Se dice de la amanita que su contenido activo, el muscimole, o el ácido iboténico transformado en muscimole, se elimina íntegramente a través de la orina sin metabolizarse en el organismo. De ahí que el pis del chamán fuese néctar de los dioses, y que los campesinos siberianos se congregasen a la salida de los palacios cada vez que había celebración, a la espera de que los señores saliesen a mear, para así beberse el líquido mágico que les haría “entender” un poco más, o un poco menos… en cualquier caso, entrar en el éxtasis que a todos nos gustaría que fuera nuestra vida.
Debo al libro “Hierbas y plantas curativas” de Jorge Fernández Chiti un montón de información valiosa y neutral sobre los hongos habladores y las plantas mágicas, así como recetas y usos de tantas otras hierbas. Durante un tiempo se convirtió en nuestra lectura de cabecera durante el desayuno y después de la cena, y ahora recurro a él cada vez que tengo una duda o para solucionar algún trastorno de la forma más natural, eficaz y barata posible. Sus dibujos no ayudan precisamente a identificar plantas en una caminata de campo, algo para lo que se necesita un buen guía y años de experiencia en la materia. No obstante, siempre hay que empezar por algún lado. Dedico este post al libro de Chiti, a los alucinógenos que la naturaleza nos ha legado y cuyo uso queda prescrito desde los primeros himnos védicos, y al conocimiento prohibido, causante de tanta muerte prematura, tanto horror, tanta tortura degenerada a lo largo de los siglos.
La amanita pudo haber penetrado en América a través del estrecho de Bering, siendo originaria de Siberia y de la India. Su cúpula rojiza con motitas blancas es harto conocida, decorando el sotobosque de muchas ilustraciones infantiles, videojuegos y series animadas como Los Pitufos. Chiti opina que…
“El arquitecto catalán Gaudí, por ejemplo, constituye un caso típico de vida creativa consagrada al consumo de Amanita, clave de su obra, toda la cual es un canto al hongo alucinógeno (cúpulas, frentes y cruces están visiblemente inspirados en la Amanita, que por entonces crecía y se conseguía en la región de Cataluña: de allí los paseos ‘campestres’).”
Hay opiniones muy diversas en torno a la amanita y al igual que algunos detestan sus efectos y los consideran perjudiciales y/o intoxicantes, otros alaban su capacidad de fusionar al hombre con la realidad total. No en vano fue de uso común para los mayas y tantos otros pobladores originarios (crece aquí en la Chile mapuche, en bosques húmedos de pinos y alerces; en Europa se la puede encontrar bajo hayas y abedules). Este hongo se ha de desecar al sol y al aire para poder comerse y es esencial salivarlo muy bien. Tampoco se le debe quitar la corteza, porque en ella se encuentran los alcaloides que producirán animación, macropsia (los objetos se aparecen más grandes de lo que son en un estado de percepción no alterado), euforia y sedación contemplativa. Se ingiere el hongo entero, tanto la cúpula como el talo.
Alguien llamó “madre de todas las hierbas” al ajenjo. La absintina, que es su principio activo, da amargor al vermouth y al bitter y, disuelta en alcohol y consumida en grandes cantidades, produce alucinaciones (es el licor que hacía escapar de la realidad a los poetas románticos del siglo XIX). Es fácil llegar a la sobredosis, por eso es recomendada la dosis mínima posible si se la quiere ingerir como aperitivo (muy buena para los anoréxicos). Otros usos terapéuticos van desde el “estómago caído” hasta las lombrices pasando por el mal olor bucal. Ramas de ajenjo colgadas del techo alejan los mosquitos y las chinches, y también funcionan como contraveneno si se han ingerido imprudentemente hongos venenosos. Se puede preparar un vino de ajenjo para antes de los almuerzos muy fácilmente:
“Dejar en maceración durante quince días un puñado grande (cuatro dedos) de hojas desecadas de ajenjo en un litro de un vino blanco de buena calidad. Al cabo, se filtra haciendo pasar el licor por un papel de filtro colocado en un embudo. Tómese media copita de las pequeñas o una cucharadita de té.”
El opio se extrae de la adormidera, cuya flor es muy parecida a la de la amapola. Ambas se distinguen por las semillas, que son ovoidales y de color blanco en la adormidera. Soy fan de que Homero aluda a ella en ‘La Odisea’ como la planta que “hace olvidar todos los males”. Si se efectúa un tajo oblicuo en una cápsula fresca, estando ésta todavía verde y antes de que se hayan caído los pétalos, se puede recoger un látex gota a gota (con el dedo) que se recomienda depositar en un frasco de boca ancha. Eso el opio. Entre los alcaloides que contiene los más conocidos son la morfina (en porcentajes de hasta el veinte por ciento), la codeína, la papaverina y la narcotina. Se dice que hasta hace poco muchas madres en Europa daban a sus niños hojas de adormidera cuando éstos no podían conciliar el sueño. “Santo remedio” dice Chiti “ya que en las hojas existe escasa cantidad de narcótico, pero suficiente para sedar, relajar los músculos e inducir un sueño tranquilo”.
Nada mejor para los trabajos intelectuales que una infusión con semillas de anís, porque produce una estimulación leve y mejora la concentración. Si te gusta el sabor, claro, porque a mí siempre me pareció un poco repelente (siempre me comí caramelos de anís por educación, no por gusto). En la Edad Media se la llamaba ‘torna maritos’ porque hacía volver al marido de la mujer que había sido abandonada.
Atención al arroz:
“Cereal originario de la antigua China, cultivado por lo menos desde seis mil años atrás. Ha sido la base de la alimentación oriental y es el fundamento de la macrobiótica zen. Es el alimento más equilibrado que existe, y debería constituir la base nutricia humana. Un buen promedio de dieta saludable es: 50 por ciento de arroz integral; 20 por ciento de vegetales; 10 por ciento de sopas; 10 por ciento de animal (pescado); 10 por ciento de frutas y ensaladas. […] En la cáscara y fibras se halla la mayor parte de sus vitaminas y sales minerales (por eso se debe usar el integral). El arroz blanco, tal como se lo utiliza en Occidente, pierde lastimosamente casi la mitad de sus contenidos nutricios.”
Ayahuasca significa, en quechua, liana del alma, y se trata efectivamente de una enredadera que crece en torno a otros árboles, en las selvas amazónicas y cordilleranas que van desde Colombia hasta el norte de Bolivia y Paraguay. También conocida como Caapi o Yajé. Se separa la corteza del tronco, que es donde reside la harmina, su principio activo, y hay distintos tipos de liana para distintos tipos de efecto, todos pautados por el ritual religioso del que forma parte su consumo, ya que la vivencia de la ayahuasca ES COMUNITARIA, NO INDIVIDUAL. Regalo de los dioses, sin lugar a dudas. El chamán prepara una decocción tras machacar la corteza en un mortero y el iniciado (lamentablemente, nunca la iniciada), en su edad adolescente, ingiere a sorbitos el preparado, que ha de ser amargo y espeso y servido en una vasija de terracota. Esta experiencia condicionará su vida adulta, haciéndole ver cosas pertenecientes a esa otra realidad que nos es vetada por los límites que imponemos y que también les han sido impuestos a nuestra voluntad: viajes a mundos desconocidos, conversaciones con antepasados o voces ocultas en la naturaleza, transformaciones en felino, ave o reptil, experiencias con colores (fundamentalmente el azul). El efecto de la ayahuasca se manifiesta a los dos minutos de ingerir la decocción y produce un sueño tras el cual el indígena dejará constancia de sus experiencias a través del arte. Unos la toman sola y otros prefieren potenciar su efecto con otras plantas, fundamentalmente el tabaco. La ayahuasca es la planta psicotrópica por excelencia, además de un poderoso anticancerígeno (y, ¡oh paradoja!, una buena cura contra la drogodependencia), fuertemente contextualizada en un lugar, en unas comunidades indígenas y en unos ritos milenarios, fuera de los cuales su vivencia pierde todo sentido. Y pensar que hay gente que la compra por Internet y la consume en sus apartamentos de Nueva York, Londres o Berlín para acceder al mundo de los seres elementales sin ensuciarse los pies ni las manos…
“Al que toma beleño, no le faltará el sueño” canta el dicho español. Sobre la más antigua de las solanáceas, usada ya en Babilonia y en el antiguo Egipto hace cuatro mil años, Chiti dice:
“Lo específico de la sensación que causa la ingestión del Beleño es la liviandad, lo que se denomina “levitación”, y pasó a la fantasía popular como analogía con viajes sobre escobas, vuelos por los aires, bilocación, escape del alma mientras se duerme (para hacer fechorías, sobre todo eróticas…). Condenadas estas fantasías por la Iglesia, sin embargo ésta bien las potabilizó cuando pudo, atribuyendo a sus santos la capacidad de levitarse cuando estaban en éxtasis (Teresa de Jesús, por ejemplo).”
