domingo, 30 de enero de 2011

190. Doña Marcelina.



En un humedal que llamea con los colores de la tarde vive Doña Marcelina Montiel, mi última jefa. A ella llegué un día que estaba cansado de no encontrar pegas (trabajos, laburos) mejores, y me monté en la bici para preguntar a las familias de terranientes venidas a menos. Ya dentro de la ‘Comunidad Mauricio Montiel’ una perra se escabulló por debajo de la tranquera carcomida y me lamió los pies y los codos, por ese orden, antes de arrastrar su vientre por el suelo de una forma ridículamente sumisa para tratarse de una perra de campo. No había nadie en la casa de tejuelas de madera, o eso parecía. Al poco, una mujer pequeña, de rostro achinado y pómulos firmes, profusamente maquillados, apareció para chillar a las chivas que pastaban a la entrada. Yo le grité ‘¡Doña Marcelina!’ y ella vino a mí como sabiendo perfectamente quién era y qué hacía allí. Descubrí que había varias tareas por hacer en aquel terreno vergonzosamente amplio: pastizales de chanchos, bosques de colihues y arrayanes, faldas de montañas donde alguna vaca perdida observa lo que pasa en el valle. Un agradable rincón para vivir y morir.

Al día siguiente, Lugrin y yo empezamos a picar leña y luego pasaríamos a la construcción de la cerca que nos ha llevado casi dos semanas terminar, en parte debido a lo costoso que era extraer, transportar, pelar y cortar la materia prima (cañas colihues, principalmente).

A veces hacía mucho calor y mi mente se abotargaba, incluso a la sombra de la murra espinosa y traicionera. Las acciones me parecían repetitivas y me ahogaba en pensamientos insanos. Pero eso sólo sucedía cuando estaba solo. Los días en que Lugrin me acompaña siempre hablamos mucho, de sueños, proyectos, películas, amigos comunes y no comunes, vegetarianismo, comunismo, zapatismo, en definitiva, pasado, futuro. Poco presente en esas horas de trabajo a las que cuestan encontrarle un ritmo y un sentido. Sería hipócrita no reconocerlo.

A veces llovía y teníamos que resguardarnos en la cocina de Doña Marcelina. Allí nos esperaban rondas infinitas de mate dulce (el mejor que he probado, aunque me gusta bastante más el amargo) y mermelada casera. Ha sido un placer conversar con ella y con algunos de los familiares que se dejan caer por allí, resguardados por la calidez inefable de esa cocina. Anécdotas del pasado, de cuando el patriarca Montiel gobernaba todo aquello con mano férrea y cultivaba alimentos con abono orgánico mucho antes de que éste pasase a llamarse ‘abono orgánico’. Leyendas de la zona, como la del niño que se perdió en el bosque un día que fue con su padre y sus hermanos a piñonear (a cosechar los deliciosos piñones de la araucaria) y apareció su ropa a los dos días, colgada de lo alto de un pino; desde entonces, se dice que el volcán Llaima demandaba un sacrificio infantil, y por eso el espectro del niño guarda la zona y se aparece en los saltos del río Truful y en las fotografías de los turistas. Otras leyendas hablan del culebrón de García. El tal García es el hombre con más tierras de toda la comuna de Melipeuco, y se dice del que tiene muchas tierras que ha hecho un pacto con el maligno. Ese pacto podría haberse materializado en una culebra enorme, o culebrón, que para algunos tiene cabeza de perro y vive en un galpón semi-escondido, alimentada de leche. Quien la ha visto (empleados del siniestro García, principalmente) se ha vuelto loco o ha promovido la difusión y transformación de este relato, es decir, una fantasía nacida del rencor campesino. Aunque seguro que hay una culebra por ahí, qué duda cabe.

Con Marcelina también vemos el telediario del mediodía, despropósito fascista aún peor que los engendros que emite la televisión española, y después la novela, una novela brasileña que se llama ‘Vivir la vida’ y que nos tiene enganchados a Lugrin y a mí. La protagonista es una modelo de buen corazón que también tiene algo de filósofa, enamorada de un fotógrafo-escritor que siempre se demora en besarla porque parece drogado, pero casada con el padre de éste, un hombre mucho mayor que ella y con muchos matrimonios a sus espaldas, todos con modelos. Ella le increpa, en un momento dado (y recién salida de la ducha, cómo no): “quieres apartar a todas sus esposas de la pasarela; ¿acaso te has propuesto acabar con la profesión?”. Impagable.

Observo a Marcelina, en la misma silla en la que ha estado sentada prácticamente toda su vida. Es buena para la conversa y una anfitriona excepcional. Nunca se ha casado, dice que debido a una decepción amorosa de su juventud. Sus hermanos, ávidos de la tierra que ella gestiona como puede, la quieren echar de allí porque, según ellos, ‘una soltera no puede estar a cargo de una hacienda’, ‘una soltera no vale nada’. El machismo anacrónico de este país contamina el aire que respiran Marcelina y Susana y Lorena y Margarita. Un machismo heredado de una historia conflictiva con regímenes militares muy recientes y transiciones democráticas de mentira. En algunos aspectos, Chile es espeluznante. La belleza natural de la mitad sur, constantemente saqueada por la empresa privada, apenas contrarrestra lo tenebroso de su psicología.

Ya no hay plata con la que remunerar las pegas que hemos hecho en casa de Doña Marcelina. El intercambio de fuerza de trabajo por alimentos se vio interrumpido por la escasez de éstos últimos y la situación ya no puede sostenerse por más tiempo, aunque el último pago va a ser una cabra por la que tal vez nos saquemos unas cincuenta lucas en el mercado. Ambas partes estamos agradecidas, no obstante: nosotros por haber llegado a conocer otra faceta más del universo campesino mapuche, su hospitalidad, su sutil y complejo código de actuación… sus asados…; ella por nuestra dedicación y por la compañía que le hemos acabado haciendo, una compañía que apenas disimula su júbilo, un vacío de palabras e historias de pronto inflado por el tumulto de lo desconocido, de lo nuevo. Tal vez Marcelina me consiga un laburo en el lamentable sector turístico, peaje de aburrimiento que debo pagar si quiero seguir con mi viaje y con mi aprendizaje. Todo eso está en el aire. Pero lo importante en este país es tener contactos, y ahora, después de un mes de estadía, parece que ya tengo unos cuantos. Que sea lo que tenga que ser.

Me gustaría explayarme más en algunos pensamientos, pero escribir cosas en un espacio comunitario implica muy poca tranquilidad y un constante ir y venir de compañeros, visitas, actividades, por no mencionar el trabajo por hacer (siempre hay trabajo por hacer) que conlleva una dosis considerable de culpabilidad cada vez que me siento a leer o a escribir. Difícil equilibrio éste. Y de la resolución de este conflicto depende todo. Es este equilibrio la tarea más difícil que me va a tocar hacer. Quien haya percibido de qué empieza a ir todo esto, sabrá a qué me refiero.

Salud.

Sergio. 30/01/11.

viernes, 28 de enero de 2011

189. Amanita Muscaria (Parte I).



Se dice de la amanita que su contenido activo, el muscimole, o el ácido iboténico transformado en muscimole, se elimina íntegramente a través de la orina sin metabolizarse en el organismo. De ahí que el pis del chamán fuese néctar de los dioses, y que los campesinos siberianos se congregasen a la salida de los palacios cada vez que había celebración, a la espera de que los señores saliesen a mear, para así beberse el líquido mágico que les haría “entender” un poco más, o un poco menos… en cualquier caso, entrar en el éxtasis que a todos nos gustaría que fuera nuestra vida.

Debo al libro “Hierbas y plantas curativas” de Jorge Fernández Chiti un montón de información valiosa y neutral sobre los hongos habladores y las plantas mágicas, así como recetas y usos de tantas otras hierbas. Durante un tiempo se convirtió en nuestra lectura de cabecera durante el desayuno y después de la cena, y ahora recurro a él cada vez que tengo una duda o para solucionar algún trastorno de la forma más natural, eficaz y barata posible. Sus dibujos no ayudan precisamente a identificar plantas en una caminata de campo, algo para lo que se necesita un buen guía y años de experiencia en la materia. No obstante, siempre hay que empezar por algún lado. Dedico este post al libro de Chiti, a los alucinógenos que la naturaleza nos ha legado y cuyo uso queda prescrito desde los primeros himnos védicos, y al conocimiento prohibido, causante de tanta muerte prematura, tanto horror, tanta tortura degenerada a lo largo de los siglos.

La amanita pudo haber penetrado en América a través del estrecho de Bering, siendo originaria de Siberia y de la India. Su cúpula rojiza con motitas blancas es harto conocida, decorando el sotobosque de muchas ilustraciones infantiles, videojuegos y series animadas como Los Pitufos. Chiti opina que…

“El arquitecto catalán Gaudí, por ejemplo, constituye un caso típico de vida creativa consagrada al consumo de Amanita, clave de su obra, toda la cual es un canto al hongo alucinógeno (cúpulas, frentes y cruces están visiblemente inspirados en la Amanita, que por entonces crecía y se conseguía en la región de Cataluña: de allí los paseos ‘campestres’).”





Hay opiniones muy diversas en torno a la amanita y al igual que algunos detestan sus efectos y los consideran perjudiciales y/o intoxicantes, otros alaban su capacidad de fusionar al hombre con la realidad total. No en vano fue de uso común para los mayas y tantos otros pobladores originarios (crece aquí en la Chile mapuche, en bosques húmedos de pinos y alerces; en Europa se la puede encontrar bajo hayas y abedules). Este hongo se ha de desecar al sol y al aire para poder comerse y es esencial salivarlo muy bien. Tampoco se le debe quitar la corteza, porque en ella se encuentran los alcaloides que producirán animación, macropsia (los objetos se aparecen más grandes de lo que son en un estado de percepción no alterado), euforia y sedación contemplativa. Se ingiere el hongo entero, tanto la cúpula como el talo.

Alguien llamó “madre de todas las hierbas” al ajenjo. La absintina, que es su principio activo, da amargor al vermouth y al bitter y, disuelta en alcohol y consumida en grandes cantidades, produce alucinaciones (es el licor que hacía escapar de la realidad a los poetas románticos del siglo XIX). Es fácil llegar a la sobredosis, por eso es recomendada la dosis mínima posible si se la quiere ingerir como aperitivo (muy buena para los anoréxicos). Otros usos terapéuticos van desde el “estómago caído” hasta las lombrices pasando por el mal olor bucal. Ramas de ajenjo colgadas del techo alejan los mosquitos y las chinches, y también funcionan como contraveneno si se han ingerido imprudentemente hongos venenosos. Se puede preparar un vino de ajenjo para antes de los almuerzos muy fácilmente:

“Dejar en maceración durante quince días un puñado grande (cuatro dedos) de hojas desecadas de ajenjo en un litro de un vino blanco de buena calidad. Al cabo, se filtra haciendo pasar el licor por un papel de filtro colocado en un embudo. Tómese media copita de las pequeñas o una cucharadita de té.”

El opio se extrae de la adormidera, cuya flor es muy parecida a la de la amapola. Ambas se distinguen por las semillas, que son ovoidales y de color blanco en la adormidera. Soy fan de que Homero aluda a ella en ‘La Odisea’ como la planta que “hace olvidar todos los males”. Si se efectúa un tajo oblicuo en una cápsula fresca, estando ésta todavía verde y antes de que se hayan caído los pétalos, se puede recoger un látex gota a gota (con el dedo) que se recomienda depositar en un frasco de boca ancha. Eso el opio. Entre los alcaloides que contiene los más conocidos son la morfina (en porcentajes de hasta el veinte por ciento), la codeína, la papaverina y la narcotina. Se dice que hasta hace poco muchas madres en Europa daban a sus niños hojas de adormidera cuando éstos no podían conciliar el sueño. “Santo remedio” dice Chiti “ya que en las hojas existe escasa cantidad de narcótico, pero suficiente para sedar, relajar los músculos e inducir un sueño tranquilo”.

Nada mejor para los trabajos intelectuales que una infusión con semillas de anís, porque produce una estimulación leve y mejora la concentración. Si te gusta el sabor, claro, porque a mí siempre me pareció un poco repelente (siempre me comí caramelos de anís por educación, no por gusto). En la Edad Media se la llamaba ‘torna maritos’ porque hacía volver al marido de la mujer que había sido abandonada.

Atención al arroz:

“Cereal originario de la antigua China, cultivado por lo menos desde seis mil años atrás. Ha sido la base de la alimentación oriental y es el fundamento de la macrobiótica zen. Es el alimento más equilibrado que existe, y debería constituir la base nutricia humana. Un buen promedio de dieta saludable es: 50 por ciento de arroz integral; 20 por ciento de vegetales; 10 por ciento de sopas; 10 por ciento de animal (pescado); 10 por ciento de frutas y ensaladas. […] En la cáscara y fibras se halla la mayor parte de sus vitaminas y sales minerales (por eso se debe usar el integral). El arroz blanco, tal como se lo utiliza en Occidente, pierde lastimosamente casi la mitad de sus contenidos nutricios.”

Ayahuasca significa, en quechua, liana del alma, y se trata efectivamente de una enredadera que crece en torno a otros árboles, en las selvas amazónicas y cordilleranas que van desde Colombia hasta el norte de Bolivia y Paraguay. También conocida como Caapi o Yajé. Se separa la corteza del tronco, que es donde reside la harmina, su principio activo, y hay distintos tipos de liana para distintos tipos de efecto, todos pautados por el ritual religioso del que forma parte su consumo, ya que la vivencia de la ayahuasca ES COMUNITARIA, NO INDIVIDUAL. Regalo de los dioses, sin lugar a dudas. El chamán prepara una decocción tras machacar la corteza en un mortero y el iniciado (lamentablemente, nunca la iniciada), en su edad adolescente, ingiere a sorbitos el preparado, que ha de ser amargo y espeso y servido en una vasija de terracota. Esta experiencia condicionará su vida adulta, haciéndole ver cosas pertenecientes a esa otra realidad que nos es vetada por los límites que imponemos y que también les han sido impuestos a nuestra voluntad: viajes a mundos desconocidos, conversaciones con antepasados o voces ocultas en la naturaleza, transformaciones en felino, ave o reptil, experiencias con colores (fundamentalmente el azul). El efecto de la ayahuasca se manifiesta a los dos minutos de ingerir la decocción y produce un sueño tras el cual el indígena dejará constancia de sus experiencias a través del arte. Unos la toman sola y otros prefieren potenciar su efecto con otras plantas, fundamentalmente el tabaco. La ayahuasca es la planta psicotrópica por excelencia, además de un poderoso anticancerígeno (y, ¡oh paradoja!, una buena cura contra la drogodependencia), fuertemente contextualizada en un lugar, en unas comunidades indígenas y en unos ritos milenarios, fuera de los cuales su vivencia pierde todo sentido. Y pensar que hay gente que la compra por Internet y la consume en sus apartamentos de Nueva York, Londres o Berlín para acceder al mundo de los seres elementales sin ensuciarse los pies ni las manos…





“Al que toma beleño, no le faltará el sueño” canta el dicho español. Sobre la más antigua de las solanáceas, usada ya en Babilonia y en el antiguo Egipto hace cuatro mil años, Chiti dice:

“Lo específico de la sensación que causa la ingestión del Beleño es la liviandad, lo que se denomina “levitación”, y pasó a la fantasía popular como analogía con viajes sobre escobas, vuelos por los aires, bilocación, escape del alma mientras se duerme (para hacer fechorías, sobre todo eróticas…). Condenadas estas fantasías por la Iglesia, sin embargo ésta bien las potabilizó cuando pudo, atribuyendo a sus santos la capacidad de levitarse cuando estaban en éxtasis (Teresa de Jesús, por ejemplo).”

Todas las partes de la planta (incluso las semillas) son activas, portadoras de, entre otros alcaloides, la escopolamina, que parece ser la causante de las alucinaciones que produce. Beleño era lo que inhalaban las pitonisas del oráculo de Delfos para entrar en trance y hablar en nombre de los dioses. Después de una larga y triste época de persecución de mujeres por ingesta y aplicaciones externas (es un podersoso analgésico), hoy día se usa en la fabricación de cigarrillos antiasmáticos y se la receta contra todo tipo de temblores y mal de Parkinson.

