Al principio esta sección se ocupaba sólo de hallazgos audiovisuales. En realidad, al principio ni siquiera se llamaba ‘Hoy el tino lo tiene…’, expresión bastante chapucera que, a falta de otra mejor, por lo menos nos habla de algo familiar, el tino, el cotarro, el ardil, esos atributos sin los cuales la vida no sería más que un tallo machacado contra el piso y desprovisto de pétalos.
Por eso hoy abrimos las ventanas y damos la bienvenida al cómic, género al que me aficioné gracias a David, que me hizo leer sagas enteras y memorables como el Daredevil de Frank Miller, el Sandman de Neil Gaiman, el Preacher de Garth Ennis (ésta un poco menos memorable que las anteriores) y la práctica totalidad de la obra de Alan Moore, al que he mencionado una y otra vez en este blog y al que le debemos, entre otras cosas mucho más famosas, la rotunda y maravillosa ‘Miracleman’.
Su primer atractivo es su secretismo. Daba la casualidad (feliz, felicísima) de que David tenía en su poder todos los episodios de ‘Miracleman’, coleccionados religiosamente cuando fueron publicados en España a finales de los ochenta y encuadernados por su padre para una mejor conservación. Eso ya es, de por sí, bastante extraordinario, porque es casi imposible acceder de otro modo a este cómic, dado que su reedición está vetada por el dueño legal de sus derechos de reproducción, el señor Todd McFarlane, también famoso por guionizar cómics y por hacerse archirrico, o moderamente rico, o más rico que nosotros, que para el caso es lo mismo, con unas figuritas góticas de Caperucita y de la Alicia de Carroll que despiertan la admiración de muchos fanáticos de los muñecos, tal vez a la espera de que un día (o una noche) cobren vida y les expliquen el sentido del universo. McFarlane no nos interesa más que como vórtice que atrae a todas las fuerzas censoras que existen en este mundo totalitario y frágil y que privan conscientemente al mundo de una obra de arte increíblemente compleja y, lo que es más importante, liberadora en su sentido más amplio del término. Puede que no sea más que una tapadera de las editoriales, que han consentido en difundir el contenido revolucionario de ‘V de Vendetta’ con tal de que ‘Miracleman’ no vea la luz y caiga hasta en el olvido de un coleccionista. (Nota: acabo de leer, aunque no sé si es una noticia o un rumor, que Marvel ha adquirido finalmente los derechos de la obra).
¿Es tan peligroso el contenido de ‘Miracleman’? Sí, bastante. Y ahí está su segundo y más notable atractivo: la capacidad de no sólo alterar de forma definitiva la noción de superhéroe (mucho más profundamente que en la famosa ‘Watchmen’) sino de plantear con ello, y de una forma increíblemente precisa, una utopía social liderada por superhombres y supermujeres que funciona, a mi modo de ver, como uno de los manifiestos anarquistas más atrevidos e inteligentes que se hayan publicado nunca (más aún considerando el medio en el que ‘Miracleman’ es concebido). Lo que sucede en ‘V de Vendetta’ se mueve en un contexto de terrorismo anti-sistema y, por tanto, es un blanco más fácil tanto para los elogios como para las críticas. ‘Miracleman’ no. Porque su tomo tercero y último, ‘Olimpo’, (el mejor de la saga con mucha diferencia y tal vez al que realmente me refiero cuando hablo de los logros de este cómic) se atreve a ordenar la sociedad después del holocausto, después de la destrucción total del sistema. Es sorprendente cómo lo que se cuenta no sólo no cae en el ridículo, sino que abre compuertas secretas de la mente a través de ideas que parecían haber estado ahí siempre y que nunca antes les habíamos prestado atención. Bueno, ése es el rol del artista, qué duda cabe. Entretener está muy bien, pero ensanchar y liberar la mente ya es lo más de lo más. Alan Moore nunca se ha quedado corto en este aspecto.
