sábado, 16 de abril de 2011

209. La espalda quebrada (relatos de la globalización en el Trópico de Capricornio).


Imagínense, compañeros, que yo quiero viajar a X para conocer sus montañas, lagos y valles, hablar con la gente que los habita, probar su comida. ¿Qué hago?

Imagínense que ya no hay transportes públicos convencionales, ni siquiera a motor. Entonces tendría que ir a caballo, o caminando, o en el caballo o el carro de otra persona que me quisiese llevar a cambio, tal vez, de descargar su mercancía o de contarle una historia de mi tierra. En ese supuesto, el camino sería lento y tanto o más importante que el destino final (si lo hubiere, en cualquier caso), porque ese trayecto explicaría poco a poco de dónde vengo y adónde voy, un cambio paulatino en los contornos del mundo por el que decido moverme. El aprovechamiento de la línea recta, artificial y artificiosa, es viaje en tanto que es desplazamiento, pero no es conocimiento de un lugar, y mucho menos “identificación con un lugar”.

Imagínense que llego a X tras tres semanas o un mes de viaje por llanuras. A pie o a caballo o en carromato, como hemos dicho. Parando siempre para cocinar, lavar ropas o intercambiar alimentos por otra cosa si esto fuese necesario (no se puede viajar con mucha comida a la espalda).

En X me encuentro con los lugareños a los que quería contactar. Algunos de ellos interrumpirán sus labores para darme la bienvenida y enseñarme el lugar donde podré dormir esa noche, seguramente una cama o un colchón libre en alguna de las casas del pueblo. Luego charlaremos. Yo les diré lo que busco, ellos me enfrentarán con el estado actual de las cosas. Si quiero caminar por el monte, alguno de ellos se ofrecerá a acompañarme y me ayudará a interpretar lo que encontremos a nuestro paso. Si hubiese mucho trabajo que hacer y eso no fuera posible, me harían un mapa de la zona y/o me encomendarían a algún otro vecino del área.

Imagínense que consigo ver las montañas, los lagos, los valles. En un momento dado observo un arroyo que ruge entre dos riscos. Al final del mismo podría instalarse una turbina o un tanque que no quedaría muy lejos de un terreno fácilmente cultivable. Comparto estas ideas con los lugareños a la vuelta de mi excursión. Ellos dicen, sí, qué gran idea, o, mira, eso ya lo pensamos y la verdad es que no queremos hacer nada allí porque es un lugar sagrado o porque es pastizal de vicuñas o porque queda muy lejos de nuestras casas. A mi vuelta también les traigo varios pedidos: libros y fruta de las granjas de los vecinos y tierra del bosque para sus almácigos.

Pruebo las humitas tradicionales, hechas con un maíz especialmente sabroso. Me ofrezco para cosecharlo, y de no haber ya más plantas para cosechar, me ofrezco para preparar la tierra de cara a la próxima siembra. Eso demora mi estancia otras dos semanas. En el supuesto de que mi inexperiencia o inaptitud sean notables, puedo seguir llevando mensajes o transportando pedidos a mi próximo destino, o de vuelta a mi casa. No faltarán cosas que hacer en una sociedad donde siempre se necesitan manos porque siempre hay creación.

De noche, al calor del fuego, cuento historias de mi tierra. Entretengo a los niños con mis dibujos.

Imagínense que me enamoro y me quedo. Imagínense que no me enamoro y me quedo igual. Imagínense que me voy y no vuelvo nunca. En una sociedad sin dinero y sin promesas, todas éstas son acciones válidas y posibles.

La gente no se tiene miedo, no cierra las puertas de sus casas, no oculta sus campos de labranza o esconde en una grieta del piso sus semillas. La gente quiere escucharse y quiere ver llegar a un extranjero desde el otro lado del río.

Y todo esto, Sergio… ¿A CUENTO DE QUÉ?

Desde San Salvador de Jujuy hasta la frontera con Bolivia, simplificando mucho el mapa, se extiende un espacio que la Unesco, de acuerdo a sus misteriosos parámetros, decidió conceder el título de ‘Patrimonio de la Humanidad’ (distanciándolo así de otros espacios que tal vez sean, a su modo, patrimonio de algo o de alguien, pero que no merecen epítetos globalizadores por la simpleza de sus rasgos), y que lleva ya varios décadas llamándose ‘Quebrada de Humauhaca’.

La Quebrada hace referencia al cauce seco del Río Grande y al valle que éste forma a su paso, y Humahuaca es uno de los asentamientos más notables de esta ruta que antaño conectase al pampeño con las tierras quechuas y aymaras del Alto Perú. Pero si la quebrada es visitada por aparatos turísticos de diversa índole no es tanto por el indigenismo que todo occidental sufre, al menos, una vez al año, sino por el color y la forma de las montañas que forman la cordillera y pre-cordillera andina. Malvas, amarillos, ocres, platas y marrones saltan unos encima de otros en una cabalgata inexpresable de cotarro natural. Es hermoso y relativamente fácil de ver, ya que ni siquiera tienes que bajarte del colectivo para disfrutar del paisaje.

Los dos centros que aglomeran gran parte de la oferta turística son la ya nombrada Humahuaca, desde la que escribo esto, y Tilcara, que fue mi primera parada en el viaje. Puede que ninguna de las dos llegue al extremo de desenfreno consumista de San Pedro de Atacama (de la que Juan Caro me dijo una vez ¡allí te cobran hasta el agua!, y eso que llevan mucho tiempo cobrándote el agua en todas partes) pero no dejan de significar lo mismo: un espejismo de prosperidad que el neo-liberalismo debe vender a los vestigios de la tradición campesina, a cambio de una apropiación descarada de su identidad cultural.

El turismo traerá plata a nuestras comunidades. El turismo nos hará iguales y nos acercará al resto del país, al resto del mundo. El turismo es el ancla salvadora tras cientos de años de labranza y pastoreo infructuosos en las tierras a las que fuimos confinados cuando llegaron los ‘conquistadores’, tierras altas, tierras que condenan, tierras que, no obstante, podrían hacerse fértiles si no hubiese ese aura de pesimismo institucionalmente previsto y esa ‘pobreza psicológica’ que asola el Tercer Mundo. El turismo te hará libre, habitante originario de las Américas.

La otra cara de la moneda es la siguiente: el turismo te convertirá en objeto de consumo recreacional de una élite (así el indio equipara su valor al de una droga de constatada pureza y calidad, un baño de aguas termales al pie de un volcán o un buen vino mendocino); el turismo convertirá al turista en plata intercambiable por el bien de consumo que es el local y su ‘patrimonio’; el turismo es una relación mercantil, no una relación humana, y todos los implicados deben girar en ese círculo que no quiere saber nada de sustentabilidad o de escolarización infantil o de cualquier otra cosa que dificulte el tránsito de plata de unas manos blancas a otras más morenitas a otras, nuevamente, de color blanco; el turismo no acerca a nadie, sino que separa aún más; el turismo es algo que ya nadie puede permitirse por eso de la crisis financiera global, y cuando un local de la quebrada de Humahuaca al que le han prometido el oro y el moro con el auge turístico ve llegar a un mochilero que no busca más que campings, atracciones de entrada gratuita y empanadillas de oferta que acompañen a su triste lata de atún, el descontento que genera la relación mercantil usurpa el contacto genuino que podría haberse dado en circunstancias menos globales.

Si la globalización es monstruosa es porque se apropia de la única verdad que merece saberse, es decir, que todos somos uno, para volverla en su contra y así dinamitar toda esperanza de comunión real. El turismo es la máxima expresión de esta filosofía. Y el espectáculo turístico es uno de los paisajes más atroces que se pueden ver en un viaje, sobre todo si ha aniquilado moralmente a la comunidad a la que venía a auxiliar.

Te venderán la soga con la que te has de ahorcar, decían en un documental. Esperemos que los que la venden también deseen comprar la suya propia.

