He esperado a estar positivo antes de ponerme a escribir nada. Si mis últimas aventuras eran un poco patéticas, las que siguen ahondan aún más en la movida norteña. Pero ahora estoy en Delhi y, paradójicamente, me encuentro más feliz. A pesar de llevar varios días cagándome por la pata abajo y de tener accesos diarreicos en mitad de los bazares. Bien mirado, todo tiene su punto. Pero llegar a este estado de pasotismo no ha sido fácil. Moverse por la India es engañoso y exasperante. Si uno, además, es un poco lelo (como es mi caso), el resultado es impredecible.
Abandoné Ahmedabad en un autobús nocturno que, a falta de aire acondicionado, tenía unas literas muy majas con ventanitas por las que se colaba el aire del desierto. Fue un viaje bastante aceptable. Me encantan las paradas en algunos restaurantes de carretera. La música es estridente, sea la hora de la noche que sea, y hombres, mujeres y familias, todos juntos, hacen sus necesidades por la maleza circundante sin el menor rastro de pudor. A la mañana siguiente, llegué a Jaipur, capital del estado principesco de Rajastán. Tengo sentimientos muy encontrados con respecto a este lugar tan loable. No desancosejo su visita, pero nunca he visto vendedores y conductores de rickshaw más pelmas en toda mi vida. Te arruinan, literalmente, cualquier momento que precises para observar algún detalle de la ciudad. Al menos en mi caso. Nunca he tenido problemas a la hora de dialogar con ellos, pero lo de Jaipur me llevó al borde de la risa nerviosa, sobre todo cuando tenía a diez personas bloqueándome el paso. Supongo que es difícil compaginar mi forma de conocer un sitio, que es siempre a pie, intuitivamente, perdiéndome y reencontrándome una y otra vez, con la forma en la que ellos quieren que conozcas su sitio. Dicho lo cual, el encantador color pastel de Jaipur me supo un poco aguado.
Una de las diferencias más notables entre el norte y el sur de India se aprende en el momento en que decides dejarte llevar. Este interesante ejercicio me proporcionó algunas de las horas más memorables de mi estancia en Kerala, que cada vez se me aparece más como un estado completamente aislado del resto del país. Pero, ¿qué es lo que pasó en Jaipur, cuando decidí que ya era hora de dejarme llevar por las circunstancias? Pues que acabé comprándome un traje a medida. Es difícil superar tanta estupidez, lo sé. Todo empezó con una conversación normal acerca de una esvástica. Un muchachito quería saber por qué los occidentales se indignaban al ver tanta esvástica por las fachadas indias (la esvástica, originalmente, es una abstracción del movimiento solar y uno de los símbolos más recurrentes del arte hindú y budista). Yo le hablé un poco por encima del nazismo, aunque debería haber intuido que eso ya lo sabía. Tomamos un café y hablamos de chicas, qué remedio. Me sentía bien, puesto que no me gusta esconderme de la gente que me habla por la calle. No estaba acostumbrado a eso en el sur. Acto seguido, fuimos a ver una cooperativa textil en la que trabajan hombres y mujeres tullidos, con la excusa de que él quería comprarse una camisa para una boda. El resto os lo podéis imaginar. Lo que yo no podía imaginarme es que, cinco meses después de mi llegada a este país, iba a seguir el típico juego indio hasta este punto. Los de Rajastán son unos buenos cabrones y unos vendedores de primera. Cómo no, también adquirí unos cuantos regalitos para las mujeres de mi familia. Todo este tema me produjo mucho pesar durante varios días, porque un tío sin trabajo, que cuenta cada rupia a la hora de comer, dormir y desplazarse, no puede encontrarse haciendo este tipo de tonterías. Me enfadé muchísimo y miré a todos lados con amargura. Luego pensé que más me valía aprender a asumir mis tontunas con rapidez. Mi carácter es proclive a perder un tiempo precioso en pensamientos atormentados. Podría haber sido peor: también querían estafarme con el viejo truco de las joyas revendidas en el extranjero. No seré tan iluso de pensar que voy a aprender de todo esto, porque siempre que me jacto de dominar alguna situación le doy la vuelta a la tortilla. Lo único que puedo hacer es seguir haciendo mis cosas de la mejor manera que sé, que no es un gran alivio, visto lo visto, pero es lo único que tengo.