Todas las partes de la planta (incluso las semillas) son activas, portadoras de, entre otros alcaloides, la escopolamina, que parece ser la causante de las alucinaciones que produce. Beleño era lo que inhalaban las pitonisas del oráculo de Delfos para entrar en trance y hablar en nombre de los dioses. Después de una larga y triste época de persecución de mujeres por ingesta y aplicaciones externas (es un podersoso analgésico), hoy día se usa en la fabricación de cigarrillos antiasmáticos y se la receta contra todo tipo de temblores y mal de Parkinson.
El peligro inherente en las solanáceas es que una ingestión mínima de escopolamina, de décimas de miligramo, puede provocar parálisis generalizada del sistema nervioso central. Así murieron muchos niños en Europa al comerse los dulces frutos de la belladona, mítica planta muy parecida en sus usos médicos al beleño y al estramonio, y también famoso afrodisíaco. También con la fruta las mujeres se daban fricciones debajo de los ojos para parecer más hermosas (de ahí el nombre), lo que en realidad se debe a que la belladona, como la mandrágora, produce midriasis, es decir, ditalación de las pupilas (muy útil en operaciones quirúrgicas del ojo).
Sería bastante estúpido automedicarse con alguna de estas solanáceas, a pesar de la fascinación que producen la raíz antropomorfa de la mandrágora, sus múltiples leyendas de erotismo y horror medievales y tantos otros productos del imaginario colectivo en general y de la Inquisición en particular. Una lástima, porque un poco más de conocimiento sobre las mismas, más allá de la seducción pop de sus propiedades psicoactivas (en la Edad Media se llegó a identificar a la Virgen María con la “Santa mandrágora” y a asociar ambas entidades en pinturas de la época) podría habernos hecho la vida más fácil y llevadera. Al respecto de la mandrágora:
“Debemos remontarnos a Dioscórides, quien hace casi dos mil años se refirió a su modo de empleo. Afirma el sabio botánico griego que se usa sólo la corteza de la raíz verde o fresca de la mandrágora, la que se debe machacar muy bien hasta extraerle su jugo. […] Asegura, además, que cociendo raíces de mandrágora en vino, si se da un vaso al paciente, éste no sentirá dolores ‘cuando haya que cortarlo o cauterizarlo, no sentirá el tormento…’ […] Inocentes plantas que, bajo control especializado, podrían traer momentos de consuelo, sedación o anestesia al ser humano, bastante sufriente por cierto, son censuradas, prohibidas y desconocida su información. Es que el sistema necesita de tontos crédulos para poder sostenerse a sus espaldas, y que sólo se dediquen a trabajar para su explotación.”
El gran Chiti muestra sus colores políticos, y hace bien. Hasta un libro de hierbas medicinales puede ser también una invitación a la resistencia contra el monstruo.
El cactus de San Pedro o huachuma es una planta típica de los Andes y crece a bastante altitud (entre los 1800 y los 2700 metros), debido mayormente a la expansión de los colonizadores europeos, que obligaron a los pobladores originarios de Sudamérica a cultivar este cactus en lugares a salvo de su censura cristianizante. Los indígenas acabaron llamándolo ‘San Pedro’ a modo de burla y de defensa, ya que este santo es el que guarda las llaves del cielo, o lo que es lo mismo, del “paraíso” de la suprarrealidad bidimensional. El más sagrado está formado por cuatro costillas (símbolo cósmico andino milenario), pero es muy raro ver uno y los más habituales constan de seis o de ocho. Es harto hermoso este cactus. Harto. Florece de noche, que viene a ser el momento del día en que se recomienda la ingesta de la planta desecada para obtener el efecto óptimo.
Como el peyote, su principio activo es la mezcalina, entre otros alcaloides en porcentajes mínimos. Tal vez lo más atrayente de sus alucinaciones sensoriales sea que no se queda en una contemplación colorida del ego sino en un portal de conocimiento tan válido com cualquier otro, a través del cual se pueden curar dolencias para las que la medicina occidental no ha encontrado cura (puesto que la medicina occidental está interesada en la eliminación del síntoma, no de la enfermedad). Por si fuera poco, una vez el afortunado iniciado empieza a “ver” y a “entender” ese conocimiento es capaz de compartirlo con los demás y curar a otros. Bellísima práctica holística / comunitaria que se sirve de un regalo de la naturaleza para aliviar y fortalecer la vivencia en este mundo. La ceremonia chamánica que envuelve al San Pedro no es ninguna reunión de ebrios chalados que buscan una justificación divina en el consumo de una droga. Es una práctica ritual para ejercitar la mente y sanar el cuerpo, independientemente del uso que le dén subversivos de toda condición, y que se puede llegar a entender por el secretismo estricto que rodea una ceremonia de curación con San Pedro.
Crece en Valparaíso, por lo que he sabido, y por todo el norte de Argentina, Bolivia, Perú y Ecuador. O sea, que el San Pedro habrá de toparse en mi camino, espero. Chiti dice que se vende en los mercados ya desecado y que, tras cortarlo en rebanadas de medio a un centímetro de grosor, se prepara el cactus en una decocción de seis a siete horas a la que se va añadiendo agua a medida que se evapora la anterior. Sentado, concentrado, se bebe el líquido resultante a pequeños sorbos y, tras un primer estado de somnolencia (típico en el consumo de cualquier hongo alucinógeno), parece ser que la “visión” comienza a abrirse.
Lo mismo se puede decir del peyote, cuyo culto está mucho más extendido hoy día por la histeria antropológica que desató su descubrimiento en Estados Unidos (el peyote crece principalmente en Sierra Madre, México, pero también al sureste de la geografía gringa y en Canadá). Se sabe más de este cactus, se ha escrito más, se ha peregrinado más en su busca desde que lo hiciera Carlos Castañeda, y por ello intuyo que sea más susceptible a un misticismo de pacotilla. No obstante, ya era objeto de veneración desde antes de los aztecas, cuando el uso curativo y la genuina exploración personal acerca del comportamiento del cosmos eran los motores de la experiencia alucinógena. Parece ser que los efectos del peyote son menos extra-corporales que los de la ayahuasca y se centran más en la interpretación profunda de los estímulos sensoriales que hacen acto de presencia. Es curioso cómo algunas de las alucinaciones prototípicas asociadas al peyote (el ser humano visto como un huevo de cuyo ombligo salen cuerdas brillantes que lo unen con todo lo que existe) tiene mucho que ver con otras visiones místicas de comunidades radicalmente alejadas de Norteamérica. Hablo, por ejemplo, de los aborígenes australianos (donde, en casa de uno de ellos, vi un cuadro de un hombre con su ombligo como núcleo de fuerza) o del baile ritual africano. Nada fraterniza todas estas culturas distantes como el mensaje universal transmitido por las plantas.
El peyote es un cactus achaparrado con varias cabezas agrupadas, los “botones de mezcal”, que se ingieren crudos y secos ya que no pierden ninguna de sus propiedades tras la cosecha. Los indios tarahumaras las muelen en mortero, pero todo eso acaba dependiendo del ritual, de la tribu y del chamán en cuestión.
“Para los indios mexicanos el peyote es el Poder, que sirve tanto para curar enfermedades, como para ver, saber y prever (adivinar). La curación, al parecer, se opera al ensancharse el campo de la “visión”, lo que otorga el Poder de manipular las fuerzas necesarias para contrarrestar el mal o daño cuyo efecto siempre es la enfermedad. Según ellos, no existen enfermedades puramente físicas, sino espirituales. Restableciendo la circulación energética psicofísica, se restituye la salud. Esto es medicina holística, legado del Oriente y de nuestros indios al mundo de la moderna medicina occidental, racionalista y cientificista, orientada a servir al negocio de la industria farmacéutica. De allí que los conocimientos médicos aparentemente sean muchos, pero los enfermos y las enfermedades se multipliquen cada vez más.”