La historia de ‘Miracleman’ parte de una breve (y menor, por qué no decirlo) saga de los años cincuenta, Marvelman, que sería retomada por Moore en clave deconstructivista. Así es como el superhéroe Michael Moran descubre que todos sus recuerdos como defensor de la justicia no fueron más que implantes que un científico (nazi, cómo no, de acuerdo a un proyecto llamado, cómo no, “Zaratustra”) le introdujo en el cerebro. La cosa se complica mucho más. Pero para una aproximación al núcleo de la historia, baste saber que el superhéroe, de acuerdo a Alan Moore y a esta obra en concreto, es una desintegración del individuo en un inquilino humano (Moran) y un doble cuasi-divino (Miracleman) cuyo cuerpo y poderes habitan en otra dimensión espacio-temporal (cortesía de una tecnología alienígena muy sofisticada), es decir, el sueño de eternidad y control ilimitado sobre el cosmos que surgió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial disfrazado de inofensivos tebeos. Gracias a esto surge la utopía que se nos cuenta en ‘Olimpo’, confusa utopía de regusto opresor que desbarata el optimismo de la consigna “libertad para todos” por una reflexión amarga sobre la felicidad y el conocimiento.
Inolvidables son las viñetas de página entera dedicadas al dinero, a las drogas, a la violencia, parte de una especie de campaña política puesta en marcha por Miracleman que, bien mirada, no es campaña de nada, porque nadie es preguntado por lo que quiere realmente. ¿Querríamos componer entre todos una sociedad de dioses, de superhombres y supermujeres sin limitaciones? Mucha gente diría que sí sin dudarlo, pero hay trampa. Hay trampa en la gozosa resignación de Margaret Thatcher cuando Miracleman le dice que ya no hay lugar en el planeta para su modelo de neo-liberalismo económico. Hay trampa en la recuperación clínica de Charles Manson. Hay trampa en un ying sin yang.
No sólo de Moore vive ‘Miracleman’, sino también del dibujo de John Totleben para ‘Olimpo’, uno de mis artistas favoritos y que en la destrucción apocalíptica de Londres a manos de la némesis de Miracleman (antaño compañero suyo) rompe tabúes de visceralidad y códigos de realismo gráfico y nos regala esto.
El mundo que habita este cómic es inagotable. Muchas referencias culturales y una voluntad afiladísima de reflexión política (son los años en los que Moore amenazaba con abandonar una “Gran Bretaña fascista”) hacen cada vez más vigente esta historia que todos deberían leer en algún momento de sus vidas. Como tantas otras cosas, supongo. Pero a mí hoy me toca defender esto.
Hala.
Por eso hoy abrimos las ventanas y damos la bienvenida al cómic, género al que me aficioné gracias a David, que me hizo leer sagas enteras y memorables como el Daredevil de Frank Miller, el Sandman de Neil Gaiman, el Preacher de Garth Ennis (ésta un poco menos memorable que las anteriores) y la práctica totalidad de la obra de Alan Moore, al que he mencionado una y otra vez en este blog y al que le debemos, entre otras cosas mucho más famosas, la rotunda y maravillosa ‘Miracleman’.
Su primer atractivo es su secretismo. Daba la casualidad (feliz, felicísima) de que David tenía en su poder todos los episodios de ‘Miracleman’, coleccionados religiosamente cuando fueron publicados en España a finales de los ochenta y encuadernados por su padre para una mejor conservación. Eso ya es, de por sí, bastante extraordinario, porque es casi imposible acceder de otro modo a este cómic, dado que su reedición está vetada por el dueño legal de sus derechos de reproducción, el señor Todd McFarlane, también famoso por guionizar cómics y por hacerse archirrico, o moderamente rico, o más rico que nosotros, que para el caso es lo mismo, con unas figuritas góticas de Caperucita y de la Alicia de Carroll que despiertan la admiración de muchos fanáticos de los muñecos, tal vez a la espera de que un día (o una noche) cobren vida y les expliquen el sentido del universo. McFarlane no nos interesa más que como vórtice que atrae a todas las fuerzas censoras que existen en este mundo totalitario y frágil y que privan conscientemente al mundo de una obra de arte increíblemente compleja y, lo que es más importante, liberadora en su sentido más amplio del término. Puede que no sea más que una tapadera de las editoriales, que han consentido en difundir el contenido revolucionario de ‘V de Vendetta’ con tal de que ‘Miracleman’ no vea la luz y caiga hasta en el olvido de un coleccionista. (Nota: acabo de leer, aunque no sé si es una noticia o un rumor, que Marvel ha adquirido finalmente los derechos de la obra).
