El día del que vamos a hablar empezó con un ligero ahogo, una presión de la caja torácica que terminó en un estornudo – coz de burro de ésos que resecan la garganta, a estas alturas del despertar ya sedienta de café u otro estimulante, preferiblemente café, pero a falta de éste no es mala sustituta la menta, el mate, la melisa, el té y la salvia, buenas plantas a ingerir en la, para algunos, lenta transición entre el sueño y la vigilia. La mañana del día del que vamos a hablar tomé café. Un rancio café en polvo.
Luego me puse a escribir algo para ‘Miss Kalashnikov’, o cualquier otra cosa. Tal vez no escribí nada. Tal vez leí algo como esto
“[…] En el interior del hombre que está sentado escribiendo ´no hay nada’. Nada que sea él, quiero decir. Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe ‘no hay nada’[…]”.
o cualquier otra descripción magistral de la insignificancia surgida de la imaginación de Roberto Bolaño, autor de ‘2666’, el mejor de los libros posibles.
A eso del mediodía me di cuenta de que nos hacían falta verduras, así que hice recuento de dinero y salí en busca de una verdulería barata. A medida que iba llegando a la tienda de mi elección (elección que, por otra parte, no se fundaba en nada) vi a una jovencita con muchas curvas que hacía algo con una manguera, posiblemente regar un pasto de ésos que a algunos tenderos les gusta hacer crecer frente a sus comercios a pesar de que en él no crezcan más que hojas de escaso encanto y manzanillas deslucidas. Me acerqué más. La joven me miraba y sonreía mucho. Demasiado, aunque esto es difícil de argumentar. Me detuve a su lado porque tanto la verdulería como un señor arrugado del que ya no tengo memoria estaban situados a su espalda. El señor arrugado era el dueño de la verdulería y también el padre de la jovencita con la manguera, como no tardaría en descubrir. Ambos me atendieron excesivamente, como todos los comerciantes chilenos. Pronto el señor pasó a hacer otras cosas, sin dejar de comentar en voz alta lo mucho que le quedaba a su hija por hacer. La joven no hacía caso. Pesaba tomates, papas, zapallos y cebollas sin apear la sonrisa. Pronto me di cuenta (su padre ya lo había hecho mucho antes que yo) que me estaba tirando una onda, algo que nunca me suelo esperar de una chica porque confío en su sexto sentido, en ese no sé qué capaz de transmitir por ondas telepáticas que yo soy un hombre incompleto.
-¿De dónde es usted?
-De España.
-Uy, de España… Allí hay muchos castillos antiguos, ¿verdad? ¿Cuántos castillos hay?
-No sé. Muchos.
Me dijo que estudiaba historia y que un profesor suyo había conseguido una beca para ir a estudiar seis meses a España. Yo le pregunté si era muy difícil conseguir una beca de ésas. Si hubiese tenido interés real en seducirla no podría haber hecho un comentario más estúpido, como ella no tardó en apreciar.
-Uy, hay que estudiar mucho para eso…
Luego hablamos, mientras rebuscaba monedas en mi riñonera, de que los chilenos eran descendientes de españoles, o mejor dicho, fue ella la que habló de eso, con una alegría inesperada, a lo que yo le dije que nuestros antepasados habían iniciado quinientos años de horror y desgracia en su país y en su continente, a lo que ella no me dijo nada, sólo sonrió, y estuvo bien que fuera así, porque ya era mi segundo comentario estúpido desde que había entrado allí.
-¿Cómo se llama usted?
-Sergio – dije con voz impostada. Luego me di cuenta de que la educación me pedía hacer la misma pregunta - ¿Y tú?
-Constanza – dijo muy lentamente. – Es un nombre muy antiguo.
El escote de Constanza dejaba poco lugar para la imaginación. Me fui con mis verduras, orgulloso de mi flirteo, y el padre de Constanza siguió ordenando cosas a su hija como si con eso pudiese contener la turgencia de sus pechos.
El día del que estamos hablando me pilló pensando en muchas cosas inútiles. A medida que caminaba por calles con luces y sombras serenas, casi podría decir anestesiantes, a medida que veía gatos apareándose sobre una verja (con lo difícil que les debía resultar mantener el equilibrio) y avanzaba bajo cerezos de frutos hinchados, provocativos, pensaba y pensaba en el pasado, en realidades alternativas que no son más que fotocopias mal hechas del pasado, en frases que parecían colgadas de una rama o del tendido eléctrico y que poco sentido tienen más allá del interés psicoanalítico, tal vez, y, finalmente, en palabras como ‘tortura’, ‘fuck’, ‘manuscrito’, ‘excusa’, ‘voluntad’, que tal vez aisladas o juntas signifiquen algo. Es increíble la de tiempo que dedicamos a la nada, al desvarío del pensamiento, a la inacción más escandalosa.