En la segunda parte nos las veremos con el cáñamo y la coca, además de muchas curiosidades sobre el té, el café y el mate, algo sobre el ácido lisérgico y los hongos Teonanácatl y (como dicen en las propagandas cuando ya no tienen nada más que decir) mucho, mucho más.
Salud.
Sergio.
Debo al libro “Hierbas y plantas curativas” de Jorge Fernández Chiti un montón de información valiosa y neutral sobre los hongos habladores y las plantas mágicas, así como recetas y usos de tantas otras hierbas. Durante un tiempo se convirtió en nuestra lectura de cabecera durante el desayuno y después de la cena, y ahora recurro a él cada vez que tengo una duda o para solucionar algún trastorno de la forma más natural, eficaz y barata posible. Sus dibujos no ayudan precisamente a identificar plantas en una caminata de campo, algo para lo que se necesita un buen guía y años de experiencia en la materia. No obstante, siempre hay que empezar por algún lado. Dedico este post al libro de Chiti, a los alucinógenos que la naturaleza nos ha legado y cuyo uso queda prescrito desde los primeros himnos védicos, y al conocimiento prohibido, causante de tanta muerte prematura, tanto horror, tanta tortura degenerada a lo largo de los siglos.
La amanita pudo haber penetrado en América a través del estrecho de Bering, siendo originaria de Siberia y de la India. Su cúpula rojiza con motitas blancas es harto conocida, decorando el sotobosque de muchas ilustraciones infantiles, videojuegos y series animadas como Los Pitufos. Chiti opina que…
“El arquitecto catalán Gaudí, por ejemplo, constituye un caso típico de vida creativa consagrada al consumo de Amanita, clave de su obra, toda la cual es un canto al hongo alucinógeno (cúpulas, frentes y cruces están visiblemente inspirados en la Amanita, que por entonces crecía y se conseguía en la región de Cataluña: de allí los paseos ‘campestres’).”
Hay opiniones muy diversas en torno a la amanita y al igual que algunos detestan sus efectos y los consideran perjudiciales y/o intoxicantes, otros alaban su capacidad de fusionar al hombre con la realidad total. No en vano fue de uso común para los mayas y tantos otros pobladores originarios (crece aquí en la Chile mapuche, en bosques húmedos de pinos y alerces; en Europa se la puede encontrar bajo hayas y abedules). Este hongo se ha de desecar al sol y al aire para poder comerse y es esencial salivarlo muy bien. Tampoco se le debe quitar la corteza, porque en ella se encuentran los alcaloides que producirán animación, macropsia (los objetos se aparecen más grandes de lo que son en un estado de percepción no alterado), euforia y sedación contemplativa. Se ingiere el hongo entero, tanto la cúpula como el talo.
Alguien llamó “madre de todas las hierbas” al ajenjo. La absintina, que es su principio activo, da amargor al vermouth y al bitter y, disuelta en alcohol y consumida en grandes cantidades, produce alucinaciones (es el licor que hacía escapar de la realidad a los poetas románticos del siglo XIX). Es fácil llegar a la sobredosis, por eso es recomendada la dosis mínima posible si se la quiere ingerir como aperitivo (muy buena para los anoréxicos). Otros usos terapéuticos van desde el “estómago caído” hasta las lombrices pasando por el mal olor bucal. Ramas de ajenjo colgadas del techo alejan los mosquitos y las chinches, y también funcionan como contraveneno si se han ingerido imprudentemente hongos venenosos. Se puede preparar un vino de ajenjo para antes de los almuerzos muy fácilmente:
“Dejar en maceración durante quince días un puñado grande (cuatro dedos) de hojas desecadas de ajenjo en un litro de un vino blanco de buena calidad. Al cabo, se filtra haciendo pasar el licor por un papel de filtro colocado en un embudo. Tómese media copita de las pequeñas o una cucharadita de té.”
