viernes, 18 de marzo de 2011

202. Santiasco.



Este post está ilustrado con fotografías tomadas en Santiago de Chile por Koen Wessing, inmediatamente después del golpe de estado militar (septiembre de 1973). Algunas de ellas son tan buenas como la mejor de las obras pictóricas del Renacimiento.


La niebla cae en picado sobre el asfalto araucano. Cuatro conductores distintos me llevan hasta Temuco y uno de ellos me invita a comer unas papitas fritas. Temuco. Sal de Temuco, rápido. La estación de servicio Petrobras como base para el asedio a camioneros con destino a Santiago. Santiasco, como dice algún santiaguino. Nadie me quiere llevar. Un peruano se une a mi intento. Al peruano le gusta andar por ahí sin polera. Yo le digo al peruano que no nos va a ir bien con los camioneros si nos acercamos a ellos los dos a la vez. El peruano no se da por aludido. Acabo durmiendo con el peruano al lado de la estación de servicio. Me gustaría quitarme de encima al peruano. Se hace de día y la historia se repite y los camioneros no tienen mucha onda conmigo y menos aún con el peruano que mira al cielo y me pregunta si sé cómo se forman las nubes, a lo que yo respondo que sí o que no, dependiendo del sueño o del cansancio, y el peruano me dice que se forman por la evaporación del agua marina, y yo descubro que puedo disponer de unos pocos pesos todavía y me voy de la estación de servicio y dejo atrás al peruano y su metafísica celeste y me vuelvo a Temuco para comprarme un boleto para subirme a una micro para llegar de una maldita vez a Santiasco, capital de la república chilena.

Pido auxilio a Pancho que por suerte anda haciendo recados por Temuco y me lleva a dormir a un centro comunitario con biblioteca donde comemos y conversamos y vemos por la tele un gol de Xavi. Al día siguiente consigo irme, después de hablar con un hombre acerca de lo dueño que es Piñera de todo Temuco y después de ver a unas vendedoras ambulantes liarse a bolsazos con los pacos porque las habían echado de su puesto de venta. Temuco no me gusta. Para nada.





Llego a Santiago o Santiasco o Santi para los amigos a eso de las siete de la mañana y me meto en el metro, un metro igualito en forma y fondo a cualquier otro metro del mundo, y el metro me lleva a Puente Alto, donde me subo a una micro que me lleva hasta Pirque, aunque Pirque es extenso y no sé dónde bajarme y una señora que vende zapallos me dice que cómo voy a llegar a alguna parte con tan pocas referencias, y yo le digo, ¡pucha, qué razón tiene!, y llamo con las últimas monedas que me quedan a la Paulina, mi anfitriona en Pirque, y le digo qué onda Paulina, toi en Pirque, ¿tas en Pirque?, sí, y huelo mal, bueno, dice ella, ve donde la Katy (yo no sé quién es la Katy) y descansa.

Lo de la Katy es un espacio con cocina, vivienda, pastito, salas de ensayo para danza o teatro o yoga o tai chi o Ho-Chi-Minh o miren cómo corre el agua, y a mí me gusta tanto que me echo a descansar en unos colchones después de hacerme un café y unos pancitos y espero a la Paulina, que llega unas horas después con su sonrisa y la respiración entrecortada, ¿cómo estai, Paulina?, toi muy liá, me dice, porque da clases en un colegio con el desgaste que ello conlleva, y porque tiene harta pega en su casa, que está al ladito de lo de Katy, y donde se dejan ver todos los perros y perras del vecindario, con o sin dueño, y ya sentaditos y relajados conversamos y vemos anochecer y vemos las luces y la polución de Santiago desde el campo seco y maltratado de Pirque, donde también se ven algunas estrellas, la cruz del sur, a lo mejor Orión, y visitamos a un amigo que canta cueca y toca la guitarra y cantamos cuecas, y yo me sientro tremendamente bien al ver que todavía hay gente que se transforma en música y música que se transforma en gente.

Consigo pega en la cosecha de ciruela gracias a la Paulina, y me presento allá y me dicen que me van a pagar trescientos pesos por caja y yo digo que vale, y la patrona me dice que si soy español, y yo le digo que sí, y la patrona piensa algo sobre España o los españoles pero no lo dice y me conduce a mi línea de ciruelos donde me doy cuenta al tiro de que una caja tarda en llenarse y trescientos pesos es una miseria, y le doy al árbol con un colihue gordo y caen los frutos, pruebo uno, sabe a culo, luego miro el terreno y veo las ramitas partidas y el polvo y el pasto retorcido y veo los químicos y los pesticidas que tiene toda la plantación y continúo con la pega, y arriba quemando el sol, como diría la Violeta. En dos días días hago cuarenta cajas, poca cosa, pero es lo que hay, me dan doce lucas, una miseria para lo que es la vida en Chile y en Santiago, y la patrona sonríe y saca de unas jaulas inmensas a unos perros que más bien parecen rinocerontes y los deja sueltos entre los ciruelos para que armen quilombo y en Japón, en ese momento, un terremoto de 8’9 grados sacude la corteza terrestre provocando un tsunami que se acerca progresivamente a la isla de Pascua y a las costas chilenas y tal vez por eso también se pone a llover por sorpresa y la cosecha que se secaba bajo el sol se va a la chucha y la patrona llora y yo al menos me voy de allí con mis doce lucas que no alcanzan para nada pero que son mejor que nada y me prometo a mí mismo no volver a ser jornalero en esas condiciones.