¿Es tan peligroso el contenido de ‘Miracleman’? Sí, bastante. Y ahí está su segundo y más notable atractivo: la capacidad de no sólo alterar de forma definitiva la noción de superhéroe (mucho más profundamente que en la famosa ‘Watchmen’) sino de plantear con ello, y de una forma increíblemente precisa, una utopía social liderada por superhombres y supermujeres que funciona, a mi modo de ver, como uno de los manifiestos anarquistas más atrevidos e inteligentes que se hayan publicado nunca (más aún considerando el medio en el que ‘Miracleman’ es concebido). Lo que sucede en ‘V de Vendetta’ se mueve en un contexto de terrorismo anti-sistema y, por tanto, es un blanco más fácil tanto para los elogios como para las críticas. ‘Miracleman’ no. Porque su tomo tercero y último, ‘Olimpo’, (el mejor de la saga con mucha diferencia y tal vez al que realmente me refiero cuando hablo de los logros de este cómic) se atreve a ordenar la sociedad después del holocausto, después de la destrucción total del sistema. Es sorprendente cómo lo que se cuenta no sólo no cae en el ridículo, sino que abre compuertas secretas de la mente a través de ideas que parecían haber estado ahí siempre y que nunca antes les habíamos prestado atención. Bueno, ése es el rol del artista, qué duda cabe. Entretener está muy bien, pero ensanchar y liberar la mente ya es lo más de lo más. Alan Moore nunca se ha quedado corto en este aspecto.
La historia de ‘Miracleman’ parte de una breve (y menor, por qué no decirlo) saga de los años cincuenta, Marvelman, que sería retomada por Moore en clave deconstructivista. Así es como el superhéroe Michael Moran descubre que todos sus recuerdos como defensor de la justicia no fueron más que implantes que un científico (nazi, cómo no, de acuerdo a un proyecto llamado, cómo no, “Zaratustra”) le introdujo en el cerebro. La cosa se complica mucho más. Pero para una aproximación al núcleo de la historia, baste saber que el superhéroe, de acuerdo a Alan Moore y a esta obra en concreto, es una desintegración del individuo en un inquilino humano (Moran) y un doble cuasi-divino (Miracleman) cuyo cuerpo y poderes habitan en otra dimensión espacio-temporal (cortesía de una tecnología alienígena muy sofisticada), es decir, el sueño de eternidad y control ilimitado sobre el cosmos que surgió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial disfrazado de inofensivos tebeos. Gracias a esto surge la utopía que se nos cuenta en ‘Olimpo’, confusa utopía de regusto opresor que desbarata el optimismo de la consigna “libertad para todos” por una reflexión amarga sobre la felicidad y el conocimiento.
Inolvidables son las viñetas de página entera dedicadas al dinero, a las drogas, a la violencia, parte de una especie de campaña política puesta en marcha por Miracleman que, bien mirada, no es campaña de nada, porque nadie es preguntado por lo que quiere realmente. ¿Querríamos componer entre todos una sociedad de dioses, de superhombres y supermujeres sin limitaciones? Mucha gente diría que sí sin dudarlo, pero hay trampa. Hay trampa en la gozosa resignación de Margaret Thatcher cuando Miracleman le dice que ya no hay lugar en el planeta para su modelo de neo-liberalismo económico. Hay trampa en la recuperación clínica de Charles Manson. Hay trampa en un ying sin yang.
No sólo de Moore vive ‘Miracleman’, sino también del dibujo de John Totleben para ‘Olimpo’, uno de mis artistas favoritos y que en la destrucción apocalíptica de Londres a manos de la némesis de Miracleman (antaño compañero suyo) rompe tabúes de visceralidad y códigos de realismo gráfico y nos regala esto.
El mundo que habita este cómic es inagotable. Muchas referencias culturales y una voluntad afiladísima de reflexión política (son los años en los que Moore amenazaba con abandonar una “Gran Bretaña fascista”) hacen cada vez más vigente esta historia que todos deberían leer en algún momento de sus vidas. Como tantas otras cosas, supongo. Pero a mí hoy me toca defender esto.
Hala.
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