Tilcara me dio la oportunidad de charlar con Gustavo, un agricultor que labura una de las pocas chacras orgánicas de la zona. Dedicado casi por entero a la creación de un banco de semillas, su labor no es tan exigente como para requerir voluntarios, así que tuve que conformarme con la conversa (en realidad, quise conformarme con eso; mi intuición me decía que Tilcara no era el sitio en el que debía detenerme). Aprendí un montón de él. Lleva años viviendo en la Quebrada, enamorado de esa tierra y de ese cielo y de ese misterio, y sólo por ser oriundo de La Plata (ya ni siquiera extranjero) encontró mil dificultades a la hora de convivir con campesinos quechuas, demostrando así que el racismo es algo que se da generosamente por ambas partes, si bien el odio está bastante justificado en una de ellas. Esa especie de aversión al blanco, co-existiendo paradójicamente en un lugar que se publicita como punto de encuentro entre culturas, reabre las llagas hechas en la tierra y las impregna con un dolor indescriptible, tan penetrante como el arco iris de color de la cordillera.

Me habían dicho que la tierra que había sufrido sacaba su tristeza a la superficie y la agitaba contra el viento, para quien quisiese verla. Yo veo belleza en estas montañas, en las coronas de flores de plástico del cementerio de Humahuaca, pero, sobre todo, veo tristeza. Una tristeza que nunca se apoderó tanto de mí cuando vivía en India y transitaba por parajes de pobreza similar. Será que entender la lengua en la que se expresa esta pobreza es fundamental para que exista esa ‘identificación’. No sé. Sólo sé de una rabia profunda que siento desde que me adentré en el Altiplano, una rabia que se transformará en algo constructivo con el paso de los días. De momento, es rabia, y tristeza, y vértigo… y distancia.

Pero el relato termina con optimismo, compañeros.

Gustavo tiene una casita de adobe al final de una quebrada (no La Quebrada), en pleno Trópico de Capricornio, esa línea imaginaria que promete espejismos en el horizonte y que sólo pasa por el pueblo de Huacalera como podría pasar la vía del tren. Gustavo se tiró una onda tan buena que me dijo dónde podría encontrar la llave del refugio y me invitó a pasar allí unos días, ya que me disponía a caminar por esa misma zona.

Me bajé del colectivo en Huacalera (esto no es Humahuaca, me decía una mujer, sorprendida de ver a un blanco bajándose en una parada no turística, ¿qué irá a hacer éste aquí?, ¿acaso no hay lugar en el mundo a salvo del mochilero?). Caminé por la quebrada hasta dar con la última casa, hundida entre frutales y bajo el halo protector de una ladera de cactus tan divertidos como sombríos, sobre todo al anochecer. La leña estaba muy seca así que pude cocinar sin problemas. El agua de la acequia también estaba buena. Tras la caída del sol, encendí una vela en el interior de la choza y leí algunos capítulos de ‘Horticultura práctica’, uno de los dos libros que me regaló Lugrin (del otro hablaremos muy pronto). Fuera, la oscuridad era solemne. No había un silencio total porque ésta es una zona de fantasmas.

Donde sí reinaba el silencio era arriba, en el alto valle. Si el viento decidía callarse por unos segundos, el silencio podía resultar tan físico como la llovizna en el rostro.

Para subir hasta allá había que vencer un desnivel de mil quinientos metros. Pero yo eso no lo sabía, como tampoco sabía que había formas más cortas de hacer el recorrido. Por caminos de cabras y pinchándome con los cactus que, en forma de pelotas de béisbol, crecen por dondequiera que apoyes las manos, llegué muy fatigado a uno de los picos más altos sin saber que eso estaba a más de cuatro mil metros de altitud. Por supuesto que las vistas de la cordillera eran las más increíbles que había visto nunca (qué parecidas en forma y fondo a las del Himalaya en Ladakh), pero me faltaba la respiración y la migraña del mal del altura empezaba a hacer mella. Bajé por otro lado para acabar en la sobrecogedora meseta por donde discurre el sendero que va a la escuelita de Alonso, y a otros pueblos de dos o tres casas que se esparcen por esas alturas tan rigurosas.

La bajada a la escuelita te sorprende con frases de bienvenida pintadas en la roca; estos mensajes van desde los mandamientos judíos hasta los nombres de los planetas o listas aleatorias de palabras que se escriben con ‘q’. ‘Leer es cultivar conocimiento en el alma’ gritaba una piedra. Otra le respondía con una fórmula matemática. Y los picaflores y otros pájaros de trino metálico se perdían en la niebla del valle.

La maestra de la escuelita me recibió calurosamente y me dio abundante café y sopa y pan con dulce de leche. Seis niñas de distintas edades aprendían a aporcar papas con el otro maestro (y técnico agropecuario) y jugaban con una carretilla bajo un cielo que amenazaba lluvia. En la oscuridad de la cocina hablé de los lugares en los que había estado y la maestra asentía con la cabeza y me respondía hablándome de las glorias de este gobierno en materia educativa, ya que Cristina (Fernández de Kirchner) les había pagado el desayuno y el almuerzo a todas las escuelas rurales y también estaban regalando una computadora portátil a todo niño que pasase a la secundaria sin arrastrar asignaturas, y concluyó diciendo que ‘el peronismo es el partido de la gente trabajadora’, y finalmente se largó a llover.

De noche, en esa escuelita tan modesta, tan apartada del mundo, de la que sus maestros y encargados renegaban en parte porque les parecía silenciosa, triste y monótona, en esa escuelita digo, me di cuenta de lo mucho que me gusta esa soledad, con o sin cactus haciéndole eco, y vislumbré una opción para un futuro más o menos inmediato. En uno de sus últimos mails, Penny me decía que no importaba tanto si tomaba ‘la decisión correcta’, en tanto que tomase ‘una decisión correcta’. Tal vez con el significado de esas palabras destacado sobre el silencio me quedé dormido, o tal vez no.

A la mañana siguiente asistí al acto de izado de la bandera argentina en el patio de la escuelita, un acto que nada tiene que ver con un nacionalismo enfermizo (o sí, pero en cualquier caso, es un nacionalismo inofensivo). Luego me fui. No obstante, sentí que no les había ayudado lo suficiente; podría haberles echado una mano con la cosecha de habas o con cualquier otra cosa, pero no lo hice. Esto es, querido lector, para que no se crea usted que soy tan estupendo como para actuar tal y como predico. Eso me convertiría en un ser perfecto, algo que, naturalmente, no soy.

De vuelta a la casa de Gustavo me mojé con las últimas lluvias de la temporada y vi surgir de la niebla, como apariciones, a hombres y mujeres con sus burros de carga y sus trapos de colores vistosos y sus sombreros oblongos. Las nubes me rascaban el pelo. Más tarde volvería a salir el sol. Tal vez motivado por estos extremos climáticos pensé que todos nosotros ansiamos la llegada del día o de la noche por razones que se evaporan una vez los tenemos presentes. Qué bueno es el sol tras el rocío de la madrugada, pero qué calor da. Qué esperada es la sombra del anochecer, pero qué frío trae consigo.

Y todo esto, Sergio… ¿A CUENTO DE QUÉ?

A cuento de que tan fácil es alimentar el descontento de uno como dar de comer al sistema monetario en que vivimos. Y estaría bueno dejar de hacer ambas cosas. La misma cosa.

Salud.

1 comentario:

Anónimo dijo...

"..y estaría bueno, dejar de hacer ambas cosas.."

las confrontaciones, son reflejo de lo distintos que somos, de lo distinto que actuámos.. pero como muchos, o casi todos (o solo unos pocos) fluctuamos.. y hacemos, para bien y para otras cosas.. y este movimiento hace, que fluctuemos también interiormente.. y si no fuera así, y no hicieramos pluralmente, que sencillos y que sencillamente estériles seríamos..

P.Queipo