El opio se extrae de la adormidera, cuya flor es muy parecida a la de la amapola. Ambas se distinguen por las semillas, que son ovoidales y de color blanco en la adormidera. Soy fan de que Homero aluda a ella en ‘La Odisea’ como la planta que “hace olvidar todos los males”. Si se efectúa un tajo oblicuo en una cápsula fresca, estando ésta todavía verde y antes de que se hayan caído los pétalos, se puede recoger un látex gota a gota (con el dedo) que se recomienda depositar en un frasco de boca ancha. Eso el opio. Entre los alcaloides que contiene los más conocidos son la morfina (en porcentajes de hasta el veinte por ciento), la codeína, la papaverina y la narcotina. Se dice que hasta hace poco muchas madres en Europa daban a sus niños hojas de adormidera cuando éstos no podían conciliar el sueño. “Santo remedio” dice Chiti “ya que en las hojas existe escasa cantidad de narcótico, pero suficiente para sedar, relajar los músculos e inducir un sueño tranquilo”.
Nada mejor para los trabajos intelectuales que una infusión con semillas de anís, porque produce una estimulación leve y mejora la concentración. Si te gusta el sabor, claro, porque a mí siempre me pareció un poco repelente (siempre me comí caramelos de anís por educación, no por gusto). En la Edad Media se la llamaba ‘torna maritos’ porque hacía volver al marido de la mujer que había sido abandonada.
Atención al arroz:
“Cereal originario de la antigua China, cultivado por lo menos desde seis mil años atrás. Ha sido la base de la alimentación oriental y es el fundamento de la macrobiótica zen. Es el alimento más equilibrado que existe, y debería constituir la base nutricia humana. Un buen promedio de dieta saludable es: 50 por ciento de arroz integral; 20 por ciento de vegetales; 10 por ciento de sopas; 10 por ciento de animal (pescado); 10 por ciento de frutas y ensaladas. […] En la cáscara y fibras se halla la mayor parte de sus vitaminas y sales minerales (por eso se debe usar el integral). El arroz blanco, tal como se lo utiliza en Occidente, pierde lastimosamente casi la mitad de sus contenidos nutricios.”
Ayahuasca significa, en quechua, liana del alma, y se trata efectivamente de una enredadera que crece en torno a otros árboles, en las selvas amazónicas y cordilleranas que van desde Colombia hasta el norte de Bolivia y Paraguay. También conocida como Caapi o Yajé. Se separa la corteza del tronco, que es donde reside la harmina, su principio activo, y hay distintos tipos de liana para distintos tipos de efecto, todos pautados por el ritual religioso del que forma parte su consumo, ya que la vivencia de la ayahuasca ES COMUNITARIA, NO INDIVIDUAL. Regalo de los dioses, sin lugar a dudas. El chamán prepara una decocción tras machacar la corteza en un mortero y el iniciado (lamentablemente, nunca la iniciada), en su edad adolescente, ingiere a sorbitos el preparado, que ha de ser amargo y espeso y servido en una vasija de terracota. Esta experiencia condicionará su vida adulta, haciéndole ver cosas pertenecientes a esa otra realidad que nos es vetada por los límites que imponemos y que también les han sido impuestos a nuestra voluntad: viajes a mundos desconocidos, conversaciones con antepasados o voces ocultas en la naturaleza, transformaciones en felino, ave o reptil, experiencias con colores (fundamentalmente el azul). El efecto de la ayahuasca se manifiesta a los dos minutos de ingerir la decocción y produce un sueño tras el cual el indígena dejará constancia de sus experiencias a través del arte. Unos la toman sola y otros prefieren potenciar su efecto con otras plantas, fundamentalmente el tabaco. La ayahuasca es la planta psicotrópica por excelencia, además de un poderoso anticancerígeno (y, ¡oh paradoja!, una buena cura contra la drogodependencia), fuertemente contextualizada en un lugar, en unas comunidades indígenas y en unos ritos milenarios, fuera de los cuales su vivencia pierde todo sentido. Y pensar que hay gente que la compra por Internet y la consume en sus apartamentos de Nueva York, Londres o Berlín para acceder al mundo de los seres elementales sin ensuciarse los pies ni las manos…
“Al que toma beleño, no le faltará el sueño” canta el dicho español. Sobre la más antigua de las solanáceas, usada ya en Babilonia y en el antiguo Egipto hace cuatro mil años, Chiti dice:
“Lo específico de la sensación que causa la ingestión del Beleño es la liviandad, lo que se denomina “levitación”, y pasó a la fantasía popular como analogía con viajes sobre escobas, vuelos por los aires, bilocación, escape del alma mientras se duerme (para hacer fechorías, sobre todo eróticas…). Condenadas estas fantasías por la Iglesia, sin embargo ésta bien las potabilizó cuando pudo, atribuyendo a sus santos la capacidad de levitarse cuando estaban en éxtasis (Teresa de Jesús, por ejemplo).”
Todas las partes de la planta (incluso las semillas) son activas, portadoras de, entre otros alcaloides, la escopolamina, que parece ser la causante de las alucinaciones que produce. Beleño era lo que inhalaban las pitonisas del oráculo de Delfos para entrar en trance y hablar en nombre de los dioses. Después de una larga y triste época de persecución de mujeres por ingesta y aplicaciones externas (es un podersoso analgésico), hoy día se usa en la fabricación de cigarrillos antiasmáticos y se la receta contra todo tipo de temblores y mal de Parkinson.
El peligro inherente en las solanáceas es que una ingestión mínima de escopolamina, de décimas de miligramo, puede provocar parálisis generalizada del sistema nervioso central. Así murieron muchos niños en Europa al comerse los dulces frutos de la belladona, mítica planta muy parecida en sus usos médicos al beleño y al estramonio, y también famoso afrodisíaco. También con la fruta las mujeres se daban fricciones debajo de los ojos para parecer más hermosas (de ahí el nombre), lo que en realidad se debe a que la belladona, como la mandrágora, produce midriasis, es decir, ditalación de las pupilas (muy útil en operaciones quirúrgicas del ojo).
Sería bastante estúpido automedicarse con alguna de estas solanáceas, a pesar de la fascinación que producen la raíz antropomorfa de la mandrágora, sus múltiples leyendas de erotismo y horror medievales y tantos otros productos del imaginario colectivo en general y de la Inquisición en particular. Una lástima, porque un poco más de conocimiento sobre las mismas, más allá de la seducción pop de sus propiedades psicoactivas (en la Edad Media se llegó a identificar a la Virgen María con la “Santa mandrágora” y a asociar ambas entidades en pinturas de la época) podría habernos hecho la vida más fácil y llevadera. Al respecto de la mandrágora:
“Debemos remontarnos a Dioscórides, quien hace casi dos mil años se refirió a su modo de empleo. Afirma el sabio botánico griego que se usa sólo la corteza de la raíz verde o fresca de la mandrágora, la que se debe machacar muy bien hasta extraerle su jugo. […] Asegura, además, que cociendo raíces de mandrágora en vino, si se da un vaso al paciente, éste no sentirá dolores ‘cuando haya que cortarlo o cauterizarlo, no sentirá el tormento…’ […] Inocentes plantas que, bajo control especializado, podrían traer momentos de consuelo, sedación o anestesia al ser humano, bastante sufriente por cierto, son censuradas, prohibidas y desconocida su información. Es que el sistema necesita de tontos crédulos para poder sostenerse a sus espaldas, y que sólo se dediquen a trabajar para su explotación.”
El gran Chiti muestra sus colores políticos, y hace bien. Hasta un libro de hierbas medicinales puede ser también una invitación a la resistencia contra el monstruo.
El cactus de San Pedro o huachuma es una planta típica de los Andes y crece a bastante altitud (entre los 1800 y los 2700 metros), debido mayormente a la expansión de los colonizadores europeos, que obligaron a los pobladores originarios de Sudamérica a cultivar este cactus en lugares a salvo de su censura cristianizante. Los indígenas acabaron llamándolo ‘San Pedro’ a modo de burla y de defensa, ya que este santo es el que guarda las llaves del cielo, o lo que es lo mismo, del “paraíso” de la suprarrealidad bidimensional. El más sagrado está formado por cuatro costillas (símbolo cósmico andino milenario), pero es muy raro ver uno y los más habituales constan de seis o de ocho. Es harto hermoso este cactus. Harto. Florece de noche, que viene a ser el momento del día en que se recomienda la ingesta de la planta desecada para obtener el efecto óptimo.