Dicen en la radio que en Japón mueren miles de personas y que puede haber un desastre nuclear de proporciones históricas y alguien en Europa con mucho conocimiento sobre energía nuclear y desastres nucleares dice algo así como que esto es el apocalipsis y la gente se lleva las manos a la cabeza y yo llamo a mis padres para decirles que los daños en Chile han sido menores y sólo en la costa, y que Santiago está bien cercado por montañas y bien alejado de la costa y bien contaminado gracias a esa situación estratégica que lo convierte en el valle hediondo que en el fondo es y que, no sé muy bien por qué, ha terminado por gustarme un poco.

Dejo Pirque y a la Paulina por unos días para patearme Santiago y visitar a Lucina Paz, o Lucina Pez, una amiga que hice en Melipeuco y que además de ofrecerme compañía y conversa agradables en la gran ciudad me da un alojamiento, el suyo, que viene a ser un remanso de paz insospechado en plena urbe. De la puerta de su cuarto de baño cuelga un retrato sonriente de Rodrigo Hinzpeter, ministro de Interior chileno, acompañado de la palabra TERRORISTA en letras amarillas bien brillantes. Me río de eso. Me río de las muchas calaveras que hay repartidas por toda la casa. Lucina y yo vamos al cine y subimos un cerro que antes era un lugar de importancia para las comunidades mapuches y que ahora está asfaltado de acuerdo a los modelos europeos y en cuya cima hay un torreón desde el que se ven los colores de Santiago, sus edificios decrépitos, alguna que otra superficie de cristal tras la que se esconden despachos donde algún directivo de IBM aprueba las nuevas plantas de extracción de materias primas en la Amazonía mientras Lucina y yo vemos manchas de ciudad en un dislocado pasatiempo que es el único tipo de pasatiempo que se permite en una ciudad.





Una ciudad es un lugar grande donde se pretende y se consigue meter a mucha gente para que trabaje y se distraiga en intervalos de tiempo prefijados y en subespacios acordes para cada funcionalidad. Una ciudad es un lugar funcional y eficiente, como lo son los nidos de pájaro, las madrigueras de las comadrejas, las cisternas de agua y petróleo, los frasquitos de alcohol sanitario o los sarcófagos que contienen reliquias del pasado para disfrute del presente y olvido del futuro. Una ciudad tiene todo el sentido del que el resto de lugares que no son ciudades carecen. Una ciudad posee formas aceptables y razonadas, tiene letreros explicativos, números, símbolos, nombres de gentes importantes que te indican quién tuvo la genial idea de construir los enclaves que se llaman como ellos. Una ciudad la componen seres humanos y máquinas y también animales de compañía, desde perros hasta boas constrictor. Una ciudad es un mercado de alimentos, arte y sexo.

En una ciudad tú caminas y te encuentras con un conjunto de calles donde viven chinos, sigues caminando y te encuentras con un conjunto de calles donde viven homosexuales con plata, sigues caminando y te encuentras con un conjunto de calles, éstas ya con adoquines de peor calidad, donde viven madres adolescentes con el pelo teñido de verde, viejas que venden barritas energéticas de contrabando en las esquinas, niños traficantes y hombres y mujeres convertidos en latas de cerveza o en cartones de vino de la marca Tocornal, cartones que muestran a un hombre de anteojos elevando una copa al inmigrante incrédulo o al revolucionario infeliz. Las ciudades son prósperas y dan oportunidades a quien se ve privado de ellas, gracias a que las máquinas han sido enviadas al campo para evitar que las nuevas generaciones de campesinos hagan algo con esa tierra arrasada y desnaturalizada y por tanto sólo les quede la alternativa de neón de la gran ciudad.

Algunas ciudades se dejan habitar porque han desplazado todo lo molesto y lo maloliente a una periferia muy pero que muy lejana (Melbourne). Otras ciudades hacen de lo molesto y lo maloliente su seña de identidad (Calcuta). Otras son mezclas desgraciadas de vicios y virtudes (Palermo). Otras tienen el encanto indolente y el carisma genuino de su peso histórico (Berlín). Otras sólo tienen peso histórico (Santiago de Chile).





Me compro un boleto para volverme a Argentina antes de que me venza el visado. Me gusta la idea de volver a Argentina. Me agobia pensar en lo que podría haber pasado de haberme quedado más tiempo en Melipeuco o de haberle dado una segunda oportunidad a Santiago o a Pirque. No descarto hacerlo. A estas alturas no descarto hacer nada.

Vuelvo a Pirque. Escribo esto. La tierra tiembla, pero es que Chile es un lugar sísmico. Pienso en Santiago y en su sobrecogedor despliegue de estímulos, gente y pasado. Entrego esos pensamientos al discurrir del tiempo.

Salud.

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