La primera vez que visité Tracura fue durante el pasado día de Año Nuevo. A pesar de todos los daños colaterales de la borrachera, me arrastré como pude a aquel lugar del que nada sabía por aquel entonces. Mis primeras impresiones fueron el guitarreo de la Paola, las generosas raciones de cordero asado y un monte tupido que se abría en miradores a la cordillera y a sus impecables rostros de piedra y araucaria. Juan Caro bailaba con la Lore y la Flaca, sacando culo y moviendo al compás su cola de caballo, pero yo todavía no sabía que él era Juan Caro y que sólo tenía tres años más que yo. Para mí era un “guaso” (el gaucho chileno) que hacía muy buenas bromas sobre el acento argentino, tan buenas que puse en seria duda su nacionalidad real. Me gustaba su conversa y su inmediata familiaridad con los desconocidos, algo que siempre me ha generado confianza.
Ya discurrida la tarde, empapados los valles con una tormenta de verano y acabados el vino y el mate, nos volvimos a Melipeuco. Pero algo más pasó. Juan salió al camino y se despidió formalmente de cada uno de nosotros, tal vez por estar menos curado que los otros, o tal vez porque él es así. El caso es que yo supe en aquel momento que nos tendríamos que volver a ver, porque en alguna parte de mi mente se gestaban preguntas y más preguntas sobre él. No sabía por qué, pero el sentimiento era fuerte. Eso no me impidió prolongar la intriga hasta unos días antes del encuentro por el Buen Vivir, en los que Juan visitó varias veces la casa de Melipeuco, concretando así el deseo (posiblemente mutuo) de pasar unos días juntos en Tracura con su esposa (Silvia) y su hija pequeña (Satya). Lugrin y la Paola se vinieron conmigo, o yo con ellos, o todos con todos, formando así una especie de “contra-encuentro por el buen vivir” que de algún modo ansiábamos, ya que la energía dispersa que habían dejado tras de sí los días del Kume Mongen era notoria.
Juan y Silvia se instalaron en Tracura hace cinco años, y desde entonces han tratado de vivir ‘sin dar de comer al sistema’. Su lucha es tal vez la más lúcida de todas: cultivar alimentos y practicar, en la medida de sus posibilidades, la autosuficiencia. Una realidad tan aplastante como que un ser humano puede vivir sin electricidad es algo que a la inmensa mayoría de nosotros se nos escapa, o se nos quiere escapar, pero que a Juan y Silvia, que fabrican sus propias velas reciclando las antiguas y producen su propio champú y jabón para lavar la loza, no sólo les parece una obviedad sino que, de hecho, es la base de su forma de vida. “Buen agua, buena leña, buena tierra”, es a lo que se refiere Juan cuando es preguntado por la felicidad.
Si mis palabras suenan a utopía espero desterrar ese fantasma de ellas ahora mismo. No hay nada sencillo en dejar de alimentar al sistema, o al monstruo, o al pobre estado de la conciencia en que hemos nacido. Construir tu propia casa de la nada, esperar los años que hagan falta para que la tierra que has arado y sembrado dé sus frutos, talar responsablemente el bosque para cocinar y calentarte en invierno, no son cosas fáciles de integrar en un ritmo cotidiano en tanto que ocupan demasiado tiempo y demasiado espacio en la vida de uno, tanto como para obligarlo a no hacer nada más que sobrevivir. Si no quieres volverte loco en el intento hay que cambiar sensiblemente las nociones de espacio y tiempo que tenemos, es decir, darles la vuelta, relativizarlas, amoldarlas a la naturaleza en la que pretendes vivir y de la que intentas aprender. Tal vez por eso Juan y Silvia se guíen por el calendario de las trece lunas y no por el orden gregoriano habitual, y tal vez por ello el conocimiento maya ha penetrado muy hondo en sus vidas, aunque yo considero que no se trata tanto de una creencia en una ortodoxia concreta sino de una asimilación y vivencia de los saberes de los pueblos originarios de América.