El peligro inherente en las solanáceas es que una ingestión mínima de escopolamina, de décimas de miligramo, puede provocar parálisis generalizada del sistema nervioso central. Así murieron muchos niños en Europa al comerse los dulces frutos de la belladona, mítica planta muy parecida en sus usos médicos al beleño y al estramonio, y también famoso afrodisíaco. También con la fruta las mujeres se daban fricciones debajo de los ojos para parecer más hermosas (de ahí el nombre), lo que en realidad se debe a que la belladona, como la mandrágora, produce midriasis, es decir, ditalación de las pupilas (muy útil en operaciones quirúrgicas del ojo).





Sería bastante estúpido automedicarse con alguna de estas solanáceas, a pesar de la fascinación que producen la raíz antropomorfa de la mandrágora, sus múltiples leyendas de erotismo y horror medievales y tantos otros productos del imaginario colectivo en general y de la Inquisición en particular. Una lástima, porque un poco más de conocimiento sobre las mismas, más allá de la seducción pop de sus propiedades psicoactivas (en la Edad Media se llegó a identificar a la Virgen María con la “Santa mandrágora” y a asociar ambas entidades en pinturas de la época) podría habernos hecho la vida más fácil y llevadera. Al respecto de la mandrágora:

“Debemos remontarnos a Dioscórides, quien hace casi dos mil años se refirió a su modo de empleo. Afirma el sabio botánico griego que se usa sólo la corteza de la raíz verde o fresca de la mandrágora, la que se debe machacar muy bien hasta extraerle su jugo. […] Asegura, además, que cociendo raíces de mandrágora en vino, si se da un vaso al paciente, éste no sentirá dolores ‘cuando haya que cortarlo o cauterizarlo, no sentirá el tormento…’ […] Inocentes plantas que, bajo control especializado, podrían traer momentos de consuelo, sedación o anestesia al ser humano, bastante sufriente por cierto, son censuradas, prohibidas y desconocida su información. Es que el sistema necesita de tontos crédulos para poder sostenerse a sus espaldas, y que sólo se dediquen a trabajar para su explotación.”

El gran Chiti muestra sus colores políticos, y hace bien. Hasta un libro de hierbas medicinales puede ser también una invitación a la resistencia contra el monstruo.

El cactus de San Pedro o huachuma es una planta típica de los Andes y crece a bastante altitud (entre los 1800 y los 2700 metros), debido mayormente a la expansión de los colonizadores europeos, que obligaron a los pobladores originarios de Sudamérica a cultivar este cactus en lugares a salvo de su censura cristianizante. Los indígenas acabaron llamándolo ‘San Pedro’ a modo de burla y de defensa, ya que este santo es el que guarda las llaves del cielo, o lo que es lo mismo, del “paraíso” de la suprarrealidad bidimensional. El más sagrado está formado por cuatro costillas (símbolo cósmico andino milenario), pero es muy raro ver uno y los más habituales constan de seis o de ocho. Es harto hermoso este cactus. Harto. Florece de noche, que viene a ser el momento del día en que se recomienda la ingesta de la planta desecada para obtener el efecto óptimo.

Como el peyote, su principio activo es la mezcalina, entre otros alcaloides en porcentajes mínimos. Tal vez lo más atrayente de sus alucinaciones sensoriales sea que no se queda en una contemplación colorida del ego sino en un portal de conocimiento tan válido com cualquier otro, a través del cual se pueden curar dolencias para las que la medicina occidental no ha encontrado cura (puesto que la medicina occidental está interesada en la eliminación del síntoma, no de la enfermedad). Por si fuera poco, una vez el afortunado iniciado empieza a “ver” y a “entender” ese conocimiento es capaz de compartirlo con los demás y curar a otros. Bellísima práctica holística / comunitaria que se sirve de un regalo de la naturaleza para aliviar y fortalecer la vivencia en este mundo. La ceremonia chamánica que envuelve al San Pedro no es ninguna reunión de ebrios chalados que buscan una justificación divina en el consumo de una droga. Es una práctica ritual para ejercitar la mente y sanar el cuerpo, independientemente del uso que le dén subversivos de toda condición, y que se puede llegar a entender por el secretismo estricto que rodea una ceremonia de curación con San Pedro.

Crece en Valparaíso, por lo que he sabido, y por todo el norte de Argentina, Bolivia, Perú y Ecuador. O sea, que el San Pedro habrá de toparse en mi camino, espero. Chiti dice que se vende en los mercados ya desecado y que, tras cortarlo en rebanadas de medio a un centímetro de grosor, se prepara el cactus en una decocción de seis a siete horas a la que se va añadiendo agua a medida que se evapora la anterior. Sentado, concentrado, se bebe el líquido resultante a pequeños sorbos y, tras un primer estado de somnolencia (típico en el consumo de cualquier hongo alucinógeno), parece ser que la “visión” comienza a abrirse.





Lo mismo se puede decir del peyote, cuyo culto está mucho más extendido hoy día por la histeria antropológica que desató su descubrimiento en Estados Unidos (el peyote crece principalmente en Sierra Madre, México, pero también al sureste de la geografía gringa y en Canadá). Se sabe más de este cactus, se ha escrito más, se ha peregrinado más en su busca desde que lo hiciera Carlos Castañeda, y por ello intuyo que sea más susceptible a un misticismo de pacotilla. No obstante, ya era objeto de veneración desde antes de los aztecas, cuando el uso curativo y la genuina exploración personal acerca del comportamiento del cosmos eran los motores de la experiencia alucinógena. Parece ser que los efectos del peyote son menos extra-corporales que los de la ayahuasca y se centran más en la interpretación profunda de los estímulos sensoriales que hacen acto de presencia. Es curioso cómo algunas de las alucinaciones prototípicas asociadas al peyote (el ser humano visto como un huevo de cuyo ombligo salen cuerdas brillantes que lo unen con todo lo que existe) tiene mucho que ver con otras visiones místicas de comunidades radicalmente alejadas de Norteamérica. Hablo, por ejemplo, de los aborígenes australianos (donde, en casa de uno de ellos, vi un cuadro de un hombre con su ombligo como núcleo de fuerza) o del baile ritual africano. Nada fraterniza todas estas culturas distantes como el mensaje universal transmitido por las plantas.

El peyote es un cactus achaparrado con varias cabezas agrupadas, los “botones de mezcal”, que se ingieren crudos y secos ya que no pierden ninguna de sus propiedades tras la cosecha. Los indios tarahumaras las muelen en mortero, pero todo eso acaba dependiendo del ritual, de la tribu y del chamán en cuestión.

“Para los indios mexicanos el peyote es el Poder, que sirve tanto para curar enfermedades, como para ver, saber y prever (adivinar). La curación, al parecer, se opera al ensancharse el campo de la “visión”, lo que otorga el Poder de manipular las fuerzas necesarias para contrarrestar el mal o daño cuyo efecto siempre es la enfermedad. Según ellos, no existen enfermedades puramente físicas, sino espirituales. Restableciendo la circulación energética psicofísica, se restituye la salud. Esto es medicina holística, legado del Oriente y de nuestros indios al mundo de la moderna medicina occidental, racionalista y cientificista, orientada a servir al negocio de la industria farmacéutica. De allí que los conocimientos médicos aparentemente sean muchos, pero los enfermos y las enfermedades se multipliquen cada vez más.”

En la segunda parte nos las veremos con el cáñamo y la coca, además de muchas curiosidades sobre el té, el café y el mate, algo sobre el ácido lisérgico y los hongos Teonanácatl y (como dicen en las propagandas cuando ya no tienen nada más que decir) mucho, mucho más.

Salud.

Sergio.

domingo, 16 de enero de 2011

187. Sobre la escuela que nos parió.



Extraído de ‘La sociedad descolarizada’ de Iván Illich.


“La sabiduría institucional nos dice que los niños necesitan la escuela. La sabiduría institucional nos dice que los niños aprenden en la escuela. Pero esa sabiduría institucional es en sí el producto de escuelas… […]”

“Por definición los niños son alumnos. La demanda por el medio ambiente escolar crea un mercado ilimitado para los profesores titulados. La escuela es una institución construida sobre el axioma de que el aprendizaje es el resultado de la enseñanza. Y la sabiduría institucional continúa aceptando este axioma, pese a las pruebas abrumadoras en sentido contrario. Todos hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos fuera de la escuela. Los alumnos hacen la mayor parte de su aprendizaje sin sus maestros y, a menudo, a pesar de éstos. Toda persona aprende a vivir fuera de la escuela. Aprendemos a hablar, a pensar, a amar, a sentir, a jugar, a blasfemar, a politiquear y a trabajar sin la interferencia de un profesor. Ni siquiera los niños que están día y noche bajo la tutela de un maestro constituyen excepciones a la regla. Los profesores han quedado mal parados en sus intentos de aumentar el aprendizaje entre los pobres. A los padres pobres que quieren que sus hijos vayan a la escuela no les preocupa tanto lo que aprendan como el cerificado y el dinero que obtendrán. Y los padres de clase media confían sus hijos a un profesor para evitar que aprendan aquello que los pobres aprenden en la calle. Las investigaciones sobre educación están demostrando cada día más que los niños aprenden aquello que sus maestros pretenden enseñarlos, no de éstos, sino de sus iguales, de las tiras cómicas, de la simple observación al pasar y, sobre todo, del sólo hecho de participar en el ritual de la escuela. Las más de las veces los maestros obstruyen el aprendizaje de materias de estudio conforme se dan en la escuela. La mitad de la gente en nuestro mundo jamás ha estado en una escuela. No se han topado con profesores y están privados del privilegio de llegar a ser desertores escolares. No obstante, aprenden eficazmente el mensaje que la escuela enseña: que deben tener escuela y más y más escuela. La escuela les instruye acerca de su propia inferioridad mediante el cobrador de impuestos que les hace pagar por ella, mediante el demagogo que les suscita las esperanzas de tenerla, o bien mediante sus niños cuando éstos se ven enviciados por ella. De modo que a los pobres se les quita su respeto por sí mismos al suscribirse a un credo que concede la salvación sólo a través de la escuela. La iglesia les da al menos la posibilidad de arrepentirse en la hora de su meurte. La escuela les deja con la esperanza (una esperanza falsificada) de que su nietos la conseguirán.”

“La escuela inicia asimismo el Mito del Consumo Sin Fin. La escuela nos enseña que la instrucción produce aprendizaje. La existencia de las escuelas produce la demanda de escolaridad. Una vez que hemos aprendido a necesitar la escuela, todas nuestras actividades tienden a tomar la forma de relaciones de clientes respecto de otras instituciones especializadas. En la escuela se nos enseña que el resultado de la asistencia es un aprendizaje valioso; que el valor del aprendizaje aumenta con el monto de la información de entrada y, finalmente, que este valor puede medirse y documentarse mediante grados y diplomas.”

“La Nueva Iglesia Mundial es la industria del conocimiento, proveedora de opio y banco de trabajo durante un número creciente de años de la vida de un individuo. La desescolarización es por consiguiente fundamental para cualquier movimiento de liberación del hombre.”

“Un movimiento de liberación que se inicie en la escuela y, sin embargo, esté fundado en maestros y alumnos como explotados y explotadores simultáneamente, podría anticiparse a las estrategias revolucionarias del futuro, pues un programa radical de desescolarización podría adiestrar a la juventud en el nuevo estilo de revolución necesaria para desafiar a un sistema social que exhibe una ‘salud’, una ‘riqueza’ y una ‘seguridad’ obligatorias. Los riesgos de una rebelión contra la escuela son imprevisibles, pero no son tan horribles como los de una revolución que se inicie en cualquier otra institución principal. La escuela no está todavía organizada para defenderse con tanta eficacia como una nación-Estado, o incluso como una gran sociedad anónima. La liberación de la opresión de las escuelas podría ser incruenta.”





“El planteamiento de nuevas instituciones educativas no debiera comenzar por las metas administrativas de un rector director, ni por las metas pedagógicas de un educador profesional, ni por las metas de aprendizaje de una clase hipotética de personas. No debe iniciarse con la pregunta: “¿Qué debiera aprender alguien?”, sino con la pregunta: “¿Con qué tipos de cosas y personas podrían querer ponerse en contacto los que buscan aprender a fin de aprender?”

Los recursos educativos suelen rotularse según las metas curriculares de los educadores. Propongo hacer lo contrario, y rotular cuatro enfoques diferentes que permitan al estudiante conseguir el acceso a cualquier recurso educativo que pueda ayudarle a definir y lograr sus propias metas:

1.Servicios de referencia respecto de Objetos Educativos. Que faciliten el acceso a cosas o procesos usados para el aprendizaje formal. Algunas de estas cosas pueden reservarse para ese fin, almacenadas en bibliotecas, agencias de alquiler, laboratorios y salas de exposición, tales como museos y teatros; otras pueden estar en uso cotidiano en fábricas, aeropuertos o puestas en granjas, pero a disposición de estudiantes como aprendices o en horas de descanso.
2. Servicios de habilidades. Que permitan a unas personas hacer una lista de sus habilidades, las condicioens según las cuales están dispuestas a servir de modelos a otros que quieran aprender esas habilidades y las direcciones en que se les puede hallar.
3. Servicio de búsqueda de Compañero. Una red de comunicaciones que permita a las personas describir la actividad de aprendizaje a la que desean dedicarse, con la esperanza de hallar un compañero para la búsqueda.
4. Servicios de referencia respecto de Educadores Independientes, los cuales pueden figurar en un catálogo que indique las direcciones y las descripciones – hechas por ellos mismos – de profesionales, paraprofesionales e independientes, conjuntamente con las condiciones de acceso a sus servicios. Tales educadores, como veremos, podrían elegirse mediante encuestas o consultando a sus clientes anteriores.”

“De generación en generación nos hemos esforzado por llegar a la educación de un mundo mejor y, para hacerlo, hemos desarrollado sin cesar la escolaridad. Comenzamos a percibir que este esfuerzo por desarrollar la educación pública mediante una escolaridad obligatoria está a punto de perder su legitimidad desde el punto de vista social, pedagógico y económico.”

186. Hoy el tino lo tiene… Miracleman.



Al principio esta sección se ocupaba sólo de hallazgos audiovisuales. En realidad, al principio ni siquiera se llamaba ‘Hoy el tino lo tiene…’, expresión bastante chapucera que, a falta de otra mejor, por lo menos nos habla de algo familiar, el tino, el cotarro, el ardil, esos atributos sin los cuales la vida no sería más que un tallo machacado contra el piso y desprovisto de pétalos.

Por eso hoy abrimos las ventanas y damos la bienvenida al cómic, género al que me aficioné gracias a David, que me hizo leer sagas enteras y memorables como el Daredevil de Frank Miller, el Sandman de Neil Gaiman, el Preacher de Garth Ennis (ésta un poco menos memorable que las anteriores) y la práctica totalidad de la obra de Alan Moore, al que he mencionado una y otra vez en este blog y al que le debemos, entre otras cosas mucho más famosas, la rotunda y maravillosa ‘Miracleman’.

Su primer atractivo es su secretismo. Daba la casualidad (feliz, felicísima) de que David tenía en su poder todos los episodios de ‘Miracleman’, coleccionados religiosamente cuando fueron publicados en España a finales de los ochenta y encuadernados por su padre para una mejor conservación. Eso ya es, de por sí, bastante extraordinario, porque es casi imposible acceder de otro modo a este cómic, dado que su reedición está vetada por el dueño legal de sus derechos de reproducción, el señor Todd McFarlane, también famoso por guionizar cómics y por hacerse archirrico, o moderamente rico, o más rico que nosotros, que para el caso es lo mismo, con unas figuritas góticas de Caperucita y de la Alicia de Carroll que despiertan la admiración de muchos fanáticos de los muñecos, tal vez a la espera de que un día (o una noche) cobren vida y les expliquen el sentido del universo. McFarlane no nos interesa más que como vórtice que atrae a todas las fuerzas censoras que existen en este mundo totalitario y frágil y que privan conscientemente al mundo de una obra de arte increíblemente compleja y, lo que es más importante, liberadora en su sentido más amplio del término. Puede que no sea más que una tapadera de las editoriales, que han consentido en difundir el contenido revolucionario de ‘V de Vendetta’ con tal de que ‘Miracleman’ no vea la luz y caiga hasta en el olvido de un coleccionista. (Nota: acabo de leer, aunque no sé si es una noticia o un rumor, que Marvel ha adquirido finalmente los derechos de la obra).

¿Es tan peligroso el contenido de ‘Miracleman’? Sí, bastante. Y ahí está su segundo y más notable atractivo: la capacidad de no sólo alterar de forma definitiva la noción de superhéroe (mucho más profundamente que en la famosa ‘Watchmen’) sino de plantear con ello, y de una forma increíblemente precisa, una utopía social liderada por superhombres y supermujeres que funciona, a mi modo de ver, como uno de los manifiestos anarquistas más atrevidos e inteligentes que se hayan publicado nunca (más aún considerando el medio en el que ‘Miracleman’ es concebido). Lo que sucede en ‘V de Vendetta’ se mueve en un contexto de terrorismo anti-sistema y, por tanto, es un blanco más fácil tanto para los elogios como para las críticas. ‘Miracleman’ no. Porque su tomo tercero y último, ‘Olimpo’, (el mejor de la saga con mucha diferencia y tal vez al que realmente me refiero cuando hablo de los logros de este cómic) se atreve a ordenar la sociedad después del holocausto, después de la destrucción total del sistema. Es sorprendente cómo lo que se cuenta no sólo no cae en el ridículo, sino que abre compuertas secretas de la mente a través de ideas que parecían haber estado ahí siempre y que nunca antes les habíamos prestado atención. Bueno, ése es el rol del artista, qué duda cabe. Entretener está muy bien, pero ensanchar y liberar la mente ya es lo más de lo más. Alan Moore nunca se ha quedado corto en este aspecto.




La historia de ‘Miracleman’ parte de una breve (y menor, por qué no decirlo) saga de los años cincuenta, Marvelman, que sería retomada por Moore en clave deconstructivista. Así es como el superhéroe Michael Moran descubre que todos sus recuerdos como defensor de la justicia no fueron más que implantes que un científico (nazi, cómo no, de acuerdo a un proyecto llamado, cómo no, “Zaratustra”) le introdujo en el cerebro. La cosa se complica mucho más. Pero para una aproximación al núcleo de la historia, baste saber que el superhéroe, de acuerdo a Alan Moore y a esta obra en concreto, es una desintegración del individuo en un inquilino humano (Moran) y un doble cuasi-divino (Miracleman) cuyo cuerpo y poderes habitan en otra dimensión espacio-temporal (cortesía de una tecnología alienígena muy sofisticada), es decir, el sueño de eternidad y control ilimitado sobre el cosmos que surgió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial disfrazado de inofensivos tebeos. Gracias a esto surge la utopía que se nos cuenta en ‘Olimpo’, confusa utopía de regusto opresor que desbarata el optimismo de la consigna “libertad para todos” por una reflexión amarga sobre la felicidad y el conocimiento.

Inolvidables son las viñetas de página entera dedicadas al dinero, a las drogas, a la violencia, parte de una especie de campaña política puesta en marcha por Miracleman que, bien mirada, no es campaña de nada, porque nadie es preguntado por lo que quiere realmente. ¿Querríamos componer entre todos una sociedad de dioses, de superhombres y supermujeres sin limitaciones? Mucha gente diría que sí sin dudarlo, pero hay trampa. Hay trampa en la gozosa resignación de Margaret Thatcher cuando Miracleman le dice que ya no hay lugar en el planeta para su modelo de neo-liberalismo económico. Hay trampa en la recuperación clínica de Charles Manson. Hay trampa en un ying sin yang.







No sólo de Moore vive ‘Miracleman’, sino también del dibujo de John Totleben para ‘Olimpo’, uno de mis artistas favoritos y que en la destrucción apocalíptica de Londres a manos de la némesis de Miracleman (antaño compañero suyo) rompe tabúes de visceralidad y códigos de realismo gráfico y nos regala esto.





El mundo que habita este cómic es inagotable. Muchas referencias culturales y una voluntad afiladísima de reflexión política (son los años en los que Moore amenazaba con abandonar una “Gran Bretaña fascista”) hacen cada vez más vigente esta historia que todos deberían leer en algún momento de sus vidas. Como tantas otras cosas, supongo. Pero a mí hoy me toca defender esto.

Hala.


lunes, 10 de enero de 2011

185. Hay que reírse: historia de un día e historia de un año.



El día del que vamos a hablar empezó con un ligero ahogo, una presión de la caja torácica que terminó en un estornudo – coz de burro de ésos que resecan la garganta, a estas alturas del despertar ya sedienta de café u otro estimulante, preferiblemente café, pero a falta de éste no es mala sustituta la menta, el mate, la melisa, el té y la salvia, buenas plantas a ingerir en la, para algunos, lenta transición entre el sueño y la vigilia. La mañana del día del que vamos a hablar tomé café. Un rancio café en polvo.

Luego me puse a escribir algo para ‘Miss Kalashnikov’, o cualquier otra cosa. Tal vez no escribí nada. Tal vez leí algo como esto


“[…] En el interior del hombre que está sentado escribiendo ´no hay nada’. Nada que sea él, quiero decir. Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe ‘no hay nada’[…]”.


o cualquier otra descripción magistral de la insignificancia surgida de la imaginación de Roberto Bolaño, autor de ‘2666’, el mejor de los libros posibles.

A eso del mediodía me di cuenta de que nos hacían falta verduras, así que hice recuento de dinero y salí en busca de una verdulería barata. A medida que iba llegando a la tienda de mi elección (elección que, por otra parte, no se fundaba en nada) vi a una jovencita con muchas curvas que hacía algo con una manguera, posiblemente regar un pasto de ésos que a algunos tenderos les gusta hacer crecer frente a sus comercios a pesar de que en él no crezcan más que hojas de escaso encanto y manzanillas deslucidas. Me acerqué más. La joven me miraba y sonreía mucho. Demasiado, aunque esto es difícil de argumentar. Me detuve a su lado porque tanto la verdulería como un señor arrugado del que ya no tengo memoria estaban situados a su espalda. El señor arrugado era el dueño de la verdulería y también el padre de la jovencita con la manguera, como no tardaría en descubrir. Ambos me atendieron excesivamente, como todos los comerciantes chilenos. Pronto el señor pasó a hacer otras cosas, sin dejar de comentar en voz alta lo mucho que le quedaba a su hija por hacer. La joven no hacía caso. Pesaba tomates, papas, zapallos y cebollas sin apear la sonrisa. Pronto me di cuenta (su padre ya lo había hecho mucho antes que yo) que me estaba tirando una onda, algo que nunca me suelo esperar de una chica porque confío en su sexto sentido, en ese no sé qué capaz de transmitir por ondas telepáticas que yo soy un hombre incompleto.

-¿De dónde es usted?
-De España.
-Uy, de España… Allí hay muchos castillos antiguos, ¿verdad? ¿Cuántos castillos hay?
-No sé. Muchos.

Me dijo que estudiaba historia y que un profesor suyo había conseguido una beca para ir a estudiar seis meses a España. Yo le pregunté si era muy difícil conseguir una beca de ésas. Si hubiese tenido interés real en seducirla no podría haber hecho un comentario más estúpido, como ella no tardó en apreciar.

-Uy, hay que estudiar mucho para eso…

Luego hablamos, mientras rebuscaba monedas en mi riñonera, de que los chilenos eran descendientes de españoles, o mejor dicho, fue ella la que habló de eso, con una alegría inesperada, a lo que yo le dije que nuestros antepasados habían iniciado quinientos años de horror y desgracia en su país y en su continente, a lo que ella no me dijo nada, sólo sonrió, y estuvo bien que fuera así, porque ya era mi segundo comentario estúpido desde que había entrado allí.

-¿Cómo se llama usted?
-Sergio
– dije con voz impostada. Luego me di cuenta de que la educación me pedía hacer la misma pregunta - ¿Y tú?
-Constanza –
dijo muy lentamente. – Es un nombre muy antiguo.

El escote de Constanza dejaba poco lugar para la imaginación. Me fui con mis verduras, orgulloso de mi flirteo, y el padre de Constanza siguió ordenando cosas a su hija como si con eso pudiese contener la turgencia de sus pechos.

El día del que estamos hablando me pilló pensando en muchas cosas inútiles. A medida que caminaba por calles con luces y sombras serenas, casi podría decir anestesiantes, a medida que veía gatos apareándose sobre una verja (con lo difícil que les debía resultar mantener el equilibrio) y avanzaba bajo cerezos de frutos hinchados, provocativos, pensaba y pensaba en el pasado, en realidades alternativas que no son más que fotocopias mal hechas del pasado, en frases que parecían colgadas de una rama o del tendido eléctrico y que poco sentido tienen más allá del interés psicoanalítico, tal vez, y, finalmente, en palabras como ‘tortura’, ‘fuck’, ‘manuscrito’, ‘excusa’, ‘voluntad’, que tal vez aisladas o juntas signifiquen algo. Es increíble la de tiempo que dedicamos a la nada, al desvarío del pensamiento, a la inacción más escandalosa.