Como el peyote, su principio activo es la mezcalina, entre otros alcaloides en porcentajes mínimos. Tal vez lo más atrayente de sus alucinaciones sensoriales sea que no se queda en una contemplación colorida del ego sino en un portal de conocimiento tan válido com cualquier otro, a través del cual se pueden curar dolencias para las que la medicina occidental no ha encontrado cura (puesto que la medicina occidental está interesada en la eliminación del síntoma, no de la enfermedad). Por si fuera poco, una vez el afortunado iniciado empieza a “ver” y a “entender” ese conocimiento es capaz de compartirlo con los demás y curar a otros. Bellísima práctica holística / comunitaria que se sirve de un regalo de la naturaleza para aliviar y fortalecer la vivencia en este mundo. La ceremonia chamánica que envuelve al San Pedro no es ninguna reunión de ebrios chalados que buscan una justificación divina en el consumo de una droga. Es una práctica ritual para ejercitar la mente y sanar el cuerpo, independientemente del uso que le dén subversivos de toda condición, y que se puede llegar a entender por el secretismo estricto que rodea una ceremonia de curación con San Pedro.
Crece en Valparaíso, por lo que he sabido, y por todo el norte de Argentina, Bolivia, Perú y Ecuador. O sea, que el San Pedro habrá de toparse en mi camino, espero. Chiti dice que se vende en los mercados ya desecado y que, tras cortarlo en rebanadas de medio a un centímetro de grosor, se prepara el cactus en una decocción de seis a siete horas a la que se va añadiendo agua a medida que se evapora la anterior. Sentado, concentrado, se bebe el líquido resultante a pequeños sorbos y, tras un primer estado de somnolencia (típico en el consumo de cualquier hongo alucinógeno), parece ser que la “visión” comienza a abrirse.
Lo mismo se puede decir del peyote, cuyo culto está mucho más extendido hoy día por la histeria antropológica que desató su descubrimiento en Estados Unidos (el peyote crece principalmente en Sierra Madre, México, pero también al sureste de la geografía gringa y en Canadá). Se sabe más de este cactus, se ha escrito más, se ha peregrinado más en su busca desde que lo hiciera Carlos Castañeda, y por ello intuyo que sea más susceptible a un misticismo de pacotilla. No obstante, ya era objeto de veneración desde antes de los aztecas, cuando el uso curativo y la genuina exploración personal acerca del comportamiento del cosmos eran los motores de la experiencia alucinógena. Parece ser que los efectos del peyote son menos extra-corporales que los de la ayahuasca y se centran más en la interpretación profunda de los estímulos sensoriales que hacen acto de presencia. Es curioso cómo algunas de las alucinaciones prototípicas asociadas al peyote (el ser humano visto como un huevo de cuyo ombligo salen cuerdas brillantes que lo unen con todo lo que existe) tiene mucho que ver con otras visiones místicas de comunidades radicalmente alejadas de Norteamérica. Hablo, por ejemplo, de los aborígenes australianos (donde, en casa de uno de ellos, vi un cuadro de un hombre con su ombligo como núcleo de fuerza) o del baile ritual africano. Nada fraterniza todas estas culturas distantes como el mensaje universal transmitido por las plantas.
El peyote es un cactus achaparrado con varias cabezas agrupadas, los “botones de mezcal”, que se ingieren crudos y secos ya que no pierden ninguna de sus propiedades tras la cosecha. Los indios tarahumaras las muelen en mortero, pero todo eso acaba dependiendo del ritual, de la tribu y del chamán en cuestión.
“Para los indios mexicanos el peyote es el Poder, que sirve tanto para curar enfermedades, como para ver, saber y prever (adivinar). La curación, al parecer, se opera al ensancharse el campo de la “visión”, lo que otorga el Poder de manipular las fuerzas necesarias para contrarrestar el mal o daño cuyo efecto siempre es la enfermedad. Según ellos, no existen enfermedades puramente físicas, sino espirituales. Restableciendo la circulación energética psicofísica, se restituye la salud. Esto es medicina holística, legado del Oriente y de nuestros indios al mundo de la moderna medicina occidental, racionalista y cientificista, orientada a servir al negocio de la industria farmacéutica. De allí que los conocimientos médicos aparentemente sean muchos, pero los enfermos y las enfermedades se multipliquen cada vez más.”
En la segunda parte nos las veremos con el cáñamo y la coca, además de muchas curiosidades sobre el té, el café y el mate, algo sobre el ácido lisérgico y los hongos Teonanácatl y (como dicen en las propagandas cuando ya no tienen nada más que decir) mucho, mucho más.
Salud.
Sergio.
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