Hola compañeros.
Nos habíamos quedado en San Salvador de Jujuy, donde todavía sigo, no porque haya estado acá todo este tiempo, sino porque esta pequeña ciudad te arrastra cuando te ves en la necesidad de bailar al son de la burocracia. La noche en que llegué me dejé guiar por una pareja (ella jujeña, él de Salta) que buscaba una habitación barata para tener sexo. Yo buscaba una habitación barata para dormir, asearme y ventilar mi zurrón. Todos buscábamos algo barato, en definitiva. La jujeña me preguntó qué me parecían las jujeñas. Yo le dije que las jujeñas no estaban nada mal. La jujeña me dijo que yo era poco galante, y también que quería que su hijo se hiciese famoso jugando al fútbol en España. Yo no le dije nada a la jujeña. A los pocos minutos, la jujeña y yo separaríamos nuestros destinos, tal vez para siempre, y yo dormiría, algo intranquilo, esperando vislumbrar en mis sueños una opción para los próximos días. El resultado nada brillante de tanta cavilación, consciente e inconsciente, fue marcharme a la selva, donde esperaba encontrar campesinos o amigos de campesinos o guardaparques buena onda que me orientasen sobre el maravilloso mundo del voluntariado orgánico por esos lares tan tropicales. Algo saqué en claro. Y, cómo no, encontré harto de lo que no tenía intención alguna de buscar. Como debe ser.
Mi primera parada fue en la serranía de Zapla. Este lugar tiene su historia, y os la voy a relatar. La primera vez que oí hablar de la nuboselva de Jujuy (a la que Zapla pertenece) fue por un comentario de Lugrin; él había encontrado en Internet cierta información sobre un pueblo abandonado, antaño una villa minera, en mitad de las yungas que bajan de Bolivia y atraviesan Jujuy, Salta, Tucumán y Catamarca (de ahí las bellas montañas de las que os hablé en el post anterior). Como Lugrin tiene cierto interés en ocupar un pueblo abandonado para reconvertirlo en comunidad agrícola sustentable, y a mí ese proyecto también me hace taconear el piso, decidí visitar la ex – mina 9 de octubre y las casas perdidas en el trópico jujeño a mi paso por la provincia. Luego pasaría a informarle (y de paso, a informaros) sobre el estado del lugar, el acceso a agua potable, etcétera. Lo que encontré, no obstante, fue un complejo turístico desolador que no sólo funciona a medio gas sino que no deja que nada más funcione a su alrededor; tanto que la municipalidad (promotora de este despropósito) va a vender lo que queda de explotación minera a una empresa china y a hacer mutis por el foro. O sea, querido Lugrin, que el pueblo ya no está abandonado y sería bastante inútil trabajar un terreno tan torpemente codiciado.
El pueblo se construyó hace cincuenta años en un lugar muy agreste y llegaron a vivir allí unas cuatrocientas familias. Tenían provedurías, parques, canchas de fútbol, casinos para solteros y hasta una sala de proyecciones cinematográficas, posiblemente el edificio más imponente de todos los que siguen en pie en la actualidad. (Nota: todo esto me recordó a los poblados que se formaban en torno a la construcción de presas en Asturias durante el franquismo). El gobierno dejó de considerar productiva esta extracción de mineral (¿a qué nos recuerda esto?) y el pueblo improbable pasó a ser un paréntesis de vida urbana finalmente engullido por la selva. Como lo reforestaron con mucho eucalipto y le echaron harta mierda a los manantiales, ya no es un enclave de cultivo sencillo. La tierra es demasiado arcillosa y el trabajo que costaría añadirle los nutrientes que le faltan no se compensaría con casi nada. Sin embargo, es un alto en el camino con mucho atractivo, hasta con un carisma siniestro. Los edificios que no acabaron siendo albergues católicos muestran un nivel de deterioro, humedad e insoportable vacío que un paseo de pocos minutos por su interior te conduce de inmediato a un mundo de fantasmas. El único restaurante de la zona es regentado por un libanés que no sabe muy bien qué coño hace allí. La gente que sube a acampar tiene la genial idea de poner cumbia villera a todo volumen, en vez de escuchar el monte, el agua, los loros, las urracas. Y desde los miradores, con cielo despejado, se ve la cordillera, el magnífico rostro ocre de los Andes a punto de encaramarse al Altiplano, y en dirección este, las llanuras chaqueñas que en su despliegue hacia la frontera paraguaya se convierten en pantano, selva impenetrable y secreto mejor guardado de toda la geografía argentina.
