presencia descarada de elipsis y saltos espacio-temporales que, a menos que proporcionen una razón de ser en el futuro, ahora mismo se nos antojan bastante tramposos. Porque vamos a ser serios, en un momento estamos en un bosque y de pronto ya nos meten a toda prisa en el cuartel y nos sueltan la bomba de los niños perdidos, ¿y qué pasó entre medias?, ¿por qué?, ¿hay que hacer de adivino en esta historia?, ¿a esto tipo de trucos se ve reducida la gran nada en la que parece estar sumida la literatura en particular y la expresión artística en general? Bueno, calma. Ciertamente, algo tuvo que pasar entre las cinco y diecisiete minutos de la tarde del quince de septiembre de mil novecientos noventa y seis y las doce y doce minutos del día siguiente. Por pasar, pasó de todo, y no sólo en aquel bosque a los pies del cerro sin nombre, sino en todo el mundo y también en lo que está bastante más allá de él. Pero es mejor que nos dé más pistas Loli, de momento, y siempre y cuando le sea posible, ya que la niña reaparecería en Tremor de las Regueras una semana después, desnuda, en plena calle principal, horribles cardenales de pies a cabeza, y no a cualquier hora del día sino durante la misa dominical, tuvo que ser el Jonás el que la viera a través de la ventana, que por ser guitarrista y parte del coro le tocaba sentarse en un altillo al lado de las vidrieras del lateral, acompañado de todas las vírgenes sonrosadas del pueblo (o más bien amoratadas, que una vida sin sexo duele lo suyo y la piel no engaña), y gritó, ¡La niña, la niña!, y el rebañó entendió al tiro lo que estaba queriendo decir, los padres dieron un brinco y se abstrajeron de la plegaria y trotaron hacia la calle, a la discutible protección de un cielo gris de otoño bajo el cual la figura patética de Loli parecía un manchón sin limpiar en el retrete de Dios. ¡Mi niña!, ¡mi amor!, ¿qué te han hecho? Alguien gritó un NO, otro siguió por el mismo camino y pronto la escena se convirtió en una catarsis horrenda que no merece la pena describir, porque poco o nada podemos aprender de ella. Loli, ahora ya sondada y medicada con todas las drogas que el personal sanitario de Ponferrada le podía suministrar legalmente, decía frases inconexas, algo así como, Ismael, no, no me hagas, no, yo no hice, la tuve, la, no, por favor, sólo yo, una niña, y tú, todos uno. Quien se aclare con todo esto que nos lo diga, porque esto demuestra que algo no andaba bien en la cabeza de la pobre cría, qué habrían visto esos ojos, que habría pasado por ese cuerpo, qué cuchillos se habrían afilado con su alma. Desde entonces, estado catatónico y perfil esquizoide de por vida, la niña fue preguntada por Atul y su respuesta no fue ni que sí ni que no, fue miedo, ojos abiertos y sin pestañear, como los de una serpiente que espera y espera a que se mueva la rana que tiene delante. ¿Qué pasó, cielo?, ¿por qué no se lo cuentas a mamá? La primera dama tuvo que conformarse con esta triste herencia de hija y con un relato a medias, no le hizo falta mucho más para tener a Atul año y medio en la cárcel de Mansilla y sin una sola prueba concluyente en su contra, así es la justicia y si no te gusta hazte la mochila y andando, que nadie te pidió que les votases o que les legitimases de cualquier otra forma y menos aún que les rieses las gracias.

Ismael no apareció. Amelia se tiró el primer año tras la desaparición del niño repartiendo octavillas de ésas de ‘se busca’ a lo largo y ancho de la comarca minera de Igüeña, y de ahí al Bierzo en toda su extensión, y de ahí a la capital, León, y ya desesperada se bajó hasta Benavente y también viajó a la costa, a Gijón y a Avilés primero y luego más de uno afirmó haberla visto al comienzo de la temporada de verano siguiente preguntando a turistas lusos y madrileños por el posible paradero de su hijo pequeño en las playas abarrotadas de San Xenxo, provincia de Pontevedra. La gente de Tremor de las Regueras, poco proclive a dar en la diana del buen gusto, como en tu casa y en la mía y en la de todos, llegó a pararla por la calle y a decirle, Qué, con esto del Ismael estás haciendo un turismo que no veas, ¿eh?, quién te iba decir a ti. Sí, quién me iba a decir a mí, contestaba Amelia, y volvía cabizbaja a casa, donde le esperaba una salita de estar, y en la salita una mesa baja de té, y sobre la mesa un rosario y una biblia con tapas de plástico, y frente a la mesa un televisor, a los lados fotos de comunión y rostros asustados de monjas y beatas asomándose a una locura que lenta y calladamente se instalaría en la cabeza de esta mujer para no abandonarla nunca más. Fuera esta misma locura en alguien que antaño pecase sólo de excéntrica o fuera lo imposible de masticar un dolor que por momentos se amplificaba al sentirlo como ajeno, el caso es que Atul decidió hacer borrón y cuenta nueva al salir de la cárcel y abandonó a su esposa y a su hija y a Tremor y a su cada vez más raquítica cobertura industrial y se instaló en León, donde un viejo conocido le ayudaría a sacarse una licencia para llevar un taxi por el barrio de San Andrés, así quería pasar Atul la segunda mitad de su vida, tranquilo, olvidando o tratando de olvidar que esa mañana de septiembre no sólo no decidió quedarse en la cama, sino que se ofreció a la naturaleza para recibir como pago todo lo que hemos visto y lo que nos queda todavía por ver. Harleen, por su parte, terminó COU y se fue a Madrid a estudiar Comunicación Audiovisual, y es que la gente de su generación todavía podía permitirse el lujo de pensar que la universidad aportaría conocimiento y estabilidad a sus vidas, con lo que bien que le iban a venir esas dos cosas a Harleen, trayendo el peso que traía a sus espaldas, pero no, la vida no es tan fácil, y aunque Madrid había visto ya a muchas indias irse y venirse, Harleen no había visto todavía ningún Madrid, y eso a algunos les duele, joder si les duele. Lo que sigue se intuye: alcohol, drogas, novios, una novia que duró un mes y que fue un poco por probar, o como ella misma diría en reuniones sociales y veladas de poesía, para que no se diga que no lo probé y que no hablo desde la experiencia, hay que ver todo lo que esperamos de la experiencia, ni que fuera la panacea del mortal, y con esto y un embarazo no deseado y que por poco se traduce en bebé, llegamos a sus primeros cortos y a la creación de su propia productora audiovisual en León y a la reconciliación con su padre (que no con su madre, la pobre estaba ya como una regadera). Un piso y una hipoteca más que aceptables, estando la crisis como está, date con un canto en los dientes, un trabajo en el que no hay que soportar malos olores ni callos en las manos, sólo caras de bohemia trasnochada y algún que otro pedo producido por el café de máquina, un novio majete pero un poco impresentable cuando se emborracha, conexión de banda ancha a Internet, un gato que se llama Apu, un estante con libros de Nietzsche y Bolaño y Foucault y con películas de Bresson y Antonioni y Almodóvar (sólo de su etapa ochentera), vistas a un descampado, ducha de hidromasaje, firme aquí.

El rostro de Ismael se fue borrando de las vidas de todos los que le conocieron, menos de la vida de Amelia. Y así pasaron quince años.



(...)
CONTINUARÁ.

2 comentarios:

Elena Garrido dijo...

¡Queremsos más!

Maestrando dijo...

..que continúe, pero YA!