Juan y Silvia tienen sus ritos de iniciación para sus huéspedes. Cualquier desprevenido creería por un momento que ha caído en una secta y que la montaña se lo va a tragar de un momento a otro, pero no es así. De todas formas, creo que ellos asumen que se genere esa confusión ya que vienen de una experiencia previa donde los místicos y los charlatanes abundan. Sin haber coincidido ni en el espacio ni en el tiempo, Juan, Silvia, Lugrin y yo vivimos un tiempo en El Bolsón y sabemos de la fauna que puebla ese lugar (para muchos la meca de la permacultura en Sudamérica). Por eso ni se inmutan cuando uno reacciona con cautela ante sus propuestas de diálogo, y ese clima de relajación ayuda a que, de alguna forma, se genere espontáneamente lo único que ellos pretenden, que no es más que una comunicación sincera entre personas. He de decir que mis noches de conversación con ellos dos han sido de los mejores regalos que me ha dado el viaje en toda su extensión y diversidad. Será que la generosidad de Juan Caro no parece de este mundo, o será que la personalidad magnética de Silvia, su desconcertante inteligencia verbal y su mal llamada (por ella) “antipatía social” crean un clima realmente alejado del miedo y del ridículo, un clima en el que te gustaría habitar de continuo.
Lo pensé. Pensé durante unos días y sus noches en la posibilidad de prolongar mi estadía en la cordillera. Ellos desean formar una comunidad con más gente y yo deseo echar raíces en su sitio para ver precisamente cómo echa raíces lo que yo siembre en derredor. Pero mi carácter y mi voluntad se tienen que endurecer más aún. Haberme precipitado ahora hubiese desencadenado un desequilibrio entre mis debilididades actuales y la fuerza torrencial de Juan y Silvia, de la que creo que no son del todo conscientes. Sin embargo, muchas decisiones ya están siendo tomadas. No de todas hablaremos aquí, y mucho menos ahora. Pero me gustaría dejar claro que el aura benéfica del pasto, el agua, la roca y la gente de Tracura han sido decisivas para concretar mis deseos persistentes y cada vez más radicales de cambio.
El ejemplo de Juan y Silvia me da fuerzas. Cómo se las han arreglado y cómo se las arreglan para criar a la pequeña Satya en un mundo tan deliberadamente apartado de lo que conocemos por civilización, es algo que me sobrepasa. Por supuesto que tienen que aguantarse y transigir con determinadas cosas (la escolarización y sus males, me imagino, es una de ellas), pero este camino está infectado de contradicciones. No hay que volverse paranoico con ellas. Hay que dejarlas entrar y salir de la pieza, como el aire.
Pienso en muchas noches a la luz de las velas pero, en el fondo, la que más nítidamente recuerdo es una. En ella hablamos de lo poco que parece quedarle al planeta para un cambio, un cambio que nos afectará a todos, estemos donde estemos. A continuación, instigados por la maravillosa exigencia de Silvia, nos vimos obligados a afrontar la pregunta: “¿Tú sobrevivirías?”. Silvia apenas dejó contestar a Lugrin y a la Paola, básicamente porque no tenía ninguna duda acerca de las aptitudes de mis dos amigos. Luego me miró a mí, y preguntó “Tú, Sergio…¿Sobrevivirías?”. Yo dije que no sabía, que me faltaba mucho por aprender… “Eso no es lo que te pregunto. ¿Sobrevivirías?” Me quedé callado, y también un poco avergonzado. “Sí”, respondí. Por unos segundos, creía que lo había dicho con la boca pequeña, que la mujer que había hablado tanto y tan bien a lo largo de toda la noche me había metido en una trampa magistral. Pero no. Mi respuesta no estaba errada, era tan cierta como el temor inútil que sentía a no estar a la altura. Porque estoy a la altura. Todos lo estamos. Y siempre lo hemos estado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario