Potosí responde a distintos honores. Uno es el honor de ser la ciudad más alta del mundo (cuatro mil sesenta metros sobre el nivel del mar) y también una de las más extrañamente hermosas. Otro es el honor de haber sido una de las fuentes de financión estrella de la Revolución Industrial Europea, junto con el saqueo a India y la esclavización de África. Un honor más dudoso es el de haber acuñado monedas de plata extraída del Cerro Rico (el mayor yacimiento que se conocía de ese mineral) con la sangre de, por lo menos, ocho millones de esclavos del Congo, Angola y la misma Bolivia, que por entonces todavía no se llamaba Bolivia, sino Charcas. Lo mismo da. Potosí reúne el honor de haber sido la ciudad más rica de América y también el campo de concentración más infame de su historia.
Españoles y mestizos no se quedaban cortos. Mientras indios y negros desaparecían en los túneles que socavaban el Cerro, ellos libraban sus propias batallas por el poder en la urbe potosina, se decapitaban entre ellos, conspiraban elegantemente bajo la mirada legañosa de la educación de su siglo. Era un duelo entre vascos y peninsulares de otras provincias, éstos últimos apodados ‘vicuñas’ (por la piel de la que estaban confeccionados su sombreros). Los vascos ganaban casi siempre. La iglesia evangelizaba. La Pachamama se convertía en la Virgen María. Y el Cerro, reconvertido en protuberancia católica, se tragaba hombres, mujeres y niños. El mismo Cerro que hace apenas una semana me miraba con esos colores incendiarios, diciéndome en silencio soy la montaña más bonita y terrible del mundo.
Algunas cooperativas mineras todavía siguen sacando minerales (estaño, cobre) y vendiéndolos por su cuenta en lo que podría parecer una conquista hecha al mundo corporativista, pero que en el fondo sólo es un agravamiento de la ya incalculablemente dañada tierra de Potosí, y lo que es peor, también un reclamo turístico. Los rubios de los que habla la gran Amparo Ochoa en ‘La maldición de Malinche’ se ponen el traje de minero y van con los mineros de verdad a ver cómo son las horrendas galerías, probando así un bocado de pesadilla como manteca untada en una rebanada de pan. Algunos operadores turísticos incluso les llevan a un mercado para que compren alcohol y cigarrillos a los pobrecitos mineros. Y la Lonely Planet que late en sus mochilas dice que esto es una experiencia que nadie debe perderse.
Plata. Plata con la que se hicieron algunos de los adoquines céntricos de Potosí. Plata que fluyó por quebradas y antiguos senderos incas hacia las mansiones coloniales de la hoy llamada Sucre, pero que por entonces se llamaba, cómo no, La Plata. (Allí vivían los europeos que no soportaban las alturas endiabladas de Potosí, sólo aptas para el indio y el negro; lo que sí que soportaban era la acumulación grotesca de plata). Plata que no osaba mencionar su nombre. Plata que cuando dejó de ser pura pasó a amalgamarse con mercurio mexicano, exponiendo al trabajador, libre o esclavo, a una toxicidad mortal. Plata que configuró nuestro presente, nuestro mercado, ‘el amanecer rosado del capitalismo’. Mi amigo Nabil dice que sin plata estás muerto. Yo creo que sin plata estás vivo.
En mis paseos distraídos retengo plazas y plazoletas y placitas potosinas en las que sentí un placer inusual. Pocas ciudades tienen un atractivo estético tan notable como Potosí. Eso no es lo único que ha sobrevivido al horror; hay que ser muy zopenco para no ver más allá de las diez cuadras que componen el centro histórico. Pero si a uno no le resulta difícil ver un halo de sofisticación en la decrepitud, entonces se dejará seducir, sin duda, por el cementerio más alto del planeta, y olvidará por un momento su pasado, o lo olvidará completamente, porque, aun sin símbolo que lo comprenda por nosotros, todo es olvido.
El olvido. ¿Dónde están la plata, los esclavos, el horror? Gaspar Miguel de Berrio ha corrido un tupido velo sobre la aurora rosada del capitalismo. En el detalle, los ingenios hidráulicos con los que se extraía el mineral.
En Sucre me encontré con un muchachote británico que responde al nombre de James Hamilton. James es amigo de Penny, y abandonó Melbourne el mismo día en que llegué yo, así que nunca pude coincidir con él. El azar ha querido que nos encontrásemos en Bolivia, en un lugar tan improbable como esta orgullosísima capital de provincias azotada entre unos cerros que separan el Altiplano de las llanuras orientales.
James es bastante extremo. Lleva viajando desde hace mucho más tiempo que yo, por muchos más países y con una orientación similar, pero no igual, a la mía. Su ansia por conocer es encomiable; de hecho yo me lo encontré haciendo sendos cursos de español y alemán en un instituto para expatriados o locales con plata y escuchando en su mp4 (o cómo coño se llamen esos chismes) conferencias sobre historia de Sudamérica en general o de Bolivia en particular. Es una de las pocas personas que conozco que se lee el Financial Times todas las mañanas y que sabe de qué va eso de la economía neoliberal, aunque él abomine en cierta forma tanto la economía neoliberal como su réplicas anarquistas (como buen conocedor del dinero y sus rasgos) y se defina como un socialista burócrata. Desde luego que no es ni lo uno ni lo otro ni lo de más allá, es decir, que no es ni un burócrata ni un socialista ni, desde luego, un anarquista. Es un ser humano informado. De los pocos que quedan.
Tomamos algunas cervezas. Hacía mucho que no bebía cerveza y cada vez que tomo una me sube más rápido a la cabeza y me sienta peor y me aporta menos cosas. Estoy a punto de convertirme a esa raza de abstemios que han empezado a comprender los senderos del alcohol o, por el contrario, ya no entienden nada en absoluto y como defensa ante esa súbita indefensión deciden dejar de beber para ahorrar plata y ahorrarse disgustos. James, no obstante, es un buen bebedor y yo le acompañé discretamente e incluso me fumé tres cigarrillos con él aunque no fumaba tabaco desde el pasado mes de octubre. Todo ello, tal vez, para reafirmarme en la indiferencia que me producen todos estos hábitos sociales. No sé. Al fin y al cabo, como daños colaterales de la conversación sin rumbo, puede que no merezcan mayor consideración.
Subimos cuestas y bajamos cuestas y entre medias observamos Sucre desde lo alto, con sus campanarios y sus techos de materiales que ya no recuerdo y, más arriba, ya liberados de la acción directa del hombre, rayos de sol esquivos bellísimos que podían contarse de a uno a través de las nubes de tormenta que venían de la cordillera.
La charla iba y venía como una marea, James me preguntaba qué entendía sobre la ausencia de gobierno y sus implicaciones prácticas, una pregunta que se hace para poder abalanzarse sobre las posibles respuestas e hincarles el diente, como James haría tras cinco o diez minutos de divagaciones mías sobre comunidades agrícolas, me preguntó, ¿de verdad eres un anarquista?, y yo le dije, claro que no, ni siquiera sé lo que es eso, ah, respondió, porque nada de lo que dices parece muy convincente, bueno, me defendí, no pretendo que lo sea, estoy aprendiendo de unos y otros y hasta el momento en que tenga una voz propia no me avergüenza lo más mínimo confesar que no soy más que un loro que repite consignas hasta que éstas se caigan por su propio peso o, por el contrario, se transformen en algo genuino, ¿entiendes?, claro que sí, dijo James, y añadió, debería dar un puñetazo a todo aquel que me dijera que es un anarquista, ¿por qué?, porque todo anarquista debería asumir de buen grado esa violencia, ¿no?, yo me reí, en parte porque no creo que ésa sea una valoración justa, y en parte porque esa desregularización de la violencia es el escollo primordial que enturbia toda tentativa de acción, toda alternativa seria de auto-gobierno.
En fin. Nada se arregla con palabras.
Me despedí de James una noche en la que no sé por qué hablamos de Estambul y de lo hermosos que son los hombres del Medio Oriente, y de pronto se puso a llover torrencialmente y yo le dije que me encantaban las tormentas imprevistas, algo que a él no parecía convencerle mucho porque todavía tenía que caminar un buen trecho hasta su casa. Buena compañía, la suya. Me hizo recordar a Penny, y a Matt, y a mucha gente de Australia, y al mismo tiempo vi algunas cosas de mí mismo que me sorprendieron, entre ellas la poca necesidad que tengo de contacto físico y las expectativas que albergo de contactos con la tercera fase, lo que me convierte en un místico o en un gilipollas.
Ahora estoy en La Paz, con cuates del Pancho y ahora cuates míos. Eso es otro capítulo aparte. Un gran capítulo.
Salud.
Españoles y mestizos no se quedaban cortos. Mientras indios y negros desaparecían en los túneles que socavaban el Cerro, ellos libraban sus propias batallas por el poder en la urbe potosina, se decapitaban entre ellos, conspiraban elegantemente bajo la mirada legañosa de la educación de su siglo. Era un duelo entre vascos y peninsulares de otras provincias, éstos últimos apodados ‘vicuñas’ (por la piel de la que estaban confeccionados su sombreros). Los vascos ganaban casi siempre. La iglesia evangelizaba. La Pachamama se convertía en la Virgen María. Y el Cerro, reconvertido en protuberancia católica, se tragaba hombres, mujeres y niños. El mismo Cerro que hace apenas una semana me miraba con esos colores incendiarios, diciéndome en silencio soy la montaña más bonita y terrible del mundo.
Algunas cooperativas mineras todavía siguen sacando minerales (estaño, cobre) y vendiéndolos por su cuenta en lo que podría parecer una conquista hecha al mundo corporativista, pero que en el fondo sólo es un agravamiento de la ya incalculablemente dañada tierra de Potosí, y lo que es peor, también un reclamo turístico. Los rubios de los que habla la gran Amparo Ochoa en ‘La maldición de Malinche’ se ponen el traje de minero y van con los mineros de verdad a ver cómo son las horrendas galerías, probando así un bocado de pesadilla como manteca untada en una rebanada de pan. Algunos operadores turísticos incluso les llevan a un mercado para que compren alcohol y cigarrillos a los pobrecitos mineros. Y la Lonely Planet que late en sus mochilas dice que esto es una experiencia que nadie debe perderse.
Plata. Plata con la que se hicieron algunos de los adoquines céntricos de Potosí. Plata que fluyó por quebradas y antiguos senderos incas hacia las mansiones coloniales de la hoy llamada Sucre, pero que por entonces se llamaba, cómo no, La Plata. (Allí vivían los europeos que no soportaban las alturas endiabladas de Potosí, sólo aptas para el indio y el negro; lo que sí que soportaban era la acumulación grotesca de plata). Plata que no osaba mencionar su nombre. Plata que cuando dejó de ser pura pasó a amalgamarse con mercurio mexicano, exponiendo al trabajador, libre o esclavo, a una toxicidad mortal. Plata que configuró nuestro presente, nuestro mercado, ‘el amanecer rosado del capitalismo’. Mi amigo Nabil dice que sin plata estás muerto. Yo creo que sin plata estás vivo.
En mis paseos distraídos retengo plazas y plazoletas y placitas potosinas en las que sentí un placer inusual. Pocas ciudades tienen un atractivo estético tan notable como Potosí. Eso no es lo único que ha sobrevivido al horror; hay que ser muy zopenco para no ver más allá de las diez cuadras que componen el centro histórico. Pero si a uno no le resulta difícil ver un halo de sofisticación en la decrepitud, entonces se dejará seducir, sin duda, por el cementerio más alto del planeta, y olvidará por un momento su pasado, o lo olvidará completamente, porque, aun sin símbolo que lo comprenda por nosotros, todo es olvido.
El olvido. ¿Dónde están la plata, los esclavos, el horror? Gaspar Miguel de Berrio ha corrido un tupido velo sobre la aurora rosada del capitalismo. En el detalle, los ingenios hidráulicos con los que se extraía el mineral.
En Sucre me encontré con un muchachote británico que responde al nombre de James Hamilton. James es amigo de Penny, y abandonó Melbourne el mismo día en que llegué yo, así que nunca pude coincidir con él. El azar ha querido que nos encontrásemos en Bolivia, en un lugar tan improbable como esta orgullosísima capital de provincias azotada entre unos cerros que separan el Altiplano de las llanuras orientales.
James es bastante extremo. Lleva viajando desde hace mucho más tiempo que yo, por muchos más países y con una orientación similar, pero no igual, a la mía. Su ansia por conocer es encomiable; de hecho yo me lo encontré haciendo sendos cursos de español y alemán en un instituto para expatriados o locales con plata y escuchando en su mp4 (o cómo coño se llamen esos chismes) conferencias sobre historia de Sudamérica en general o de Bolivia en particular. Es una de las pocas personas que conozco que se lee el Financial Times todas las mañanas y que sabe de qué va eso de la economía neoliberal, aunque él abomine en cierta forma tanto la economía neoliberal como su réplicas anarquistas (como buen conocedor del dinero y sus rasgos) y se defina como un socialista burócrata. Desde luego que no es ni lo uno ni lo otro ni lo de más allá, es decir, que no es ni un burócrata ni un socialista ni, desde luego, un anarquista. Es un ser humano informado. De los pocos que quedan.
Tomamos algunas cervezas. Hacía mucho que no bebía cerveza y cada vez que tomo una me sube más rápido a la cabeza y me sienta peor y me aporta menos cosas. Estoy a punto de convertirme a esa raza de abstemios que han empezado a comprender los senderos del alcohol o, por el contrario, ya no entienden nada en absoluto y como defensa ante esa súbita indefensión deciden dejar de beber para ahorrar plata y ahorrarse disgustos. James, no obstante, es un buen bebedor y yo le acompañé discretamente e incluso me fumé tres cigarrillos con él aunque no fumaba tabaco desde el pasado mes de octubre. Todo ello, tal vez, para reafirmarme en la indiferencia que me producen todos estos hábitos sociales. No sé. Al fin y al cabo, como daños colaterales de la conversación sin rumbo, puede que no merezcan mayor consideración.
Subimos cuestas y bajamos cuestas y entre medias observamos Sucre desde lo alto, con sus campanarios y sus techos de materiales que ya no recuerdo y, más arriba, ya liberados de la acción directa del hombre, rayos de sol esquivos bellísimos que podían contarse de a uno a través de las nubes de tormenta que venían de la cordillera.
La charla iba y venía como una marea, James me preguntaba qué entendía sobre la ausencia de gobierno y sus implicaciones prácticas, una pregunta que se hace para poder abalanzarse sobre las posibles respuestas e hincarles el diente, como James haría tras cinco o diez minutos de divagaciones mías sobre comunidades agrícolas, me preguntó, ¿de verdad eres un anarquista?, y yo le dije, claro que no, ni siquiera sé lo que es eso, ah, respondió, porque nada de lo que dices parece muy convincente, bueno, me defendí, no pretendo que lo sea, estoy aprendiendo de unos y otros y hasta el momento en que tenga una voz propia no me avergüenza lo más mínimo confesar que no soy más que un loro que repite consignas hasta que éstas se caigan por su propio peso o, por el contrario, se transformen en algo genuino, ¿entiendes?, claro que sí, dijo James, y añadió, debería dar un puñetazo a todo aquel que me dijera que es un anarquista, ¿por qué?, porque todo anarquista debería asumir de buen grado esa violencia, ¿no?, yo me reí, en parte porque no creo que ésa sea una valoración justa, y en parte porque esa desregularización de la violencia es el escollo primordial que enturbia toda tentativa de acción, toda alternativa seria de auto-gobierno.
En fin. Nada se arregla con palabras.
Me despedí de James una noche en la que no sé por qué hablamos de Estambul y de lo hermosos que son los hombres del Medio Oriente, y de pronto se puso a llover torrencialmente y yo le dije que me encantaban las tormentas imprevistas, algo que a él no parecía convencerle mucho porque todavía tenía que caminar un buen trecho hasta su casa. Buena compañía, la suya. Me hizo recordar a Penny, y a Matt, y a mucha gente de Australia, y al mismo tiempo vi algunas cosas de mí mismo que me sorprendieron, entre ellas la poca necesidad que tengo de contacto físico y las expectativas que albergo de contactos con la tercera fase, lo que me convierte en un místico o en un gilipollas.
Ahora estoy en La Paz, con cuates del Pancho y ahora cuates míos. Eso es otro capítulo aparte. Un gran capítulo.
Salud.
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