De la ciudad rosa de Jaipur a una temida Delhi que se me aparecía como el no va más de la desesperación. Mi tren salía a las cuatro y media de la mañana, pero se retrasó durante cinco horas. Hay pocas cosas que hacer en una estación de ferrocarril, si no quieres volverte loco mirando a los niños desnudos que, a pocos metros de ti, descubren lo que es la masturbación bajo la divertida mirada de sus padres. Esas y otras imágenes nunca me abandonarán por más que lo intente. Intenté dormir como pude. Luego llegó el tren, y con previsible parsimonia nos movimos hacia Delhi. A esas alturas ya empezaba a notar que mi estómago se iba a rebelar ante esos cambios horarios y ese cuerpo de juerga que tenía. La odisea continuaría con el aluvión de gente en la estación de llegada, los abusivos conductores de rickshaw y el larguísimo trayecto hacia el hostal. Pero, hete aquí que Delhi, a pesar de mi diarrea, se me apareció como una urbe bastante más amable y cotarrera de lo esperado. En cualquier caso, siempre es una cuestión de actitud, y por fin, a pocos días de cruzar la frontera con Nepal, he podido reconciliarme con una realidad que me estaba dejando bastante noqueado.
Una de las cosas más interesantes para mi devenir actual sucedió en el Instituto Cervantes, donde hay bastantes posibilidades de que encuentre un curro modesto a partir de julio. Sin embargo, no puedo dar nada por sentado. Yo iba para Calcuta, y no tenía en mente parar por Delhi, mucho menos jugar con la idea de establecerme en este yunque abrasador. Por otra parte, los alquileres son bastante bajos y la ciudad tiene muchos puntos favorables. Como voy a volver, no me ha entrado la manía de verlo todo, y eso que hay mucho que ver. Hace unas pocas horas me di una vuelta por la Ciudad Vieja, donde unos supuestos edificios que, incomprensiblemente, se resisten a la ley de la gravedad, dibujan calles sinuosas y atestadas que desconciertan al más precavido. Dicen que ‘un exceso de realidad produce una sensación de irrealidad’, y eso cobra sentido en la Vieja Delhi. La absorbente humanidad puede llegar a elevarte, de algún modo, y a mostrarte una música distinta, escondida en la frenética pero sutilmente ordenada actividad que esculpe su espíritu. Se trata de un lugar verdaderamente fascinante. Si, además, te topas con el Jalebiwala, que es un puesto callejero de mucha antigüedad donde se jactan de ofrecer los mejores jalebis (tortas dulces) de toda India, puedes redondear el día. Una vez se prueba este jalebi, no entiendes que exista otro tipo de alimento. Su sabor es tan revelador como un sueño profético, tus sentidos se te nublan… y todas esas cosas que le pasan a alguien que desplaza sus dormidas hormonas a la comida. También visité la maravillosa Jama Masjid, la mezquita más voluminosa y tal vez una de las más bellas de toda India, y el malogrado Lal Qila o Fuerte Rojo, tan solo una sombra apagadísima de lo que debió ser antes de que las conquistas de uno y otro signo acabasen con su esplendor. Da mucha pena y vergüenza. Ni siquiera pude entrar en la mezquita particular de Aurangzeb, uno de los emperadores más mezquinos e interesantes de la dinastía mogola. Las vistas al río Yamuna han sido sustituidas por una anticlimática autopista.
Cuando pueda levantarme de la taza del váter, iré a Nepal. La odisea del visado promete ser una aventura tan peculiar como las predecesoras, o incluso mayor. No tengo tiempo ni dinero para hacer senderismo por los Himalayas, pero prometo no engañaros si no llego a ver el perfil del Everest. El aire está lleno de polvo en la época pre-monzón y puede no ser muy factible. A la espera de las lluvias que lo inunden todo de lodo y clarividencia, salud.
(Nota: he amordazado a Ismael, de momento. Me estaba molestando mucho. Ya os explicará él todos los detalles).
Sergio. 26/05/09.