Comí algo con mis nuevos compañeros de El Triwe, espacio comunitario que intenta autogestionarse sin caer en las trampas frecuentes de la autogestión progresista, que son el malhumor, la desesperación o la repetición estricta de las coordenadas capitalistas bajo un techo comunista.
El día del que ya llevamos un buen rato hablando, y que no parece tener nada de especial, fui a visitar a una familia mapuche en su parcela de la cordillera. En la camioneta íbamos Lugrin, la Lore, La Cote y yo. Paramos a mitad de camino para auxiliar a un amigo del pueblo al que se le había pinchado una rueda. Ya que no había mucho en lo que pudiera ayudar, me entretuve viendo una explanada de rocas volcánicas como alaridos verticales y grises, al menos hasta que alguien sintonizó una radio y sonó cumbia, la machacona y aburrida cumbia, y esperé hasta que nos fuéramos de allí.
Ya en casa de Carlitos, el cabeza de la familia mapuche que nos recibía, tomamos mate y un viejo con sólo los dos dientes delanteros y gorra de visera me preguntó mi nombre.
-Sergio- le dije.
-Sergio el bailarín- dijo él, y todos se pusieron a reír al unísono, tanto que también yo tuve que reír, aunque no sabía de qué. (Días después me enteraría de que ‘Sergio el bailarín’ es el título de una cumbia paraguaya muy famosa).
- Tengo varios hijos – continuó el viejo, al que me costaba un triunfo entenderle-. Uno de ellos murió el año pasado. Volcó su camioneta. Otra hija se me casó con un cabro [joven] de por acá. No tiene trabajo. Él sólo quiere comérsela y pegarla.
Rió. Carcajeó. Yo no sabía si reírme con él o no. Opté por reírme, porque la Lore reía y Lugrin reía y todos reían con ganas.
-Hay que reírse- sentenció el viejo, y luego ya no dijo nada más.
El día del que ya no quiero hablar más es sólo uno de los muchos días del año pasado, uno de los últimos días, para ser más exactos. Fue inevitable echar la vista atrás, pasando por Londres, la vastedad inconmensurable de Australia, Singapur, India, España, Argentina y ahora Chile. Un crisol de lugares que evocan por sí solos estados de ánimo, miradas, segundos recuperables a través de la memoria y segundos olvidados, irrecuperables, inexistentes.
No haré balance del año porque quiero dejar de pensar en años, en meses, en tiempo.
Hay que reírse.
Luego me puse a escribir algo para ‘Miss Kalashnikov’, o cualquier otra cosa. Tal vez no escribí nada. Tal vez leí algo como esto
“[…] En el interior del hombre que está sentado escribiendo ´no hay nada’. Nada que sea él, quiero decir. Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe ‘no hay nada’[…]”.
o cualquier otra descripción magistral de la insignificancia surgida de la imaginación de Roberto Bolaño, autor de ‘2666’, el mejor de los libros posibles.
A eso del mediodía me di cuenta de que nos hacían falta verduras, así que hice recuento de dinero y salí en busca de una verdulería barata. A medida que iba llegando a la tienda de mi elección (elección que, por otra parte, no se fundaba en nada) vi a una jovencita con muchas curvas que hacía algo con una manguera, posiblemente regar un pasto de ésos que a algunos tenderos les gusta hacer crecer frente a sus comercios a pesar de que en él no crezcan más que hojas de escaso encanto y manzanillas deslucidas. Me acerqué más. La joven me miraba y sonreía mucho. Demasiado, aunque esto es difícil de argumentar. Me detuve a su lado porque tanto la verdulería como un señor arrugado del que ya no tengo memoria estaban situados a su espalda. El señor arrugado era el dueño de la verdulería y también el padre de la jovencita con la manguera, como no tardaría en descubrir. Ambos me atendieron excesivamente, como todos los comerciantes chilenos. Pronto el señor pasó a hacer otras cosas, sin dejar de comentar en voz alta lo mucho que le quedaba a su hija por hacer. La joven no hacía caso. Pesaba tomates, papas, zapallos y cebollas sin apear la sonrisa. Pronto me di cuenta (su padre ya lo había hecho mucho antes que yo) que me estaba tirando una onda, algo que nunca me suelo esperar de una chica porque confío en su sexto sentido, en ese no sé qué capaz de transmitir por ondas telepáticas que yo soy un hombre incompleto.
-¿De dónde es usted?
-De España.
-Uy, de España… Allí hay muchos castillos antiguos, ¿verdad? ¿Cuántos castillos hay?