De ahí me fui al Parque Nacional Calilegua, donde he estado la mayoría de estos días. Este asombroso lugar alberga la mayor biodiversidad de todo el país y también preserva un estrato muy vulnerable del ecosistema de las yungas, que es la selva pedemontana, entre los quinientos y los mil metros de altitud. Cuando uno asciende lo suficiente y ve los cerros, el densísimo verde de los valles, las siluetas formidables que dibuja la naturaleza en su disposición más silvestre, obtiene una pizca de fe.
Con provisiones para una semana y el ánimo recobrado al comprobar que había duchas y agua más o menos bebible, puse mi carpa en el campamento habilitado y me senté un rato para ser devorado por los mosquitos. Mierda, pensé, se me había pasado esto por alto. Eran tan molestos que a punto estuvo de irme por donde me había venido. El guardaparque me dejó repelente y yo traté de entretenerme juntando la poca leña seca que había en el cauce del río (había estado lloviendo toda la semana anterior). Me costó hacer fuego para cocinar. Me costó un montón hacer casi cualquier cosa porque el cambio de un clima frío y seco a la humedad del trópico tenía que hacerse notar. Me enrollé la cabeza con una remera. Me moví mucho. Los movimientos inútiles sumados al humo del fogón me marearon, pero me lo tomé bien porque pude calentar agua para mate y cocer unas papas. Pensé en muchas cosas. La soledad era pronunciada y casi podía masticarla con desidia durante las largas noches.
A la mañana siguiente conocí a Sebastián. Este muchacho de atractiva sonrisa es un boliviano asentado en Chile (en Temuco, ni más ni menos, que es de donde vengo yo), paisajista de profesión, amante de los reptiles, enemigo acérrimo de la raza mapuche, observador sensible de la naturaleza, original cúmulo de maldad e inocencia en un cuerpo bajito, fibrado y propenso al accidente mortal. Me gustó conocer a Sebastián; no sólo por la compañía que me hizo y que tanto parecía necesitar en ese momento, sino porque es un chico muy extraño. Tierno. Inquietante.
Al poco de conocernos me contó la razón de su viaje: concretar el momento exacto en que las serpientes de las yungas comienzan a hibernar cuando la temperatura externa se pone demasiado fría para ellas. La memoria de su cámara fotográfica estaba llena de imágenes de culebras y víboras, entre ellas la venenosa yacaré, tan agresiva como la mamba negra, a la que Sebastián no tuvo reparo alguno en desenrollar con su bastón (eliminando así su modo de ataque) y agarrar por la cabeza para retratarse con ella. De haberle mordido, hubiese tenido sólo dos horas para llegar al hospital más cercano. Ansioso por ver una anaconda (ha habido avistamientos de una pariente pequeña de la gran anaconda amazónica en los ríos que surcan Calilegua), Sebastián se recorría la selva a todas horas en busca de cualquier rastro de reptil. De haber visto una gran serpiente se hubiese tirado al río a agarrarla; así me lo confesó y yo le creí, más aún después de haber visto sus temerarias fotos. Con él (y gracias a él) vi huellas recientes de jaguareté, el mayor felino de Sudamérica, rastros de tapir y chancho salvaje y dos familias de monos que a punto estuvieron de tirarnos piedras, además de muchos pájaros y grandes roedores. No he podido ver tucanes, aunque tuve a dos detrás de mí. Y algunas de las cosas más formidables pasaban invisibles por delante de mis ojos porque la contemplación de la naturaleza selvática es algo que debe aprenderse y no despierta en todos el mismo grado de agudeza.
Con Sebastián aprendí que las iguanas hembras pueden almacenar el semen de un macho durante tres años y reutilizarlo varias veces para procrear, pero que tampoco les resulta indispensable para poner huevos (un dato que a mí, por lo menos, me resulta fascinante). También que algunos tipos de orquídea precisan un solo tipo de insecto que las polinice, convirtiendo así su acto amatorio en algo complejo, único y absolutamente excepcional de ver, casi imposible. Que las epífitas son plantas cuyas raíces se nutren del aire. Que las bromelias son epífitas y dan cobijo a muchas especies animales. Que el mundo, en su vastedad inconmesurable, nos es tan desconocido que es absurdo creerse alguien en él.
Y ahí está Sebastián, con sus cicatrices, sus ojos nerviosos, sus opiniones reaccionarias y contradictorias pronunciadas en el crepúsculo. Calentábamos agua para mate y la llama tímida apenas nos alumbraba más arriba del mentón. Charlábamos. Él me contaba anécdotas del pasado que configuraban un rompecabezas cada vez más complejo. A veces un joven retraído y distante que prefiere perseguir bichos a relacionarse con gente; otras veces una persona muy violenta, casi diría esquizoide; a menudo comparte observaciones profundas (‘no entiendo a algunos biólogos que intentan estudiar veinte o treinta especies animales; uno debe consagrar su vida a una sola especie; en tu caso, tal vez, a un solo tipo de historia, o a un solo tipo de conflicto, de tal modo que puedas llegar a contarlo bien… ¿De qué sirve correr por tantos senderos? ¿No estamos hechos para recorrer uno solo, para escoger uno solo?’); de pronto denigra a los chilenos, a las chilenas, a los mapuches, a casi cualquier vecino suyo hasta el límite de lo tolerable; y en un susurro, después de varios mates, me dice que no tiene ninguna gana de vivir, y yo le digo que algo le debe dar la selva que le haga sentirse más vivo, y él niega con la cabeza, y sonríe con vergüenza, uf, qué profundo me he puesto, y calla por un rato, y vuelve a negar con la cabeza, no, no tengo muchas ganas de vivir. Tal vez por eso tampoco tenga miedo de abrazar a la pitón. Porque tampoco piensa que vaya a perder gran cosa si la pitón le abraza a él en respuesta.
Después de esa noche memorable que tantos sentimientos encontrados me produjo, me despedí de Sebastián, abandoné Calilegua y sus mosquitos y sus huellas en el barro y me metí en otra historia. Esa otra historia debe esperar y madurarse un poquito para ser contada. Hasta entonces, salud.
Sergio. 1/04/11.
Nos habíamos quedado en San Salvador de Jujuy, donde todavía sigo, no porque haya estado acá todo este tiempo, sino porque esta pequeña ciudad te arrastra cuando te ves en la necesidad de bailar al son de la burocracia. La noche en que llegué me dejé guiar por una pareja (ella jujeña, él de Salta) que buscaba una habitación barata para tener sexo. Yo buscaba una habitación barata para dormir, asearme y ventilar mi zurrón. Todos buscábamos algo barato, en definitiva. La jujeña me preguntó qué me parecían las jujeñas. Yo le dije que las jujeñas no estaban nada mal. La jujeña me dijo que yo era poco galante, y también que quería que su hijo se hiciese famoso jugando al fútbol en España. Yo no le dije nada a la jujeña. A los pocos minutos, la jujeña y yo separaríamos nuestros destinos, tal vez para siempre, y yo dormiría, algo intranquilo, esperando vislumbrar en mis sueños una opción para los próximos días. El resultado nada brillante de tanta cavilación, consciente e inconsciente, fue marcharme a la selva, donde esperaba encontrar campesinos o amigos de campesinos o guardaparques buena onda que me orientasen sobre el maravilloso mundo del voluntariado orgánico por esos lares tan tropicales. Algo saqué en claro. Y, cómo no, encontré harto de lo que no tenía intención alguna de buscar. Como debe ser.
Mi primera parada fue en la serranía de Zapla. Este lugar tiene su historia, y os la voy a relatar. La primera vez que oí hablar de la nuboselva de Jujuy (a la que Zapla pertenece) fue por un comentario de Lugrin; él había encontrado en Internet cierta información sobre un pueblo abandonado, antaño una villa minera, en mitad de las yungas que bajan de Bolivia y atraviesan Jujuy, Salta, Tucumán y Catamarca (de ahí las bellas montañas de las que os hablé en el post anterior). Como Lugrin tiene cierto interés en ocupar un pueblo abandonado para reconvertirlo en comunidad agrícola sustentable, y a mí ese proyecto también me hace taconear el piso, decidí visitar la ex – mina 9 de octubre y las casas perdidas en el trópico jujeño a mi paso por la provincia. Luego pasaría a informarle (y de paso, a informaros) sobre el estado del lugar, el acceso a agua potable, etcétera. Lo que encontré, no obstante, fue un complejo turístico desolador que no sólo funciona a medio gas sino que no deja que nada más funcione a su alrededor; tanto que la municipalidad (promotora de este despropósito) va a vender lo que queda de explotación minera a una empresa china y a hacer mutis por el foro. O sea, querido Lugrin, que el pueblo ya no está abandonado y sería bastante inútil trabajar un terreno tan torpemente codiciado.
El pueblo se construyó hace cincuenta años en un lugar muy agreste y llegaron a vivir allí unas cuatrocientas familias. Tenían provedurías, parques, canchas de fútbol, casinos para solteros y hasta una sala de proyecciones cinematográficas, posiblemente el edificio más imponente de todos los que siguen en pie en la actualidad. (Nota: todo esto me recordó a los poblados que se formaban en torno a la construcción de presas en Asturias durante el franquismo). El gobierno dejó de considerar productiva esta extracción de mineral (¿a qué nos recuerda esto?) y el pueblo improbable pasó a ser un paréntesis de vida urbana finalmente engullido por la selva. Como lo reforestaron con mucho eucalipto y le echaron harta mierda a los manantiales, ya no es un enclave de cultivo sencillo. La tierra es demasiado arcillosa y el trabajo que costaría añadirle los nutrientes que le faltan no se compensaría con casi nada. Sin embargo, es un alto en el camino con mucho atractivo, hasta con un carisma siniestro. Los edificios que no acabaron siendo albergues católicos muestran un nivel de deterioro, humedad e insoportable vacío que un paseo de pocos minutos por su interior te conduce de inmediato a un mundo de fantasmas. El único restaurante de la zona es regentado por un libanés que no sabe muy bien qué coño hace allí. La gente que sube a acampar tiene la genial idea de poner cumbia villera a todo volumen, en vez de escuchar el monte, el agua, los loros, las urracas. Y desde los miradores, con cielo despejado, se ve la cordillera, el magnífico rostro ocre de los Andes a punto de encaramarse al Altiplano, y en dirección este, las llanuras chaqueñas que en su despliegue hacia la frontera paraguaya se convierten en pantano, selva impenetrable y secreto mejor guardado de toda la geografía argentina.
De ahí me fui al Parque Nacional Calilegua, donde he estado la mayoría de estos días. Este asombroso lugar alberga la mayor biodiversidad de todo el país y también preserva un estrato muy vulnerable del ecosistema de las yungas, que es la selva pedemontana, entre los quinientos y los mil metros de altitud. Cuando uno asciende lo suficiente y ve los cerros, el densísimo verde de los valles, las siluetas formidables que dibuja la naturaleza en su disposición más silvestre, obtiene una pizca de fe.
Con provisiones para una semana y el ánimo recobrado al comprobar que había duchas y agua más o menos bebible, puse mi carpa en el campamento habilitado y me senté un rato para ser devorado por los mosquitos. Mierda, pensé, se me había pasado esto por alto. Eran tan molestos que a punto estuvo de irme por donde me había venido. El guardaparque me dejó repelente y yo traté de entretenerme juntando la poca leña seca que había en el cauce del río (había estado lloviendo toda la semana anterior). Me costó hacer fuego para cocinar. Me costó un montón hacer casi cualquier cosa porque el cambio de un clima frío y seco a la humedad del trópico tenía que hacerse notar. Me enrollé la cabeza con una remera. Me moví mucho. Los movimientos inútiles sumados al humo del fogón me marearon, pero me lo tomé bien porque pude calentar agua para mate y cocer unas papas. Pensé en muchas cosas. La soledad era pronunciada y casi podía masticarla con desidia durante las largas noches.
A la mañana siguiente conocí a Sebastián. Este muchacho de atractiva sonrisa es un boliviano asentado en Chile (en Temuco, ni más ni menos, que es de donde vengo yo), paisajista de profesión, amante de los reptiles, enemigo acérrimo de la raza mapuche, observador sensible de la naturaleza, original cúmulo de maldad e inocencia en un cuerpo bajito, fibrado y propenso al accidente mortal. Me gustó conocer a Sebastián; no sólo por la compañía que me hizo y que tanto parecía necesitar en ese momento, sino porque es un chico muy extraño. Tierno. Inquietante.
Al poco de conocernos me contó la razón de su viaje: concretar el momento exacto en que las serpientes de las yungas comienzan a hibernar cuando la temperatura externa se pone demasiado fría para ellas. La memoria de su cámara fotográfica estaba llena de imágenes de culebras y víboras, entre ellas la venenosa yacaré, tan agresiva como la mamba negra, a la que Sebastián no tuvo reparo alguno en desenrollar con su bastón (eliminando así su modo de ataque) y agarrar por la cabeza para retratarse con ella. De haberle mordido, hubiese tenido sólo dos horas para llegar al hospital más cercano. Ansioso por ver una anaconda (ha habido avistamientos de una pariente pequeña de la gran anaconda amazónica en los ríos que surcan Calilegua), Sebastián se recorría la selva a todas horas en busca de cualquier rastro de reptil. De haber visto una gran serpiente se hubiese tirado al río a agarrarla; así me lo confesó y yo le creí, más aún después de haber visto sus temerarias fotos. Con él (y gracias a él) vi huellas recientes de jaguareté, el mayor felino de Sudamérica, rastros de tapir y chancho salvaje y dos familias de monos que a punto estuvieron de tirarnos piedras, además de muchos pájaros y grandes roedores. No he podido ver tucanes, aunque tuve a dos detrás de mí. Y algunas de las cosas más formidables pasaban invisibles por delante de mis ojos porque la contemplación de la naturaleza selvática es algo que debe aprenderse y no despierta en todos el mismo grado de agudeza.
Con Sebastián aprendí que las iguanas hembras pueden almacenar el semen de un macho durante tres años y reutilizarlo varias veces para procrear, pero que tampoco les resulta indispensable para poner huevos (un dato que a mí, por lo menos, me resulta fascinante). También que algunos tipos de orquídea precisan un solo tipo de insecto que las polinice, convirtiendo así su acto amatorio en algo complejo, único y absolutamente excepcional de ver, casi imposible. Que las epífitas son plantas cuyas raíces se nutren del aire. Que las bromelias son epífitas y dan cobijo a muchas especies animales. Que el mundo, en su vastedad inconmesurable, nos es tan desconocido que es absurdo creerse alguien en él.
Y ahí está Sebastián, con sus cicatrices, sus ojos nerviosos, sus opiniones reaccionarias y contradictorias pronunciadas en el crepúsculo. Calentábamos agua para mate y la llama tímida apenas nos alumbraba más arriba del mentón. Charlábamos. Él me contaba anécdotas del pasado que configuraban un rompecabezas cada vez más complejo. A veces un joven retraído y distante que prefiere perseguir bichos a relacionarse con gente; otras veces una persona muy violenta, casi diría esquizoide; a menudo comparte observaciones profundas (‘no entiendo a algunos biólogos que intentan estudiar veinte o treinta especies animales; uno debe consagrar su vida a una sola especie; en tu caso, tal vez, a un solo tipo de historia, o a un solo tipo de conflicto, de tal modo que puedas llegar a contarlo bien… ¿De qué sirve correr por tantos senderos? ¿No estamos hechos para recorrer uno solo, para escoger uno solo?’); de pronto denigra a los chilenos, a las chilenas, a los mapuches, a casi cualquier vecino suyo hasta el límite de lo tolerable; y en un susurro, después de varios mates, me dice que no tiene ninguna gana de vivir, y yo le digo que algo le debe dar la selva que le haga sentirse más vivo, y él niega con la cabeza, y sonríe con vergüenza, uf, qué profundo me he puesto, y calla por un rato, y vuelve a negar con la cabeza, no, no tengo muchas ganas de vivir. Tal vez por eso tampoco tenga miedo de abrazar a la pitón. Porque tampoco piensa que vaya a perder gran cosa si la pitón le abraza a él en respuesta.
Después de esa noche memorable que tantos sentimientos encontrados me produjo, me despedí de Sebastián, abandoné Calilegua y sus mosquitos y sus huellas en el barro y me metí en otra historia. Esa otra historia debe esperar y madurarse un poquito para ser contada. Hasta entonces, salud.
Sergio. 1/04/11.
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