Comí algo con mis nuevos compañeros de El Triwe, espacio comunitario que intenta autogestionarse sin caer en las trampas frecuentes de la autogestión progresista, que son el malhumor, la desesperación o la repetición estricta de las coordenadas capitalistas bajo un techo comunista.

El día del que ya llevamos un buen rato hablando, y que no parece tener nada de especial, fui a visitar a una familia mapuche en su parcela de la cordillera. En la camioneta íbamos Lugrin, la Lore, La Cote y yo. Paramos a mitad de camino para auxiliar a un amigo del pueblo al que se le había pinchado una rueda. Ya que no había mucho en lo que pudiera ayudar, me entretuve viendo una explanada de rocas volcánicas como alaridos verticales y grises, al menos hasta que alguien sintonizó una radio y sonó cumbia, la machacona y aburrida cumbia, y esperé hasta que nos fuéramos de allí.

Ya en casa de Carlitos, el cabeza de la familia mapuche que nos recibía, tomamos mate y un viejo con sólo los dos dientes delanteros y gorra de visera me preguntó mi nombre.

-Sergio- le dije.
-Sergio el bailarín-
dijo él, y todos se pusieron a reír al unísono, tanto que también yo tuve que reír, aunque no sabía de qué. (Días después me enteraría de que ‘Sergio el bailarín’ es el título de una cumbia paraguaya muy famosa).
- Tengo varios hijos – continuó el viejo, al que me costaba un triunfo entenderle-. Uno de ellos murió el año pasado. Volcó su camioneta. Otra hija se me casó con un cabro [joven] de por acá. No tiene trabajo. Él sólo quiere comérsela y pegarla.

Rió. Carcajeó. Yo no sabía si reírme con él o no. Opté por reírme, porque la Lore reía y Lugrin reía y todos reían con ganas.

-Hay que reírse- sentenció el viejo, y luego ya no dijo nada más.

El día del que ya no quiero hablar más es sólo uno de los muchos días del año pasado, uno de los últimos días, para ser más exactos. Fue inevitable echar la vista atrás, pasando por Londres, la vastedad inconmensurable de Australia, Singapur, India, España, Argentina y ahora Chile. Un crisol de lugares que evocan por sí solos estados de ánimo, miradas, segundos recuperables a través de la memoria y segundos olvidados, irrecuperables, inexistentes.

No haré balance del año porque quiero dejar de pensar en años, en meses, en tiempo.

Hay que reírse.

martes, 28 de diciembre de 2010

184. Mamá Araucaria.



Tal vez si tuviera que rescatar el recuerdo más hermoso de mi estancia en el valle del Azul, o acaso el más intenso, o una mezcla feliz de las dos cosas, ése sería la comida que compartimos Lugrin y yo un día en el que, tras unas horas de trabajo particularmente cansado, posiblemente el día que le dimos azada al centeno para hacer allí una siembra de trigo sarraceno (pero no lo recuerdo bien), cosechamos un par de cosas de la huerta para hacer una ensalada y almorzamos eso con un guiso de lentejas. Estaba delicioso. Asombrosamente delicioso. Los nabos Hakurai se dejaban morder con una generosidad casi líquida. No había nada en la mesa que Lugrin no hubiera sembrado, regado, visto crecer y finalmente sustraído de la tierra que tenía parcialmente a su cuidado, y con ese equilibrio tan difícil entre orgullo y humildad del que Lugrin es especialista, dijo algo así como que ese largo recorrido que va de la semilla a la mesa no debía producir una satisfacción muy distinta a la que siente el escritor cuando da por terminada una novela. Yo le dije, convencido, que ambos trabajos significaban exactamente lo mismo: la materialización de una idea que, o bien muere en el cuerpo o en el espíritu, o bien conduce a nuevos conceptos y a nuevas materializaciones de esos conceptos, y así hasta que el cielo y la tierra olviden lo que son y recuerden lo que ya sabían.

El pasado veinte de diciembre dejé atrás El Bolsón para dirigirme a Chile y así no tener que pagar una multa por más permanencia de la debida en Argentina. Eso no quiere decir que no pueda volver ahora mismo a Argentina o a El Bolsón si me diera la gana. De hecho, eso es lo que hacen prácticamente todos los extranjeros cada noventa días, incluidos los que llevan años viviendo aquí y gozando de los precios comparativamente más bajos que se dan por estos lares en relación a la compra de terrenos, principalmente. Pero me apetece ver qué onda hay por Chile, especialmente qué onda agraria y qué otras ondas desconocidas y potencialmente gratificantes que podrían eclosionar al otro lado de la cordillera. Y la idea de tener un compañero de viaje por primera vez en dos años (Lugrin) también terminó por decidirme, aunque a punto estuvimos de no hacer nada juntos por esas indecisiones propias de la vida que te obligan a plantearte las cosas una vez y otra y otra y a viajar por distintos aspectos de tu persona que ni siquiera sabías que vivían en ti, cuando todos en el fondo somos un poco de todo y un mucho de nada.

Me despedí de Juan Cruz, Montse y las niñas con bastante pena por toda la familiaridad vivida con ellos, especialmente cuando iba a su hermosa casa en la falda del cerro Piltriquitrón, dormía en su sofá, bailaba con Aylen y me sentía como un tío o un primo que hace visitas una vez al mes con dos o tres historias bajo el brazo y que luego desaparece añorando la familia que tiene, la familia que tuvo o la familia que podría tener.

También vi al Facha, recién llegado de Buenos Aires y con ganas de laburar en temporada de verano, aunque a estas alturas El Bolsón ya esté más que preparado para la brutal horda turística que se avecina y que no echaré en falta. Espero que tenga suerte y espero poder verle a él y a Emiliano y a Julio y a Juan Cruz en los próximos meses. Hay cosas pendientes que me gustaría hacer con ellos, pero visto desde otro lado, llevo mucho tiempo sin saber qué va a ser de mí dentro de una semana o dentro de un mes y estoy demasiado enamorado de esa incertidumbre como para pensar en si una futura reunión es o no es posible. Estoy casi seguro de que sí, pero a cada día le basta su tarea, y hoy estoy en Melipeuco, en la región de la Araucanía, Chile.

Escogí Icalma porque mi destino estaba a cuarenta y siete kilómetros en línea recta desde su paso fronterizo, en dirección oeste. En realidad, adonde iba era a Villa Pehuenia, aldea remota de la provincia del Neuquén que recibe algún que otro turista por sus lagos, sus araucarias, tal vez su comida, puede que el encanto de sus lugareños. Sobre esto último me es imposible decir nada porque llegué allí a las dos de la mañana y me marché a las siete y en el transcurso de esas cinco horas sólo hablé con dos chilenos, muy agradables los dos, uno con anteojos y el otro sin dientes. Intentando hacer el máximo trayecto en el menor tiempo posible para no verme obligado a esperar mucho y por ende a gastar plata en los centros turísticos de la Región de los Lagos, había pasado de puntillas por Bariloche y San Martín de los Andes, éste último un enclave maravilloso encajonado en un valle que disimula la presencia cercana, amenazante, de esa estepa que cruza la práctica totalidad de la Patagonia, y cuyas casas exhiben rosales perfectos y geometrías alpinas. No en vano San Martín es un destino de viajes recheto, o cuico, o pijo, como ustedes quieran llamarlo. Desde allí seguí en dirección norte a Junín de los Andes y de allí a Aluminé y de allí a Villa Pehuenia, y de los múltiples colectivos se subían y se bajaban gauchos y gauchitos con boinas bien ajustadas al cráneo que o bien vivían en haciendas miserables a pocos metros de un río magnífico o bien en alguno de los centros urbanos antes mencionados, no menos miserables pero de seguro menos magníficos e inspirados que el discurrir de un río.

Y volviendo a Villa Pehuenia, y a las dos de la madrugada, tuve que armar la carpa para engañar psicológicamente al frío y para ello me metí en un bosquecillo no muy alejado del ‘centro’ donde, bajo la luz de la luna llena y entre matorrales extravagantes ubiqué mis cosas y dormí tal vez una de las cuatro horas que me había dado para descansar. Luego desarmé todo con desidia y caminé rumbo a la aduana, donde tuve que esperar a que los gendarmes volviesen del desayuno mientras observaba los primeros acordes de una sinfonía paisajística que se repetiría en mi camino: montañas onduladas con araucarias montadas en la loma como si fuesen brazos alzados de pubertos en una montaña rusa. Las araucarias son fascinantes, desde luego, pero el comentario compartido por todo el mundo (o todo aquel al que le hablas de Villa Pehuenia y alrededores) es que te retrotraen a un imaginario prehistórico en el que la aparición de un diplodocus es posible, lo que elimina el factor sorpresa una vez te enfrentas a la poderosa araucaria en cuestión, pero no la fascinación de su presencia en bosques, colinas y llanuras verdes como las llamas de alguna folleto publicitario ardiendo.

No había transporte entre las aduanas argentina y chilena, lo que implicaba dejarlo todo al azar del autostop. Nadie me subió. Sólo me quedaba la alternativa de caminar los quince kilómetros que separan ambos edificios inservibles a pie. Fue cansado. Bastante cansado. Un carretera de asfalto llega hasta el límite territorial de Argentina para detenerse abruptamente a su llegada a Chile y devenir en ripio y polvo montañés. Llegué a Icalma y la gendarmería parecía no querer llegar nunca. Una vez allí, un oficial de nombre John Thomas Edward del Carmen (me enseñó sus credenciales por si quería comprobar aquel despropósito por mí mismo) hizo algunos trámites con mi pasaporte y debió apiadarse de algún estado de mi persona porque salió durante diez minutos, al cabo de los cuales volvió con dos bocadillos y una botella de agua que me ofreció generosamente. Uno de los bocadillos tenía una débil capa de mantequilla untada en la miga. El otro creo que tenía mayonesa. El gesto es lo que importa, claro está, como importa o debería importar el gesto de payaso esquizoide que tiene el presidente Piñero en el retrato oficial que colgaba de la pared. A continuación pasé mis cosas por un detector de rayos X y otro funcionario con un nombre mucho más anodino que el primero quiso ver el contenido de mi mochila, dándose el caso de que, no contento con pasar sus manos por calcetines, mate y cacerolas de camping, abrió mi cuaderno personal y se puso a leer con más detenimiento del lógico algunas páginas que no le incumbían, para luego detenerse en otro libro, acaso más inofensivo, sobre plantas medicinales y su uso. ‘¿Eres naturista?’ me preguntó, con la esperanza de que mi respuesta justificase los sinsentidos del primer cuaderno, y yo le dije que sí, y me dejó ir.

De Icalma a Melipeuco tampoco había transporte, y estaba vez la distancia entre los dos puntos era algo mayor, así que o conseguía que alguien me levantase a dedo o no me quedaba más remedio que volver a acampar. A la salida del pueblo tuve la suerte de ver un nguillatün, ceremonia mapuche en la que estos habitantes originarios se reúnen por tres días, comen, tocan la corneta, montan a caballo y otras muchas cosas que sobrepasan mi conocimiento todavía precario sobre su cosmología. Cinco horas después, en un paraje más yermo y azotado por el viento, un paraje donde no hubiera querido dormir, un coche me subió y de esta forma descansé y disfruté del paisaje delirantemente hermoso del valle de Melipeuco, que desciende desde unos Andes volcánicos hacia una especie de Edén algo deforestado pero aún reluciente como la miel bajo el sol. Al principio pensé que era una pareja homosexual la que me había recogido. Luego me enteré de que eran padre e hijo. Eso sí, un padre y un hijo que se querían mucho.

Melipeuco reposa en una paz que espero que se preserve por muchos años. Aquí viven agricultores, mayormente, muchos de ellos mapuches, y también algunos jovencitos venidos de Santiago (de Chile) con ganas de ser campesinos y de poner en práctica sus ideas comunistas/anarquistas/alternativas sobre la sustentabilidad de la tierra (una tierra increíble, nada pedregosa y apenas mezclada con las numerosas laderas de arenilla volcánica de los alrededores, una tierra donde crece pasto hasta el infinito y que apenas hay que abonar, una tierra dulce, en definitiva) y la sustentabilidad de la vida. Para mí, que intentaba no tener muchas expectativas puestas en este destino, la sorpresa no podría haber sido más grata, así como la comunidad que me recibió, desde cuya casa (o mejor dicho, desde cuyo jardín) se ve la pirámide del volcán Llaima, muchos árboles frutales, vacas, extensiones limpias de cielo azul y un horizonte estimulante de aprendizaje. En su biblioteca se agolpan libros de Frantz Fanon, Roberto Bolaño y oscuros manifiestos políticos que producen el efecto inverso en la mente de quien los lee. Su cocina de leña no está nada mal, tampoco. Y crece melisa silvestre en el patio.

Esta comunidad está empezando a trabajar en ‘ser’, efectivamente, una comunidad. Para Lugrin y para mí (Lugrin llegaría acá un día después de mi llegada, de modo que ahora volvemos a ser dos, tanto para los apuros como para el placer) es una bendición involucrarnos en algo que está empezando y que todavía tiene una forma por definir. A Lugrin le interesa más la huerta y a mí los libros, qué duda cabe, pero esto sólo indica tendencias de nuestra esquiva personalidad que si bien es tonto ignorar tampoco nos define en absoluto.

En el próximo episodio os presentaré a la gente que forma parte de este mundo, su impagable vocabulario (el suyo y el de todos los chilenos, con palabras como ‘cuático’, ‘brígido’ y ‘bacán’ para que vayáis abriendo boca), los proyectos que se desgranan de mis primeros días de convivencia acá, las navidades surrealistas que estoy viviendo, el balance del año… en fin, un cotarro muy bueno. Salud.

domingo, 26 de diciembre de 2010

183. Puede ocurrir que uno decida.



Extraído del manifiesto ‘La insurrección que viene’:


“No nos la pegarán con el golpe de la crisis, con el ‘vamos a empezar de cero’ o ‘bastará con ajustarse el cinturón una temporadita’. En realidad, el anuncio de las desastrosas cifras del paro no nos suscita ningún sentimiento. La crisis es una manera de gobernar. Cuando este mundo parece no tener otra forma de sostenerse que mediante la gestión infinita de su propia derrota. Querrían vernos detrás del Estado, movilizados, solidarios con una improbable chapuza de la sociedad. Pero resulta que nos repugna de tal manera unirnos a esta movilización, que puede ocurrir que uno decida tumbar definitivamente al capitalismo”.


“No habrá solución ‘social’ a la situación presente. En primer lugar, porque el vago agregado de entornos, instituciones y burbujas individuales que se denominan por antífrasis ‘sociedad’ no tiene consistencia; en segundo, porque ya no hay un lenguaje para la experiencia común. Y no se comparten riquezas si no se comparte un lenguaje. Fue necesario medio siglo de lucha en torno a la Ilustración para fundar la posibilidad de la Revolución Francesa, y un siglo de lucha en torno al trabajo para dar luz al temible ‘Estado del Bienestar’. Las luchas crean el lenguaje en el que se enuncia el nuevo orden. No hay nada semejante hoy en día. Europa es un contintente deslustrado que va a hacer las compras al Lidl al escondidas y que viaja en ‘low cost’ para seguir viajando”.


“SOY LO QUE SOY. Mi cuerpo me pertenece. YO soy YO, tú eres tú y ‘la cosa va mal’. Personalización de masa. Individualización de todas las condiciones: de vida, de trabajo, de desdicha. Esquizofrenia difusa. Depresión servil. Atomización en finas partículas paranoicas. Histerización del contacto. Cuanto más quiero ser YO, mayor es mi sensación de vacío. Cuanto más me expreso, más me agoto. Cuanto más me persigo, más cansado estoy. YO tengo, tú tienes, nosotros tenemos nuestro YO como una taquilla fastidiosa. Nos hemos convertido en representantes de nosotros mismos […]
Mientras tanto, YO controlo. La búsqueda de mí mismo, mi blog, mi piso, las últimas tonterías de moda, las historias de pareja, de ligues… ¡cuántas prótesis se necesitan para ostentar un YO! […]
La conminación, omnipresente, de ser ‘alguien’ sustenta el estado patológico que hace necesaria a esta sociedad. La conminación a ser fuerte produce la debilidad a través de la cual se mantiene, hasta el punto de que ‘todo parece adquirir un aspecto terapéutico’, incluso trabajar, incluso amar. […]
¿”QUÉ ES LO QUE SOY”, entonces? Algo atravesado desde la infancia por flujos de leche, olores, historias, sonidos, canciones infantiles, substancias, gestos, ideas, impresiones, miradas, cantos y comida. ¿LO QUE SOY? Algo vinculado por doquier a lugares, sufrimientos, antepasados, amigos, amores, acontecimientos, lenguas, recuerdos, a toda clase de cosas que, sin duda alguna, no son YO. Todo lo que me ata al mundo, todos los vínculos que me constituyen, todas las fuerzas que me pueblan no tejen una identidad, como me incitan a proclamar, sino una ‘existencia’ singular, común, viva y de la que emerge, en algunos puntos, en algunos momentos, este ser que dice ‘YO’. Nuestro sentimiento de inconsistencia no es más que el efecto de esta tonta creencia en la permanencia del YO, y de la escasa atención que prestamos a lo que nos constituye. […]
[…] No nos liberamos de lo que nos coarta sin perder al mismo tiempo aquello sobre lo que podríamos ejercer nuestras fuerzas.”





“¿Qué son mil economistas del FMI yaciendo en el fondo del mar? Un buen comienzo’, bromean en el Banco Mundial. Chiste ruso: ‘Dos economistas se encuentran. Uno le pregunta al otro: ‘¿Tú entiendes lo que pasa?’. Y el otro contesta: ‘A ver, te lo voy a explicar’. ‘No, no – replica el primero -, si explicarlo no es difícil, yo también soy economista. Lo que te pregunto es:’¿tú lo entiendes?”


“La ecología no es únicamente la lógica de la economía total, es también la nueva moral del Capital. El estado de crisis interna del sistema y el rigor de la selección que está teniendo lugar son tales que se hace necesario un nuevo critero en nombre del cual llevar a cabo semejantes elecciones. A lo largo de todas las épocas, la idea de virtud no ha sido nunca más que una invención del vicio. De no ser por la ecología, no se podría justificar la existencia hoy en día de dos ramas de alimentación, uno ‘sano y biológico’ para los ricos y sus niños, otro notoriamente tóxico para la plebe y sus retoños abocados a la obesidad. La hiperburguesía planetaria no sabría hacer pasar por respetable su tren de vida si sus últimos caprichos no fueran escrupulosamente ‘respetuosos con el medio ambiente’. Sin ecología, nada seguiría teniendo suficiente autoridad para acallar toda objeción a los progresos exorbitantes del control. […]
Mientras exista el Hombre y el Medio ambiente, la policía estará entre los dos. […]
Lo que hace deseable la crisis es que en ella el medio ambiente deja de ser el medio ambiente. Nos lleva a restablecer un contacto, por fatal que sea, con lo que está ahí, a redescubrir los ritmos de la realidad. Lo que nos rodea ya no es paisaje, panorama, teatro, sino aquello que nos es dado habitar, con lo que debemos transigir y de lo que debemos aprender. No dejaremos que nos roben los causantes de las posibilidades contenidas en la catástrofe. Ahí donde los gobernantes se interrogan platónicamente sobre cómo dar un cambio radical ‘sin echarlo todo por tierra’, nosotros no vemos otra opción que ‘echarlo todo por tierra’ lo antes posible y, entretanto, sacar partido de cada derrumbe del sistema para ganar fuerza.”


“Occidente […] es un español al que le da bastante igual la libertad política desde que se le garantiza la libertad sexual. […]
Occidente es la civilización que ha sobrevivido a todas las profecías sobre su desmoronamiento mediante una singular estratagema. Del mismo modo que la burguesía ha tenido que negarse ‘como clase’ para permitir el aburguesamiento de la sociedad, del obrero al barón; del mismo modo que el capital ha tenido que sacrificarse como ‘relación salarial’ para imponerse como relación social, transformándose de esta manera en capital cultural y capital de salud, así como en capital financiero; del mismo modo que el cristianismo ha tenido que sacrificarse como religión para perpetuarse como estructura afectiva, como conminación difusa a la humildad, a la compasión y a la impotencia, Occidente ‘se ha sacrificado como civilización particular para imponerse como cultura universal’. La operación se resume así: una entidad agónica se sacrifica como contenido para sobrevivir como forma.”





“Nunca será demasiado pronto para aprender y practicar lo que unas épocas menos pacificadas, menos previsibles requerirían de nosotros. Nuestra dependencia de la metrópolis – su medicina, su agricultura, su policía – es ahora tan grande que no podemos atacar sin ponernos en peligro a nosotros mismos. Es la conciencia no formulada de esta vulnerabilidad la que provoca la autolimitación espontánea de los movimientos sociales actuales, la que hace temer las crisis y “desear la seguridad”. Es por ella que las huelgas han cambiado el horizonte de la revolución por el de la vuelta a la normalidad. Liberarse de esta fatalidad existe un largo y consistente proceso de aprendizaje, de experimentaciones múltiples, masivas. Se trata de saber pelearse, abrir las cerraduras con una ganzúa, curar las fracturas así como las anginas, construir una emisora de radio pirata, montar comedores callejeros y apuntar bien, pero también de reunir los saberes dispersos y constituir una agronomía de guerra, comprender la biología del plancton, la composición de los suelos, estudiar las asociaciones de plantas y recuperar así las intuiciones perdidas, todos los usos, todos los vínculos posibles con nuestro entorno inmediato y los límites más allá de los cuales lo agotamos. Todo ello desde hoy mismo, y de cara a los días en que nos hará falta sacar de ahí más que una mera parte simbólica de nuestros alimentos y necesidades.”


“Sólo ver la cara de quienes ‘son alguien’ en esta sociedad puede ayudar a comprender la alegría de no ser nadie.”





“No hay insurrección pacífica. Las armas son necesarias: se trata de hacer todo lo posible para que su uso sea superfluo. Una insurrección es antes una toma de armas, una ‘permanencia armada’, antes que un paso a la lucha armada. […]
[…] Un auténtico pacifismo no puede significar rechazo de las armas, sino tan sólo de su uso. Ser pacifista sin poder disparar no es más que la teorización de una impotencia. Este pacifismo a priori se corresponde con una especie de desarme preventivo; es una pura operación policial. En realidad, la cuestión pacifista no se plantea seriamente más que para quien tiene el poder de hacer fuego. Y en este caso, el pacifismo será, al contrario, un acto de poder pues únicamente desde una extrema posición de fuerza es posible liberarse de la necesidad de disparar. […]
[…] Hay que encarar dos tipos de reacciones por parte del Estado. Una de franca hostilidad y otra más pícara, democrática. La primera apela a la destrucción sin miramientos; la segunda a una hostilidad sutil, pero implacable: sólo espera a enrolarnos. Se puede ser derrotado tanto por la dictadura como por el hecho de quedar reducido a oponerse ‘sólo’ a la dictadura. La derrota consiste tanto en perder la guerra como en perder la ‘elección’ de la guerra que se quiere llevar a cabo. Por lo demás, ambas son posibles, como demuestra la España del 36: los revolucionarios fueron doblemente derrotados, por el fascismo y por la República.
En el momento en que las cosas se ponen serias, el ejército ocupa el territorio. Su entrada en acción resulta menos evidente. Para eso haría falta un Estado decidido a cometer una carnicería, lo cual sólo está a la orden del día como amenaza, un poco como el empleo de la bomba nuclear desde hace medio siglo. Así y todo, herida desde hace tiempo, la bestia estatal es peligrosa; frente al ejército, se necesita una masa numerosa, invadiendo las filas y confraternizando. Se necesita el 18 de marzo de 1871. El ejército en las calles es una situación insurreccional. El ejército en acción es el final precipitándose. Todo el mundo se ve obligado a tomar posición, a elegir entre la anarquía y el miedo a la anarquía. Una insurrección sólo puede triunfar como fuerza política. Políticamente, no es imposible vencer a un ejército.”


Felices fiestas, Próspero Año Nuevo, ho ho ho, fun fun fun.