-No sé. Muchos.
Me dijo que estudiaba historia y que un profesor suyo había conseguido una beca para ir a estudiar seis meses a España. Yo le pregunté si era muy difícil conseguir una beca de ésas. Si hubiese tenido interés real en seducirla no podría haber hecho un comentario más estúpido, como ella no tardó en apreciar.
-Uy, hay que estudiar mucho para eso…
Luego hablamos, mientras rebuscaba monedas en mi riñonera, de que los chilenos eran descendientes de españoles, o mejor dicho, fue ella la que habló de eso, con una alegría inesperada, a lo que yo le dije que nuestros antepasados habían iniciado quinientos años de horror y desgracia en su país y en su continente, a lo que ella no me dijo nada, sólo sonrió, y estuvo bien que fuera así, porque ya era mi segundo comentario estúpido desde que había entrado allí.
-¿Cómo se llama usted?
-Sergio – dije con voz impostada. Luego me di cuenta de que la educación me pedía hacer la misma pregunta - ¿Y tú?
-Constanza – dijo muy lentamente. – Es un nombre muy antiguo.
El escote de Constanza dejaba poco lugar para la imaginación. Me fui con mis verduras, orgulloso de mi flirteo, y el padre de Constanza siguió ordenando cosas a su hija como si con eso pudiese contener la turgencia de sus pechos.
El día del que estamos hablando me pilló pensando en muchas cosas inútiles. A medida que caminaba por calles con luces y sombras serenas, casi podría decir anestesiantes, a medida que veía gatos apareándose sobre una verja (con lo difícil que les debía resultar mantener el equilibrio) y avanzaba bajo cerezos de frutos hinchados, provocativos, pensaba y pensaba en el pasado, en realidades alternativas que no son más que fotocopias mal hechas del pasado, en frases que parecían colgadas de una rama o del tendido eléctrico y que poco sentido tienen más allá del interés psicoanalítico, tal vez, y, finalmente, en palabras como ‘tortura’, ‘fuck’, ‘manuscrito’, ‘excusa’, ‘voluntad’, que tal vez aisladas o juntas signifiquen algo. Es increíble la de tiempo que dedicamos a la nada, al desvarío del pensamiento, a la inacción más escandalosa.
Comí algo con mis nuevos compañeros de El Triwe, espacio comunitario que intenta autogestionarse sin caer en las trampas frecuentes de la autogestión progresista, que son el malhumor, la desesperación o la repetición estricta de las coordenadas capitalistas bajo un techo comunista.
El día del que ya llevamos un buen rato hablando, y que no parece tener nada de especial, fui a visitar a una familia mapuche en su parcela de la cordillera. En la camioneta íbamos Lugrin, la Lore, La Cote y yo. Paramos a mitad de camino para auxiliar a un amigo del pueblo al que se le había pinchado una rueda. Ya que no había mucho en lo que pudiera ayudar, me entretuve viendo una explanada de rocas volcánicas como alaridos verticales y grises, al menos hasta que alguien sintonizó una radio y sonó cumbia, la machacona y aburrida cumbia, y esperé hasta que nos fuéramos de allí.
Ya en casa de Carlitos, el cabeza de la familia mapuche que nos recibía, tomamos mate y un viejo con sólo los dos dientes delanteros y gorra de visera me preguntó mi nombre.
-Sergio- le dije.
-Sergio el bailarín- dijo él, y todos se pusieron a reír al unísono, tanto que también yo tuve que reír, aunque no sabía de qué. (Días después me enteraría de que ‘Sergio el bailarín’ es el título de una cumbia paraguaya muy famosa).
- Tengo varios hijos – continuó el viejo, al que me costaba un triunfo entenderle-. Uno de ellos murió el año pasado. Volcó su camioneta. Otra hija se me casó con un cabro [joven] de por acá. No tiene trabajo. Él sólo quiere comérsela y pegarla.
Rió. Carcajeó. Yo no sabía si reírme con él o no. Opté por reírme, porque la Lore reía y Lugrin reía y todos reían con ganas.
-Hay que reírse- sentenció el viejo, y luego ya no dijo nada más.
El día del que ya no quiero hablar más es sólo uno de los muchos días del año pasado, uno de los últimos días, para ser más exactos. Fue inevitable echar la vista atrás, pasando por Londres, la vastedad inconmensurable de Australia, Singapur, India, España, Argentina y ahora Chile. Un crisol de lugares que evocan por sí solos estados de ánimo, miradas, segundos recuperables a través de la memoria y segundos olvidados, irrecuperables, inexistentes.
No haré balance del año porque quiero dejar de pensar en años, en meses, en tiempo.
Hay que reírse.
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